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Cultură

El fantasma desmemoriado

¿Te gustan los libros y te gusta leer pero no conoces a William T. Vollmann?

Si dices que te gustan los libros y te gusta leer pero no conoces a William T. Vollmann, entonces eso que llamamos humanidad tiene todavía menos esperanzas de las que podemos encontrar en su prosa. Los abundantes trabajos de ficción y no ficción de este ganador del National Book Award de Estados Unidos (los cuales VICE ha tenido la fortuna de publicar en el pasado), exploran el sucio, pero a veces revelador, chasís de la historia; simpatizan con individuos y acciones que otros podrían considerar reprobables, y proponen justificaciones (o la falta de éstas) para la violencia y la guerra. Resulta natural que a William también le interesen los fantasmas y los eventos sobrenaturales, y esto queda claro en este cuento que nos envió sobre un espíritu con amnesia, una historia perfecta en vísperas de Halloween y que aparecerá en su próximo libro de cuentos de terror, Last Stories and Other Stories, el cual saldrá a la venta en 2014. Acompañamos su historia con un par de dibujos del artista iraquí, Ahmed Alsoudani, cuyo trabajo — igual que el de Bill— explora la brutalidad y sus consecuencias de múltiples maneras. En este momento se exhiben algunos de los trabajos de Ahmed en el Wadsworth Atheneum, en Hartford, Connecticut.

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Sin título, 2012, carbón y acrílico sobre lienzo, 72x60 pulgadas. Colección privada, Suiza. Imagen, cortesía de Haunch of Venison, Nueva York. Ahmed Alsoudani.

Tras la muerte de mi padre, comencé a preguntarme si mi turno llegaría más pronto que tarde. ¡Qué lástima! ¡Más tarde habría sido mucho más conveniente! ¿Y qué tal si mi tiempo llegara mucho más pronto que pronto? Antes de darme cuenta, reconocería a la muerte por su helado brillo como de latón. Por lo tanto, debo confesar que en aquellos días me molestaba que los tesoros de la luz del sol se escaparan de mis manos sin importar lo mucho que me aferrara a ellos. Amaba la vida con tal perfección, según yo, que sentía que debía vivir para siempre, o al menos hasta más tarde que pronto. Pero en caso de que la muerte ignorara todos mis tan importantes puntos de vista, decidí buscar a un fantasma para pedir el consejo de un experto sobre lo que implica estar muerto. Los vivos aprenden a sopesar los méritos de la preparación contra aquellos de la espontaneidad, y por eso contratan los servicios de asesores financieros y otros adivinos. Y habiendo nacido en Estados Unidos, consideraba, naturalmente, que tenía el derecho a recibir cualquier destino que fuera capaz de pagar. ¿Por qué mi vida después de la muerte no habría de extenderse como una hermosa procesión de lámparas de piedra?

Si crees, como H.P. Lovecraft afirmó, que todos los cementerios están subterráneamente conectados, entonces realmente no importa cuál de estos visites; así que puse un pie delante del otro, y media hora después me encontraba hechizado por el musgo verde y brillante en las puntas de las columnas de piedra donde yacen los soldados que fielmente se suicidaron por el tercer shogun. Después encontré, brillando más fuerte que la luz del sol, más musgo verde sobre los pasamanos y el tori que rodeaba estas parcelas cuadradas de tumbas erigidas altas como árboles, cada piedra grabada con el nombre budista post mórtem de su inquilino subterraneo.

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El olor a musgo era una mezcla de nuevo y viejo. La materia muerta se descompone en tierra fértil, y la tierra vuelve a enverdecer. Uno puede oler el regreso de la vida. Recuerdo que cuando mis padres envejecieron, les gustaba caminar conmigo por una ciénaga en particular. El lodo en ese lugar olía a limpio y a chocolate amargo. Ahora estaba ahí absorbiendo ese mismo olor fangoso; los tonos verdes y anaranjados en las puntas de los árboles de cryptomeria se oscurecían mientras una nube se posaba frente al sol. ¿Alguna vez has visto el párpado de una lagartija cerrarse sobre esa bola amarilla? Si la respuesta es sí, entonces has estado en las regiones fantasmales, que es donde yo me encontraba al esconderse el sol. Sin embargo, no me había alejado demasiado: del otro lado de la barda, el dulce zumbido de los autos transportaba a esos esqueletos todavía con vida a todo tipo de destinos premórtem. Reconfortado por la superficialidad de mi cometido, me acerqué hasta la tumba más cercana.

El momento en el que toqué el musgo húmedo sobre el barandal, entré en comunicación con su severo ocupante, su oscura y húmeda tumba tapizada con puntas muertas de cryptomeria. Decir que se negó a salir sería decir poco. ¡Fue suficiente para hacer que cualquiera desdeñara la vida después de la muerte! Sentí su enojo como una descarga eléctrica. Para él, yo no era nada, un alienígena desarraigado sin un amo por el cual dar la vida. ¿Por qué habría de enseñarme?

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Humillado, me di la vuelta, y me abrí paso hacia el patio inferior detrás del templo. Aquí crecían las diminutas, ovaladas y fálicas tumbas de sacerdotes. Algunas tenían patrones ondulantes de flores de loto grabados sobre ellas. Una tenía aspecto de espejo o de cepillo vertical. Consideré la opción de invitarme a pasar, pero después pensé: si ese señor de allá arriba reaccionó de forma tan violenta, ¿acaso un sacerdote no me despreciaría aún más?

Así que empecé a caminar hasta la angosta entrada del templo y me senté con los pies en el aire, contemplando las flores de los cerezos llover sobre las tumbas. Los brazos retorcidos de ese árbol apuntaban hacia cada una de las lápidas, y la tarde se convirtió en crepúsculo.

Una flor blanca comenzó a caer como una araña que desciende por su más reciente hilo. Entonces mis oídos comenzaron a zumbar: el llamado de la muerte.

Huí del lugar. Me senté en mi habitación y me escondí. Mirando por mi ventana, veía a la muerte en todos lados. La muerte mató a un perro. ¿Y si el siguiente fuera yo?

Sin título, 2012carbón y acrílico sobre lienzo72x108 pulgadas. Colección privada, Suiza. Imagen, cortesía de Haunch of Venison, Nueva York. Ahmed Alsoudani.

No quise perder el tiempo, así que me aventuré a encontrar una tumba más humilde. Y justo por la carretera, más allá de los empantanados campos de arroz rasgados por la luz, encontré una necrópolis gris y húmeda sobre un cerro cubierto de casas destartaladas. Al principio me pregunté cómo sería vivir en un lugar así, con la muerte sobre todos. Después recordé que todos vivimos así.

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El cielo se despejó justo antes del anochecer. Maté el tiempo, por así decirlo, en un pequeño restaurante donde servían anguilas. Dentro de la cajita laqueada en la que el viejo me sirvió, se retorcían pequeños segmentos cafés sobre una cama de arroz blanco como la nieve. Estaban deliciosos. Sentí que me vengaba por adelantado de esos gusanos de la noche que me devorarían algún día. Y le grité al viejo: ¿no te alegra estar vivo?

A veces, me respondió, olvido todo menos pagar mis impuestos.

Para entonces la luna ya había salido. Subiendo por un camino inclinado, llegué a la maraña de tumbas y encontré una exigua con pocos rastros de líquenes sobre ella. El nombre había sido casi borrado por completo, y tres estelas cercanas la ensombrecían de tal manera que tuve la esperanza de que esta alma no fuera tan orgullosa como las demás. ¡Gracias al cielo!

Hice dos reverencias desde el fondo de mi corazón, junté mis manos, y toqué sobre la tumba. En ese preciso momento el fantasma flotó hacia el exterior. Tenía un rostro pálido y sonriente, y se veía rígido y sereno, como un cerezo bajo el sol. Sus ojos eran espejos sobre los que yo no me podía ver.
—¿Sí? —me preguntó. —¿Quién eres? ¿Nos conocemos?
—No lo creo—, le respondí.
—Bien—, me dijo —en ese caso estoy confundido. No estaba seguro si me acordaba de ti.

Al principio me pareció alegre y animado; sus movimientos eran tan claros como los caracteres dorados del Lotus Sutra marchando por una azulada oscuridad, cada columna marcada con oro, cada letra alineada horizontal y verticalmente con las demás.

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Le pregunté su nombre y me dijo: Solía ser… ¿Qué importa? Por cierto, esta luna es casi demasiado brillante. ¿No te lastima?

—No realmente.
—Oh, desearía ser tan fuerte como tú.

Le gustaba interrumpirme con la prontitud con la que la lluvia rebota sobre las piedras. Entre palabras y vuelos hacía gestos jactanciosos, pero pronto comenzó a divagar. Era un fantasma completamente amigable; no puedo decir que me molestara.

Le pregunté qué hacer para no sufrir después de mi muerte, y revoloteó como una carpa gigante, su sonrisa era tan grande que por un momento dudé si tenía intenciones de comerme. Le pregunté si lo estaba hartando; ofrecí alejarme corriendo, pero me dijo que no serviría de nada.

¿Cuáles son tus aspiraciones? Pregunté, y me dijo que deseaba lamer el sudor de la pierna de una jovencita sólo una vez más; estaba demasiado confundido con su persona para aspirar a otra cosa.

Intenté descubrir si una vida sin conciencia sería preferible a una conciencia sin vida; pero para contar las respuestas tuvo que contar múltiples variables secretas al mismo tiempo con sus dedos brumosos, y pronto se perdió en sus cuentas. Por supuesto, no podía escribir sobre la arena con un palo, ni tomar prestados papel y pluma, siendo completamente permeable en relación con los objetos.

No podrías lamer la pierna de nadie, le recordé. No pude evitar regodearme en mi propia satisfacción por el solo hecho de que este fantasma estaba muerto y yo vivo. Me sentía seguro, superior, ¡y era menos probable que nunca que estuviera muerto!

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Sus ojos seguían mirando hacia todas partes. Le pregunté si moriría pronto.

—¿Recortar? —preguntó el fantasma, desconcertado.

Seguimos discutiendo el sufrimiento, y repentinamente gritó: Justo en este momento no recuerdo el significado de “sufrimiento”. ¡Lo siento! ¿Cómo se escribe?

—S, u…
—¿Perdón? ¿F?
—S.
—¿Estás seguro?

Había olvidado lo suficiente para hacer que una conversación fuera exasperante, pero no lo suficiente para perder la esperanza de transmitir sus pensamientos, ni de escucharme, en un esfuerzo por recordar lo que era estar vivo, y quizá incluso para escapar, por momentáneo que fuera, a las pretensiones de su propia vida. ¡Cómo anhelaba escapar de él! Habría hecho casi cualquier cosa para evitar convertirme en su hermano menor. Por desgracia, no dependía de mí. En cuanto a él, ¿era su culpa estar muerto? Muchas veces he visto cómo hombres viejos recogen jovencitas que se habrían dejado llevar con alegría en tiempos pasados; es como si uno tuviera que aprender una y otra vez sobre la pérdida, e incluso entonces uno espera que como las reglas fueron alteradas antes, serán alteradas de vuelta, otra vez. Pero eso nunca sucede, al menos no para bien; y aunque intenté ser lo más paciente que pude, comencé a convertirme en ese niño ignorante y activo que se molesta cuando su abuelo no puede jugar.

Quería saber el precio actual de todo. ¿Cuántos ryos de oro? ¿Cuántos kwans de plata? Se imaginaba bien informado por no haber olvidado esas dos monedas ancestrales.

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—Bien—dije al fin, —estaba pensando…
—¿Siempre estás pensando? —me interrumpió el fantasma, muy interesado.
—Sí.
—A veces yo no pienso en nada —me confesó.
—¿Y eso te relaja? ¿Preferirías no pensar, que pensar?
—¿Relajar es un patrón o un sonido?
—Un patrón.
—¿Qué era lo que querías preguntarme?
—No importa.
—¿Lo olvidaste? Eso me hace sentir mejor. A veces olvido cosas también. ¿Sabes por qué?
—No.
—Esperaba que tú pudieras decirme porqué.

Quería aprender a morir, pero en lugar de eso fui condenado, en vano, a enseñarle a un fantasma cómo vivir. ¿Quizá entonces podría ayudarlo a olvidar que estaba muerto a cambio de que él me enseñara a olvidar cómo vivir? No importó; me sentía cada vez con menos intenciones de hacer el viaje hacia mi muerte dentro de un cofre montado en un palanquín. Prefería aferrarme a mi ser, al menos hasta que caiga la lluvia en Tokio y la gente corra con periódicos sobre su cabeza.

El fantasma no dejaba de hacerme preguntas. Finalmente le dije: pregúntale al pasto. Pregúntale por qué vive.

¡Qué gran idea! Se agachó tímidamente sobre un pedazo de pasto, y yo me escabullí fuera de ahí. Quizá regresaría al cementerio donde yacían los tenientes del shogun. Descansaría una vez más bajo la sombra de las cryptomerias. Desde el cerezo saldría una pálida lluvia rosa. ¿No tenía lugares a donde ir? ¿No era yo alguien que alguna vez había sido un conocedor?

Pero sin el fantasma pronto recordé mi desesperanza en este extraño lugar y me arrepentí de mi crueldad. Me encontraba perdido entre las tumbas. Chocando contra ellas, me encontré rodeado de fantasmas vestidos con armaduras rojas, sus piernas vendadas como gusanos momificados, sus rostros manchas fluorescentes de terror. No podían asfixiarme de verdad, pero sus manos me congelaban; mis huesos ardían de dolor. Sobre mí yacía una inmensa rueda negra; mi muerte, sin duda. Bien, bien: ¡sería más pronto! De alguna forma llegué hasta la orilla del cementerio y salté hacia la oscuridad. Caí y caí. Cuando llegué al suelo, ya casi no había dolor, y eso me hizo preguntarme si había muerto.

Sobre mí flotaba una figura pálida y familiar. El fantasma había flotado hasta mí. Era muy bueno para eso.

—¿Qué debía preguntarle al pasto? —me preguntó.
—Pregúntale quién de nosotros está muerto.
—¿Muerto? ¿Eso se escribe con x o con z?
—Con z.
—Dame un momento. Iré a averiguar. De hecho, yo me preguntaba lo mismo.

Se alejó volando lentamente, pero cuando regresó su vuelo era alto y erguido como los clavos en la puerta de un santuario. Me reportó: el pasto, dijo, olvida que estás muerto y podrás seguir adelante. Ambos deberíamos hacerlo.

—Bien…
—¿Pero la última vez no dijiste que se escribía con x?

Exigí una explicación. El fantasma suspiró: ¿Acaso no recuerdas cuántas veces has estado aquí?