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Viajes

La guía Vice de Belfast

A pesar del proceso de paz en irlanda del norte, las heridas tras 30 años de conflicto siguen abiertas.

DIOS SALVE A BELFAST

Él es lo único en lo que todos aquí se ponen de acuerdo

POR MICHAEL MOYNIHAN

FOTOS DE STUART GRIFFITHS

Una verbena organizada por una gente de la comunidad lealista increíblemente amistosa y que nos trataron muy bien.

Hubo una época en la que el conflicto en Irlanda del Norte impregnaba la cultura popular, con el enfrentamiento entre católicos y protestantes y su historia, simple en apariencia, sobre la diatriba entre unirse a la República de Irlanda o permanecer bajo el ala protectora de Gran Bretaña. Dándoles infierno a los ingleses, el IRA campaba a sus anchas; una fuerza no regular que antes de la aparición de Al Qaeda era el término más corto para definir el terrorismo.

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   Los Problemas, como los llamaban los Cranberries, estaban en todas partes.

   Sin embargo, en 1998, tras una furiosa guerra de baja intensidad que a lo largo de 30 años se había cobrado más de 3.700 vidas, ambos bandos declararon el cese de las hostilidades. No sin dificultades, representantes políticos de grupos paramilitares y partidos políticos convencionales elaboraron el Acuerdo de Viernes Santo, en el que se perfilaba el cese de la violencia sectaria, el decomiso de las armas y la liberación de presos con filiación con el IRA o con su homólogo unionista, la Fuerza de Voluntarios del Ulster (UVF). No habría cesión de tierras ni se harían concesiones significativas a aquellos que reclamaban una Irlanda unida, sino un tenue y largamente atrasado “proceso de paz”. Aquello señaló, como un periodista irlandés me dijo en una ocasión, la rendición a todos los efectos del IRA.

   Pero en las comunidades unionistas del este de Belfast y en los enclaves nacionalistas del oeste, zonas de clase obrera donde el sectarismo militante es uno de los pocos derechos de nacimiento, no hay mucha sensación de paz y sí abundantes comentarios sobre “esos políticos bebedores de té que nos han vendido”. Y el 12 de julio de cada año, cuando los unionistas de la Orden de Orange celebran la victoria del protestante Guillermo de Orange sobre el católico Jaime II de Inglaterra marchando a través de Belfast, a uno se le puede perdonar por pensar que los Problemas, en realidad, nunca terminaron.

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   En los albores del desfile de este año, el duodécimo, la tensión era más alta que en cualquier otro período de la historia reciente: sólo habían transcurrido unos meses desde que un agente de policía católico de 25 años fuera asesinado por disidentes republicanos (para disuadir a otros de que se unieran al cuerpo), y apenas unas semanas después de que unos altercados entre nacionalistas y unionistas en el este de Belfast culminaran en disturbios, con varias personas tiroteadas, entre ellas un cámara de televisión. ¿Qué mejor momento para explorar Belfast y macerarse en su divisivo odio?

   A mi llegada, días antes de las festividades, pregunté a un puñado de jóvenes asistentes al desfile, algunos de ellos de lugares tan lejanos como Toronto, acerca del significado de las celebraciones del 12 de julio. Varios de ellos respondieron tópicos sobre la brillantez del “Rey Billy” y la necesidad de afirmar la primacía de la cultura unionista; las particularidades históricas del desfile les parecían a sus participantes casi irrelevantes. No obstante, resultaba extraño oír a unos adolescentes bebidos emplear la fangosa retórica policial en vez de simples eslóganes sectarios. Sostenían que la marcha era una celebración de una “cultura”, una que estaba atada de pies y manos por políticos intolerantes y por unas fuerzas policiales innecesariamente agresivas. Era el familiar lenguaje de la multiculturalidad, pero adaptado a un conflicto religioso esquizofrénico.

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El signo “Bobby Sands 8 Fuck All” es una referencia al icono republicano Bobby Sands, un miembro del IRA que murió en una huelga de hambre. Los lealistas le odian. A quien ellos aman es a la Reina.

Otros, sin embargo, eran articulados, apasionados, listos, aunque no menos estridentes en sus puntos de vista. Cuando pregunté a un grupo de adolescentes lealistas locales si tenían pensado ir a la universidad –y, a primera vista, parecían candidatos perfectos-, todos estuvieron de acuerdo en que, si tuvieran que escoger entre cursar estudios superiores o quedarse a “defender la comunidad”, ellos sin dudarlo un instante, se decidirían por esto último. Que las oportunidades económicas en las zonas de clase obrera de Belfast son escasas, es algo fuera de discusión; prácticamente todos los jóvenes con los que hablé estaban desempleados, y unos pocos afortunados trabajaban de teleoperadores. Y, aun así, estos chicos políticamente comprometidos y sin trabajo renunciarían a tener una mejor educación si recibieran la alta llamada a defender a su tribu.

   No es inhabitual ver la bandera tricolor inglesa en zonas incondicionalmente republicanas cercanas a Falls Road, en Belfast oeste. Pero, encajonado entre áreas católicas, rodeado por todas partes de bandos hostiles, di a encontrar un pequeño reducto de lealismo, engalanado de forma un tanto extraña tanto con Union Jacks como con los colores de la república irlandesa. Grupos de chavales iban de un lado a otro preparando la hoguera del 11 de julio: un ritual previo al desfile del día 12 en el que los protestantes hacen una pirámide de palés de madera, neumáticos y cualquier otro objeto inflamable, a la que después añaden, a modo de ornamentos, banderas y pósters de campaña de sus enemigos católicos. Arde, Edicto de Worms, arde.

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   Tras preguntarme si le ayudaría a construir su temporal monumento al odio a los católicos, un querubín de once años, nacido un año después del Acuerdo de Viernes Santo, me hizo un resumen de la historia de las hogueras (“algo que ver con el rey”) y me pidió mi opinión sobre el papa. La orientación de sus preguntas no tenía como objetivo precipitar una conversación sobre las relaciones de Pío XII con el Tercer Reich, sino más bien darle una oportunidad de expresar su opinión prepúber sobre el que, para la Iglesia católica, es el emisario de Dios: “El papa es un puto gilipollas”.

   Si las noches de hogueras y las marchas de la Orden de Orange son manifestaciones de resentimiento protestante, sus equivalentes católicos pueden encontrarse en Ardoyne, un área rabiosamente nacionalista al norte de Belfast que se extiende a un lado de la línea divisoria sectaria y que la gente del lugar llama, con cierta sequedad, “zona de interrelación”. En 2010, cuando la Orden de Orange pasó enfrente de Ardoyne de camino a unos terrenos colindantes, la gente joven respondió con una lluvia de cócteles Molotov, piedras y ladrillos. La policía esperaba que algo así se repitiera este año. La predicción no iba desencaminada.

   A medida que los desfilantes se aproximaban, un cordón de policías fuertemente armados acorraló a sus antagonistas (y a aquellos que preferíamos estar con los que lanzaban botellas incendiarias antes que con los que las recibían), previniendo que una contramarcha organizada a toda prisa se enfrentara con los orangistas. Detrás de las líneas policiales, lejos de la atención de los medios, entre las filas protestantes tenía lugar una curiosa escena: una incongruente combinación de tipos con pasamontañas listos para la batalla y hombres de mediana edad invocaban el movimiento americano por los derechos civiles. Se cantó el “We Shall Overcome” [el “No nos moverán” -ndt] de rigor y un organizador citó a Martin Luther King a través de un megáfono, mientras un chico de ojos desorbitados utilizaba su máscara para ocultar la bolsa con cola de la que estaba esnifando.

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   En un momento que recordó más a los disturbios en el South Boston católico irlandés que a la desobediencia civil en el puente de Edmund Pettus, los republicanos veteranos cedieron el terreno a los jóvenes y exaltados. Volaron piedras y adoquines, estallaron cócteles Molotov y la policía disparó pelotas de goma y cañones de agua a presión.

El desfile del Orange Day atrae toda clase de uniformes diferentes. Algunos parecen los Village People a los que les molaba el fisting.

   En Ardoyne, todo el vecindario entona el mismo estribillo: que los causantes de las trifulcas vienen de fuera y que los residentes no tienen control sobre lo que los intrusos adolescentes arrojan a la policía, pero no tardé en tener claro que había unos cuantos disidentes republicanos –intimidantes hombretones con desvaídos tatuajes carcelarios y dentaduras destrozadas, todos ellos muy al tanto de la pesencia de periodistas– que tenían poder para cerrar el grifo de la violencia en el momento que quisieran. Mientras yo charlaba con un vecino que, según me habían informado, tenía estrechos lazos con un grupo terrorista disidente, varios chavales arrancaron bloques de cemento de una casa en construcción, los hicieron añicos contra el suelo y distribuyeron la munición resultante entre sus amigos. La policía mantuvo el cordón, varias personas recibieron impactos de pelotas de goma e Irlanda del Norte siguió bajo dominio del Reino Unido.

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   Tras unos cuantos días entrando y saliendo de campos enemigos, conversando con asesinos experimentados y gente que parecía estar interesada en matar periodistas metomentodos, llegué a la conclusión de que sólo hay dos verdades ecuménicas en Belfast: los chándales Adidas son la vestimenta predilecta de los hombres de ambos bandos, y que si preguntas a cualquier chico católico o protestante cuándo fue la última vez que asistió a un servicio religioso –o si le pides que explique con más detalle la brecha teológica que separa a los dos bandos–, debes estar preparado para una no-respuesta apenas mascullada. En cualquier otro aspecto, nadie se pone de acuerdo.

   En Belfast, o permites que varias facciones te mareen a cambio de obtener acceso o te vuelves a casa sin nada, y no hay persona, sin importar su afiliación confesional, que no te bombardee con su limitada versión de “la verdad”. Esto, por supuesto, no es nada nuevo. Lo que descubrí es que tanto católicos como protestantes parecen operar exactamente según el mismo guión: somos ciudadanos de segunda clase cada vez más machacados por los políticos, el sector privado, el menguante estado del bienestar y nuestros amos en Londres. Todos denuncian las tácticas terroristas de sus enemigos a la vez que esgrimen retorcidas justificaciones del terrorismo que perpetúan sus amigos. Cuando se apagan las cámaras y grabadoras, desaparece el pasamontañas y las disquisiciones sobre “culturas” y derechos pisoteados dejan paso a acusaciones nada ambiguas contra los jodidos taigs (los católicos) y los jodidos hunos (los protestantes).

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   Aún más discordantes son las llamadas a “MATAR A TODOS LOS TAIGS” que embadurnaban las paredes en zonas lealistas y aparecían pintadas con espray en los palés de las hogueras. Cuando le pregunté a un representante de la comunidad si ese eslogan no era un poco excesivo (“Seguramente no a todos”), me aseguró que aunque no era inminente ningún holocausto católico, había que interpretar esas llamadas al asesinato dentro del contexto del conflicto.

   Un tour por los graffiti de Belfast oeste demuestra que los doce años de paz inestable tampoco han moderado el entusiasmo de los nacionalistas por “MATAR A TODOS LOS HUNOS”. Le pregunté a un joven católico que, probablemente, la última vez que vio el interior de una iglesia fue cuando entró en su parroquia local a llevarse el vino de comunión, qué pensaba que debería hacerse con respecto a sus vecinos protestantes, muchos de los cuales, decía él, amenazaban a los chicos del tramo católico de la calle. El joven gruñó que se les debería meter a todos a fosas comunes o, quizá, simplemente enviarlos de vuelta en un ferry a Inglaterra o Escocia. Con un gruñido, aclaró que su imaginario comando de genocidas en chándal podría permitir a las mujeres que se quedaran. Una concesión que difícilmente contentaría a las jóvenes damas protestantes del este de Belfast.

Muchos viajan desde Glasgow para celebrar los desfiles.

Con todo, hay motivos para albergar esperanzas. Con una sorprendentemente alta tasa de suicidios adolescentes (un joven católico contó que cinco personas a las que conocía se quitaron la vida el año pasado), el desempleo crónico, y el siempre presente atractivo de las milicias paramilitares en Belfast, algunos veteranos de los Problemas ofrecen a los jóvenes desamparados las historias de sus vidas como ejemplo a no seguir. Mis dos fixers –un protestante y un católico, porque en esta ciudad todo requiere negociación previa– cumplieron largas condenas en la dura prisión de Long Kesh acusados ambos de terrorismo, y ambos me dieron puntos de vista matizados y meditados sobre la historia reciente de Irlanda del Norte. Y, aunque en lo político estén de acuerdo en pocas cosas, trabajan juntos –a menudo para consternación de sus antiguos camaradas– para intentar sacar a los chavales del doble error de que el conflicto armado tiene glamour y es parte de una solución viable.

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   Para aquellas personas divorciadas de la realidad de una guerra sucia, una en la que católicos y protestantes asesinaron a correligionarios suyos con idéntica frecuencia y ferocidad, los Problemas no eran más que un juego moral poco complicado: ocupados contra ocupantes, movimiento de liberación contra agresor imperialista. Aquellos que sobrevivieron a los días más oscuros de los Problemas y lamentan su participación en lo que muchos ven ahora como una guerra civil sin sentido, hablan de su pasado sin romanticismo.

   Le pregunté a un antiguo presidiario a cuántos miembros de su grupo paramilitar republicano habían convencido los servicios de inteligencia británicos de que traicionaran a los suyos –algo en lo que tuvieron un destacable éxito. Respondió que no podía darme una cifra exacta, “¿pero entre los líderes del grupo? Unos cinco”.

   “¿Cómo los descubristeis”?

   “Uno empieza a atar cabos. Nunca confesaron, pero…”

   Ya sabía la respuesta, pero aun así hice la pregunta: “¿Qué pasó con ellos? ¿Consiguió alguno huir y pasar al anonimato?”

   Hizo una pausa, respiró profundamente y dijo, “Nos ocupamos de todos”.

   También tuve una desarmante conversación casual con un antiguo militante de la Fuerza de Voluntarios del Ulster quien, a la temprana edad de 17 años, le metió tres balas en la cabeza a un católico basándose en unos informes que resultaron erróneos.

   ¿Se arrepentía de lo que hizo?

   “Del todo”.

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   ¿Le pide perdón a la familia de su víctima?

   “Por supuesto”.

   Las complejidades políticas y morales de esta guerra se pierden a menudo, reducidas a eslóganes. Para los irlandeses en Norteamérica, el IRA son buenos chicos y la sopa de letras de los grupos paramilitares lealistas son los malos. En Inglaterra, donde se sufrieron campañas de atentados con bombas, todos ellos son los malos, pero los que volaron por los aires Canary Wharf son sin duda los peores.

   Y mientras que la gran mayoría de personas en Irlanda del Norte, como demuestran las encuestas sobre intención de voto, no simpatiza ni quiere tener nada que ver con disidentes y radicales de uno u otro campo, en Belfast se admite con reluctancia que la guerra puede haber terminado, pero el conflicto está lejos de desaparecer.

¿No parece eso la picha de Dios rociándolos y diciendo, “¡Paz, por favor!”

ENTREVISTA CON EL EX-PARACA QUE HA HECHO ESTAS FOTOS

ENTREVISTA DE ANDY CAPPER

VICE: ¿Y tú qué historia tienes con Belfast?

Stuart Griffiths:Estuve destinado aquí. Vine a los 17 años, cuando servía como soldado en el 3º de Paracaidistas. Al principio me dejaban en la cantina, era demasiado joven para salir a las calles. Cuando cumplí 18 me asignaron a la Compañía B, 3 PARA.

¿Qué hizo que te unieras a los paracas?

Entonces se emitía programa de televisión llamado The Paras, y en el colego parecía que unirse a los marines o a los paracas era algo grande, muy de machote. Parecía que molaba.

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¿Cómo era la Belfast de los Problemas para un soldado adolescente?

Nos levantábamos a las 6 y nos pasábamos el día patrullando. Cuatro horas, dos fuera, a comer y de vuelta. La gente nos gritaba “¡Jodido Brit, cacho mierda, basura, hijoputa!”

¿Y tú qué respondías?

Nada. Me lo tragaba. Muy al principio, una chica me dijo algo muy desagradable, pero en realidad no me importaba.

¿Cuál fue el peor abuso al que estuvisteis sometidos?

Que nos dispararan. Aunque lo peor de los peor es que nos arrojaran mierda. Nos vaciaban orinales desde las ventanas. Tardabas mucho tiempo en quitarte el olor de encima. Pero no era a ti a quien odiaban, era a tu uniforme. Por eso logré salir, creo.

¿Cómo fue volver a Belfast?

Catártico, una liberación emocional. Me enfrenté a los fantasmas y demonios de mi pasado y los exorcicé. Fue bueno, a nivel terapéutico. Una experiencia muy emotiva.

¿Cómo te sentiste cuando estábamos en Ardoyne y empezaron los tumultos?

Bueno, ya he estado en tumultos antes, pero no me esperaba eso. Pensé, “¿Y si me cae un ladrillo o una piedra en la cabeza, ahora que no llevo casco?” Pero cuando estás tratando  de sacar buenas fotos, es la fotografía lo que más te importa. Y creo que esto ha hecho que me diera cuenta de lo importancia que la fotografía ha cobrado en mi vida. Como dijo Patrick Zachmann, “Fotografías tu propia historia. Todo lo demás es turismo”. Es algo que tengo muy en cuenta. Pero, vale, cuando empezaron a arrojar cosas pensé, “Estos tíos saben cómo montarla”.

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Algo así pensé yo: “Mira que son buenos en esto”.

Lo llevan en la sangre. Es fácil ver por qué están frustrados y furiosos. No hay trabajo, la situación económica es mala, y el proceso de paz está ahí pero pasará mucho tiempo antes de que se vean resultados. Vi a un chaval de unos 12 años cargando una botella verde enorme y otro chico le decía, “¡Adelante, tírala!” Y el pequeño escupía en el suelo intentando parecer duro, pero no se animaba a hacerlo. Y yo lo sentí por él. Cuando estás en una situación así, se espera que hagas lo mismo que el resto de la multitud, o de lo contrario se vuelven contra ti. No pude evitar pensar, “Bueno, la situación aquí sigue siendo un cable de alta tensión”.

“¿Se ha llevado Darren el coche?” “Sí, querida. Dijo que iba a llevar al cine a su nueva novia”.

Chicos mucho más jóvenes y pequeños que aquel hacían exactamente lo mismo.

Algunos queríamos esta foto como portada, pero habría parecido como si hubiéramos cogido dos adolescentes de Facebook y pegado con Photoshop en la portada de un disco de Pantera.

Nos hicieron unos cócteles fantásticos en la verbena. No te los podías beber, pero sí arrojar.

De aquí a seis meses, alguna revista de moda gay habrá copiado esta foto. Fijo.