La enfermedad que está matando a los empleados de un ingenio nicaragüense

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El número de las fronteras

La enfermedad que está matando a los empleados de un ingenio nicaragüense

Detrás de la industria de ron Flor de Caña se encuentra la historia de las decenas de trabajadores que han enfermedado gravemente en sus cultivos.

Todas las fotos fueron tomadas por Carlos Herrera.

Este artículo hace parte de la revista impresa de VICE de agosto.

No son ni las 9:00 a.m. de un sábado de junio de 2016 y Chichigalpa —dos horas y media al noroeste de Managua, Nicaragua— amanece con un paso fúnebre que se dirige al cementerio Nuestra Señora De Guadalupe. Antes de llegar a su destino, el féretro recorre todo el pueblo con lentitud, y a medida que avanza en el camino, no son pocos los que se van sumando al cortejo sin saber siquiera el nombre de la difunta. Sólo saben que ha muerto de lo único que mueren las personas en Chichigalpa y eso es motivo suficiente para unirse al paso. Las personas que acompañan el carro fúnebre llevan caras serias y compungidas, pero ninguna de ellas derrama una sola lágrima. Aquí, en Chichigalpa, la muerte se ha vuelto tan común que el llanto se guarda en vida para los enfermos.

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Hoy le ha tocado a una mujer mayor y son sus hijos quienes escoltan el féretro hasta el camposanto, pero es mucho más habitual que sea la madre o la esposa quien guíe el cortejo. La familia no pudo enterrar a su difunta en el cementerio municipal junto a otros familiares porque está saturado desde principios de 2003, cuando las muertes llegaron a ser hasta cinco diarias. La alcaldía se vio obligada a inaugurar uno nuevo, aunque de seguir el elevado número de decesos en la zona, no tardará en llenarse.

Pablo González, trabajador del cementerio municipal desde hace tres años y medio explica que en el primero hay más de 5.000 personas enterradas y es muy común que haya dos o tres cuerpos sepultados en el mismo lugar. "La mayoría de los muertos aquí son por creatinina y por problemas cardíacos. Es terrible. La mayor parte de la gente de aquí está contaminada", dice. Y sabe que corre con suerte porque no trabaja en el ingenio de San Fernando donde, se sospecha, el problema tiene su origen.

En Chichigalpa las personas se mueren de insuficiencia renal crónica (IRC), una enfermedad que provoca la pérdida progresiva de las funciones renales. El riñón deja de fungir como un filtro para el cuerpo y ya no es capaz de eliminar el exceso de líquidos ni los residuos de la sangre. La IRC está relacionada con la diabetes, la obesidad y la hipertensión, pero aquí no hay nada de eso: la enfermedad surge por causas no tradicionales, asociadas al trabajo pesado bajo temperaturas extenuantes, algo muy común en las prácticas laborales de los ingenios azucareros.

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Debilidad, notable pérdida de peso, insomnio, vómitos, mareos, hinchazón, diarrea y ojos amarillo ceniza son la antesala del punto de no retorno. Así se anuncia la muerte en este municipio nicaragüense que ha visto diezmada su población masculina durante los últimos 18 años. Los exámenes de creatinina dejan entrever qué tan bien funcionan los riñones y, para conocer el estado de estos, se realizan pruebas de sangre. Aunque el resultado normal de un paciente sano es de 0,7 a 1,3 mg/dL para los hombres y de 0,6 a 1,1 mg/dL para las mujeres, en el municipio hay personas que han alcanzado más de 54 puntos en sus exámenes. Entonces sólo queda esperar la muerte. Además de ser una enfermedad progresiva que consume al paciente por dentro y poco a poco, sin esperanza de cura, la agonía final es lenta y extremadamente dolorosa.

Desde que inició la epidemia de IRC en Chichigalpa, es muy fácil encontrarse con un cortejo fúnebre cada mañana.

No hay una explicación formal, científica, verídica y unánime que asevere las causas de la enfermedad. Todo son especulaciones. Aún no se puede acusar de manera categórica a la compañía propietaria del ingenio San Antonio, Nicaragua Sugar Estates Limited (NSEL, por sus siglas en inglés), subsidiaria a su vez del conglomerado comercial más grande de Nicaragua, Grupo Pellas. Lo cierto es que después de haberse hecho exámenes, gran parte de los trabajadores ha dado niveles de creatinina muy elevados frente a los resultados que debería tener una persona sana.

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Las cifras son alarmantes: entre 2002 y 2012, alrededor del 75 % de las muertes en Chichigalpa de varones entre los 35 y 55 años fue por causa de la IRC, según datos recogidos por la ONG La Isla Foundation. Jason, director de la organización, ha catalogado repetidas veces el escenario como alarmante, no sólo en Nicaragua sino en toda Centroamérica. "El ébola ha matado alrededor de 14.000 personas desde 1976, pero el IRC ha matado por lo menos a 20.000 personas en Centroamérica durante los últimos diez años. La enfermedad merece apoyo sustancial e inmediato", como se lee en la página web de la fundación. Hasta la fecha, números extraoficiales hablan de que la cantidad de enfermos asciende a 9.000.

Por el momento, más allá de sus comunicados oficiales, NSEL guarda silencio. Mientras sus extrabajadores mueren sin una explicación científica oficial, pareciera que los directivos miran hacia otro lado y se esfuerzan por repetir en su página web, redes sociales o publirreportajes, que el compromiso social es primordial dentro de la compañía. Desafortunadamente, la zona de Chichigalpa no ofrece más oportunidades laborales que trabajar la caña.

Aunada a la pobreza local, esta situación orilla a los lugareños más jóvenes a buscar un destino fatal que se antoja ya escrito. Y si bien la compañía ha respondido a las presiones al regular los índices de creatinina permitidos para trabajar en la zafra, los trabajadores han desarrollado diversas estrategias —poco científicas aunque eficaces, según ellos, como tomar naranja en ayunas o beber alcohol un día antes— para no salir "pegado" en el estudio y así poder cobrar las casi 3.000 córdobas semanales (alrededor de 300.000 pesos colombianos) que recibe un cortador de caña en el Ingenio San Antonio.

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Ramón Luis y Carlos Saavedra son dos de los enfermos de IRC que se acercaron con sus bicicletas hasta el cortejo fúnebre para mostrar solidaridad ante el mal que está desolando la región. Ramón fue de los primeros en descubrir que estaba enfermo. Nacido en los mismos ingenios, tiene a sus espaldas 36 años trabajados en la caña de azúcar. Es un experto en la zafra porque ha pasado toda su vida en las colonias, trabajando el campo entre 12 y 14 horas desde las tres de la mañana. Todo por un salario que nunca ha superado los 800 córdobas a la quincena (81.000 pesos). "He hecho corte de caña, siembra, fumigación con bomba. Hay diferentes actividades y yo las he hecho todas. No sabemos si esta enfermedad es por los pesticidas o por las aguas que tomábamos. Esas tuberías de los ingenios tenían más de 100 años y se mezclaban con las aguas negras".

Saavedra, en cambio, no pisó los ingenios, pero sí trabajó en la soldadura industrial de la compañía licorera Flor de Caña, adquirida por NSEL en 1950. "Cuando surgió la enfermedad podían morir hasta cinco diarios. Quizás bajaba a tres, pero todos agonizaban sin saber por qué ni de qué se morían. La empresa, entonces, sacó a la gente de las colonias de los cañales. Ellos ya sabían qué pasaba y prefirieron sacarlos a todos", sentencia.

Ramón y Carlos contaron con un poco más de suerte. Si bien también salieron "pegados", gozan de una pequeña pensión monetaria.

Gracias a la enorme cantidad de años trabajados y a que fueron de los primeros detectados con IRC, tanto Carlos como Ramón sí gozan de una pequeña pensión pagada por la empresa. Esta los ayuda a salir adelante, pero no les permite sobrellevar de manera digna una enfermedad que requiere una medicación específica o a seguir un estricto régimen alimenticio. "Nos dicen 'vuélvanse vegetarianos', y para una persona pobre eso es imposible", se queja Ramón. Ante la falta de respuesta por parte de la empresa y del gobierno, los enfermos y las viudas del Ingenio San Antonio decidieron juntarse para hacer más fuerte su reclamo.

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En 1998 sólo había 16 personas en la unión, pero dos años después, cuando la cifra ascendió a 1.300, la empresa se vio obligada a ayudar a 1.311 personas con un bono mensual de 650 córdobas (66.000 pesos). Desafortunadamente, el número de enfermos de IRC fue en aumento y muchos de los nuevos diagnosticados se quedaron sin esa ayuda, por lo que en 2003 surgió la Asociación Chichigalpa por la Vida (Asochivida) con 350 miembros. "Hoy ya somos 2.500 personas, entre extrabajadores de caña de azúcar, enfermos y viudas", relata Ezequiel Ramírez, presidente de la asociación. Ramírez salió "pegado" en 2002, después de 28 años de servicio a la compañía. Para no embrollarse con conteos "oficiales", la misma asociación lleva un registro del número de personas fallecidas entre sus miembros: 1.196 sólo entre 2009 y 2013. La cifra va en aumento.

En 2003 —al igual que ahora— se desconocían las causas de la enfermedad pero había un denominador común: los afectados habían trabajado o trabajaban en el Ingenio San Antonio, por lo que Asochivida decidió presentar un reclamo judicial contra la compañía NSEL alegando daños a la salud de los trabajadores y exigiendo una compensación económica. El sistema judicial nicaragüense desestimó la demanda.

"En 2008 se hizo una reclamación al Banco Mundial con ayuda de una abogada del Centro para el Derecho Ambiental Internacional (CIEL). Ella la presentó a la oficina de Cumplimiento, Asesoría y Ombudsman (CAO) porque el Banco Mundial había aprobado un préstamo de 55 millones de dólares a la empresa. CAO vino como mediador y a través de ellos se iniciaron los primeros diálogos con la empresa. Así se consiguieron 100 viviendas para personas que no tenían. También se pactaron provisiones mensuales para los enfermos o sus viudas", explica Ramírez. Esta provisión mensual tiene un valor estimado de alrededor de 700 dólares y consiste en un saco blanco que alberga 11 libras de fríjol, diez de arroz, 13 de maíz, 20 de azúcar, dos litros de aceite, cinco barras de jabón y dos libras de sal.

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Son hombres que entraron a trabajar a los ingenios aun a sabiendas de que tomar esa decisión era casi firmar su sentencia de muerte.

Durante esos acuerdos también se estableció que la Universidad de Boston realizaría un estudio independiente para determinar las causas de la enfermedad en la zona. Los resultados podrían esclarecer si existe algún tipo de relación entre el Ingenio San Antonio y las causas de la IRC. Los primeros resultados vieron la luz en 2009 y fueron un fuerte golpe para los enfermos. La investigación concluyó que las causas seguían siendo desconocidas y que ninguna de las prácticas laborales o químicos utilizados por la compañía eran causas generalmente aceptadas de IRC. A pesar de ello, el informe tampoco fue concluyente: los resultados no descartaban que uno o más de los agentes analizados pudieran ser la causa verdadera. Seis años después, la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Boston hizo público el estudio Changes in kidney function among Nicaraguan sugarcane workers. A través del seguimiento de 284 cañeros con distintas tareas dentro del ingenio, la investigación concluyó que existe evidencia de que uno o más factores de riesgo de enfermedad renal crónica son ocupacionales.

La investigación sigue abierta y no hay señales de que pueda concluir a corto plazo. Desde Asochivida piden calma y paciencia a los enfermos y viudas ya que —según señalan—, los estudios son caros y por eso el proceso está tardando tanto.

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El acuerdo al que se llegó no resultó satisfactorio para todos los enfermos. Entonces surgió una escisión en Asochivida: Nueva Esperanza. Según Ramírez, los disidentes querían una indemnización de manera inmediata y Asochivida optó por el diálogo y la consecución paso a paso de pequeños logros mientras el estudio universitario se resuelve.

Mientras tanto, la página web de Ser San Antonio se jacta de los planes de desarrollo para los enfermos de IRC, que giran en torno a alimentación, salud, vivienda y proyectos de autosostenibilidad económica. Hasta la fecha, el número de viviendas repartidas ha sido de 100. Es decir, más de 1.900 afectados están sin casa y todavía se desconoce cuáles fueron los factores que influyeron en el reparto. La web también presume que sólo en ayuda alimentaria, la empresa ha destinado casi tres millones de dólares para beneficiar a más de 2.000 familias, y ha establecido un fondo de 165.000 dólares de microcrédito, otorgable en condiciones favorables únicamente a los miembros de Asochivida.

Cifras ridículas frente a los 1.500 millones de dólares que según Bloomberg factura Grupo Pellas al año. El equivalente al 13 % del producto interno bruto de Nicaragua. Curiosamente, el accionista mayoritario del grupo, Carlos Pellas, posee una fortuna estimada por Bloomberg en 1.100 millones de dólares.

Ni Ser San Antonio ni su propietaria, NSEL, respondieron a los intentos de contacto. Sin embargo, en el blog oficial de NSEL, el secretario general del Sindicato de Trabajadores Democráticos de la compañía demostró en marzo de 2015 su hartazgo por las constantes acusaciones que "determinadas publicaciones" les imputan:

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Estamos cansados de este tipo de atropellos y más bien los invito a que continuemos buscando de una manera constructiva las causales del porqué se enferman las personas de insuficiencia renal crónica que es un mal a nivel internacional, que busquemos apoyo de las grandes organizaciones de salud para que nos ayuden a atender a los actuales enfermos y en vez de publicar informaciones como las que ustedes hicieron más bien que instemos a otras empresas del mundo a que sigan lo que nosotros hemos hecho en medidas preventivas para crear un mejor ambiente de trabajo en todas las empresas a nivel mundial.

Con atentos saludos.
Marvin Antonio Guzmán Vargas Secretario General
Sindicato de Trabajadores Democráticos

Cada mes, Asochivida distribuye entre sus enfermos y viudas una provisión compuesta de azúcar, arroz, fríjol, aceite, sal y jabón.

En esa misma declaración, el sindicato acusa a La Isla Foundation alegando que la ONG está en una oficina y no ve las realidades actuales del ingenio. Cabe señalar que esta misma organización humanitaria internacional posee una estructura afiliada en Nicaragua, la Fundación Comunitaria Isla (FCI), ubicada en la misma Chichigalpa.

Otra entrada —fechada en febrero de 2015— señala que durante los 35 años de "existencia y liderazgo sindical" el Ingenio San Antonio ha demostrado ser una empresa basada en el respeto de los derechos laborales, ambientales y de apoyo a la comunidad. Por ello, "dan fe de que la empresa realiza sus procesos productivos en las áreas de campo y fabricación bajo las estrictas normas de seguridad y salud ambiental, salud laboral y demás leyes que regulan este tipo de industrias". Declaraciones muy alejadas del desagradable reflejo que arrojan lugares como La Candelaria o La Isla, donde los escasos hombres que siguen vivos tienen la mirada cenicienta, y la piel se cuela entre sus huesos. Hombres que entraron a trabajar a los ingenios aún a sabiendas de que tomar aquella decisión era casi firmar su sentencia de muerte. Hombres con los días contados, pero cuya necesidad por comer y traer algo de dinero a casa tuvo más peso que sus propios días.

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Todos los domingos a las dos de la tarde, los integrantes de la asociación Nueva Esperanza se reúnen en el parque de Chichigalpa, frente al cementerio municipal, para definir los pasos a seguir en su lucha. Marvin Antonio Juara es uno de ellos. Con sólo 24 años le detectaron la enfermedad y tuvo que dejar su trabajo en la fábrica como pintor de estanque. La afección lo ha ido consumiendo y, ahora con 57 años, lo único que puede y podrá hacer por el resto de sus días es dar pequeños paseos por La Candelaria, un asentamiento pegado a los ingenios donde vive gran parte de la comunidad cañera. Un espacio donde no hay calles pavimentadas y la constante lluvia convierte los caminos en un lodazal impenetrable para los pocos autos que circulan por ahí. El lodo y un paisaje de pequeñas casas autoconstruidas con materiales baratos y genéricos arrojan la imagen perfecta de un país empobrecido y polarizado que no logra hacerle frente a una enfermedad depredadora.

A pesar de que Marvin lleva 33 años enfermo, este sigue sin percibir alguna ayuda o bono. Ni siquiera un costal con comida. Desde hace ocho años su enfermedad ha ido empeorando con calenturas diarias, anemia e hinchazón. Tiene la creatinina a 3,3 y en la clínica sólo le ofrecen pastillas de calcio, hierro y vitaminas junto con una inyección semanal para aumentar el número de plaquetas en la sangre y disminuir así el riesgo de hemorragia. "No nos dan nada porque estamos reclamando una indemnización justa. Aquí la gente se está muriendo. Se hacen de oídos sordos con nosotros. Por eso estamos peleando: para ver si nos indemnizan, pero no hay nada resuelto", se lamenta Marvin.

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Su notable debilidad no le impide ayudar en todo lo que puede a Pablo José Nájera Martínez, Tololo, uno de los dirigentes de la asociación Nueva Esperanza. Excañero y enfermo de IRC al igual que sus compañeros, fue diagnosticado hace ya nueve años. Su creatinina está alta pero estable y en casa sus hijos y esposa le ayudan en todo para que él se dedique a defender los derechos de la comunidad afectada.

Pablo José cuenta que a pesar de que ahora se busca un diálogo tripartito entre la empresa, la asociación y el gobierno, Nueva Esperanza fue fundada bajo consignas resistentes y subversivas. Con la intención de presionar a la compañía, los enfermos y sus familias llevaban a cabo bloqueos y marchas frente a las puertas del Ingenio San Antonio. Sin embargo, en enero de 2014 la policía puso fin a una de estas protestas echando mano de las balas. Uno de los excortadores de caña, Juan de Dios Cortés, resultó muerto en la contienda, y otro más, Aurelio Cortés, quedó en estado vegetal a causa de un disparo de bala que no pudieron extraer de su cuerpo. "La verdad de las cosas es que estamos desesperados. Muchos compañeros se han muerto con el ánimo de ver alguna respuesta positiva que alimente sus ideas y sueños", sentencia el líder.

Ese mismo año se llevaron a cabo una serie de arrestos antimotines que buscaban diezmar los ánimos confrontativos de los afectados. Para lograr una represión contundente, los presos eran trasladados a El Chipote, la cárcel de máxima seguridad de Managua, donde eran torturados, aislados y privados de sus medicamentos.

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Tras los encarcelamientos de algunas cabezas de Nueva Esperanza, decidieron nombrar una nueva comisión de cinco dirigentes que no hubiesen caído presos, para evitar coerciones o dilemas morales. "Estos muchachos de la nueva comisión aceptan que los ande guiando y apoyando. Y es por eso que yo participo en las reuniones con ellos y ahí vamos. La nueva comisión está formada por muchachos enfermos, nace de los mismos enfermos. Aquí no es Asochivida", cuenta Pablo José, quien también aprovecha para quejarse de las posiciones de algunas viudas. "Hubo viudas que con 20 córdobas (2.000 pesos) se iban contentas, pero ¿cómo vas a permitir eso si a ellas no les costó? Si fue el hombre el que andaba macheteando la caña. Debe ser el hombre enfermo que sigue vivo el que intervenga. Ese sí puede hablar, pero la beneficiaria va a recibir de lo que nosotros los vivos negociemos. Son tontas porque, la verdad, la pelota en la cancha la debe tener el que está vivo. No queremos hacer una negociación cualquiera sólo por salir del paso. En la negociación tiene que quedar todo el mundo satisfecho. No podemos sacrificar a la gente por el capital".

En Chichigalpa muchas madres sobreviven a sus hijos y los cuidan durante su enfermedad.

Pablo José guarda silencio y mira a su esposa, sentada frente a él y en silencio durante toda la conversación. Ella responde con un suspiro nervioso mientras su madre asiente con cierto ademán aprobatorio desde la puerta, como si intentase reconfortar al hijo en su lucha. Espera y desea que, cuando él deje de estar, no les falte de nada, aunque no por ello va a ceder en una lucha donde, además del bienestar personal, se encuentra en juego el futuro de toda una comunidad.

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Tanto Carlos como Ramón, Marvin y Pablo José están preparados psicológicamente porque no les queda de otra. "Nosotros hablamos entre uno y el otro y nos ponemos a pensar cuándo pasamos consulta. Le hacemos la pregunta a la muchacha que está llevando el proceso de atención médica si no le da miedo porque todos los que estamos ahí somos víctimas, somos muertos", explica Pablo José no sin antes subir el tono de voz cuando pronuncia esa palabra: "muertos". Pareciera que si la grita con fuerzas la espanta o, al menos, la mantiene a raya. Toma aire para seguir hablando y dice que ya no hay psicosis porque todos se han familiarizado con la vida en ese extraño limbo de los días contados. "Ya sabemos que no vamos a retornar a la salud. Cada día que pasa nos vamos sintiendo más enfermos y más enfermos. El cansancio nos va agotando más y llega un momento en el que uno ya no puede ni caminar. Entonces sólo hay cama y más cama, y esperar el momento de partir, mientras escuchas los sufrimientos y los llantos de los que se quedan".

***

La muerte ha ido diezmando a Chichigalpa de tal manera que es muy fácil escuchar la frase "aquí sólo hay mujeres y niños". El ejemplo más cruel es el de La Isla de las Mujeres Viudas, un pueblo que se encuentra dentro del ingenio San Antonio y que en realidad se llama La Isla. En él, no sólo los altos niveles de pobreza han hecho mella en la comunidad sino que la epidemia de IRC ha provocado la muerte de la gran mayoría de los varones adultos.

Caminar por La Isla arroja una postal en la que sólo se incluyen mujeres, niños y alguno que otro varón joven enfermo. Viven en sencillas construcciones de tabique rojo recocido con castillos de concreto y sin ventanas. Adentro reina la oscuridad y un aire viciado. Los sanitarios son agujeros en la tierra y la intimidad se logra a través de láminas de asbesto.

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Enelda Guevara es una de esas viudas que se vieron obligadas a sacar adelante a su familia. Lleva 11 años sin su marido, pero el dolor de su pérdida no le da tregua en ningún momento. Obsesionada con la ausencia, repasa una y otra vez las decenas de imágenes de su difunto, que guarda como tesoros. Luego, muestra con orgullo un retrato, el último, tomado apenas 15 minutos antes de su muerte.

Es como si la fotografía fuera capaz de retener por siempre el último aliento de vida que le quedaba. El esposo de Enelda trabajó toda su vida en los ingenios. Durante ocho años, incluso ella misma prestó sus servicios a la compañía. Por fortuna, el último análisis que se hizo arrojó 0,7 mg/dL en creatinina y está sana, a pesar de que dice no sentirse bien porque se le inflaman los pies, tiene la presión baja y mucha grasa en la sangre. Creció en la comarca, pero llegó a La Isla luego de casarse porque su esposo tenía un terreno. Ambos lucharon por construir un hogar con el salario que obtenían trabajando en el ingenio.

Su marido insistía en que se quedara en la casa, pero Enelda siempre supo que la carga es cosa de dos y de ahí sacaba las fuerzas para trabajar, mismas que se desvanecieron el día que su esposo falleció. Entonces se quedó sola con una hija de 25, uno de 22 y un pequeño de apenas cinco. Orillado por las circunstancias, su hijo mayor se vio obligado a trabajar en la caña de azúcar, pero logró sacarlo de ahí y hoy en día es chofer y llantero. Ahora a Enelda le toca luchar por el más pequeño, que tiene ya 16 años. Insiste con que el estudio es lo único que puede mantenerlo alejado del ingenio. Ambos reciben una pensión mensual de 3.060 córdobas en total (unos 310.000 pesos). De ese dinero, 2.000 córdobas (202.000 pesos) son por viudez. El resto le pertenecen a su hijo por orfandad paterna, condicionado a que no abandone la escuela.

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Desde que su marido enfermó, Enelda le pide ayuda a su dios cada día para que la conforte y la fortalezca. Pero seguir adelante no es fácil. Y eso que ella se siente con suerte porque le pidió también que la agonía de su marido no durara tanto. De algún modo, su petición se cumplió y no tardó más de cinco días en morir, mientras que la mayoría de los enfermos de IRC tienden a sufrir largas agonías. "Me decía que a él se le hacía duro separarse de mí y saber que el niño se quedaba tierno, chiquito, de cinco años, y que yo quedaba sola en esta casa y que no lo quería así, pero tenía que irse porque ya el Señor tenía contados los días para él. Eso era lo que me decía y los dos llorábamos", recuerda con gran pesar. "Me decía: 'Te voy a hacer una gran falta. Yo sé que muriéndome te voy a hacer falta'. Y eso duele. Miro las fotos porque tengo bastantes fotos de él y a veces me imagino que él anda lejos de mi vida y que un día va a regresar. Yo no puedo olvidar a mi esposo y hay veces que hasta lo sueño y me digo que él está en un buen lugar y yo estoy peregrinando porque así son los recuerdos".

Los enfermos de IRC deben acudir a revisiones periódicas donde se les administran vitaminas y escasos medicamentos para paliar su sufrimiento.

Enelda sabe por qué murió su marido. Está segura de que el trabajo en el ingenio terminó por matarlo. Recuerda que daban las ocho de la noche y no habían salido del campo aún. Su esposo todavía se quedaba echando el último mantón de caña con la luz de la cargadora. "¿Sabe usted lo que es andar todo el día en el sol sudando, botando agua, botando líquidos?", pregunta, pero no me deja responder porque sigue explicándome que ella entonces le llenaba la pipa, se le adelantaba y la tapaba, porque allá adonde trasladaban el agua también se vertía veneno. "Esa pipa estaba contaminada. Ahí llevaban agua de beber y se sentía el tufo de herbicida", explica y cuenta que una vez, en 1993, mandaron a su marido a herbizar y casi se muere. "Se me intoxicó sólo con el olor del químico. Le quemé el pantalón, la camisa, la almohada y la ropa de cama porque él me dijo: 'Quema todo eso que me tiene loco. No aguanto. No puedo sentir esto'. Ese olor era el del veneno y lo quemé todo".

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Enelda sabe por qué murió su marido. Está segura de que el trabajo en el ingenio terminó por matarlo.

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A escasos cinco minutos a pie de donde se encuentra la casa de Emelda vive Lionel, un joven de 28 años que lleva casi una década enfermo de IRC. Vive solo junto a su madre octogenaria. Su padre y su hermano mayor murieron por IRC y tanto él como el hermano que le queda están muy enfermos. Toda la ropa que tiene le queda tres tallas grandes por el peso que ha perdido y su figura se contrapone al hinchazón de su cara y pies. Ya no aguanta el calzado y sólo puede utilizar unas sandalias de plástico que apenas tienen suela. Descubrió que estaba enfermo porque quiso trabajar en una zafra pero los resultados le salieron mal.

A pesar de su corta edad, la enfermedad ha hecho mella en él porque bebe y esto le ha provocado fuertes crisis que lo han llevado al borde de la muerte. "Ahorita he estado bien mal porque tomo. Para qué lo voy a negar. Hace unos días me estaba muriendo. Es terrible esta enfermedad. Mira cómo estoy de hinchado. Ahora medio puedo caminar, pero antes estaba peor y no quiero ir al médico porque sinceramente tienes que llevar unos reales y no hay ahorita para eso", explica medio resignado. Está consciente de que en La Isla todos los hombres mueren de lo mismo.Su padre murió cuando él tenía 17 y su hermano lo siguió apenas un año después. Ambos eran extrabajadores del ingenio de San Antonio. "Aquí todo el mundo me dice que estoy joven, que me componga, que deje el guaro. Y en eso estamos, pero sólo tomo licor porque dicen que la cerveza es más dañina", se justifica.

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No es la primera vez que Lionel sufre una crisis debido a la ingesta de alcohol. En junio del año pasado tuvo que ser ingresado en la clínica Molina porque tenía la creatinina a 18. El médico le dijo que sólo tenía 15 días de vida, que fuera buscando ataúd. Por suerte sobrevivió luego de estar un mes y medio en cama. "Ahí sí caí grave, pero de suerte que a mi mamá le vinieron unos reales y me llevó al médico porque si no, habría muerto".

Cuando esté recuperado, Lionel espera entrar a los Ingenios Monte Rosa, donde —a pesar de su enfermedad— le permitirán trabajar. Su labor será idéntica a la que realizaba en San Antonio. Monte Rosa pertenece al grupo guatemalteco Pantaleón, que también posee ingenios en México, Guatemala, Honduras y Brasil. Por lo que cuenta Lionel, en Monte Rosa las medidas no son tan restrictivas. "Yo sólo puedo trabajar en los colonos, que le llaman. Es malo para mi salud porque yo imagino que toda la enfermedad viene del riego. A mí me ha afectado, pero la necesidad lo hace a uno. Ahorita no puedo pero estoy esperando a recuperarme para ir. Ya cuando me desinflame y me sienta con fuerzas, voy."

Lionel recuerda la rudeza de trabajar en el ingenio. Tomar agua, por ejemplo, no siempre era posible a pesar del calor sofocante y las largas jornadas. En su caso, siempre llevaba su propia cantimplora llena, pero si esta se quedaba vacía no podía volver a rellenarla porque eso suponía caminar una hora hacia el único lugar donde podía obtener agua potable y otra hora de regreso a su lugar de trabajo. "Si uno quería terminar pronto se veía obligado a aguantarse las ganas de tomar. A veces uno le rogaba a los auxiliares para que nos trajera agua, y con el sofoque de la caña uno siente que se asfixia y todo eso lo friega a uno mucho, y en la siembra, lo mismo".

Como es sábado, tiene pensado acudir el lunes al médico para saber cuánto tiene de creatinina. Espera recibir medicamentos con la visita pero su madre le dice que no vaya, que no pierda su dinero, porque ella ya ha se ha encargado de conseguir betabel y naranjas dulces. "Mi yerno dice que el betabel con jugo de naranja es bueno para la sangre y funciona rápido. Lionel se lo toma y de inmediato le cambia el color", explica su madre. La ayuda que recibe por viudez es de 2.500 córdobas (unos 253.000 pesos), pero como Lionel no percibe un céntimo aunque esté enfermo, no le queda más que seguir trabajando para ayudar en la casa.

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La insuficiencia renal avanzada y permanente es la última etapa de la enfermedad. Los riñones ya no pueden continuar con sus funciones y se hace vital el uso de la hemodiálisis. El proceso es tedioso: se ha de realizar tres días a la semana durante cuatro horas y está sujeto a complicaciones serias como infecciones, desnutrición, desestabilización en el paso de líquidos o que los metales utilizados para la limpieza de la sangre se queden dentro del paciente, entre un largo etcétera de afecciones muy peligrosas.

Después de trabajar durante 23 años en los ingenios, Salomón Martínez Mendoza se realizó los exámenes médicos obligatorios antes de entrar a trabajar en una nueva zafra, en el año 2000. Su historial familiar comprende dos hermanos muertos por IRC. Tras recabar las pruebas, el médico le notificó que no podía trabajar porque tenía dos puntos de creatinina. Si bien no era de gravedad —le dijo—, la cifra fue suficiente para cesarlo.

Después de que murieron su padre y su hermano, Lionel se quedó viviendo con su madre, de 72 años. Sabe que tampoco sobrevivirá.

A pesar de seguir todas las indicaciones del médico, en octubre del año pasado la creatinina le subió a 15 y tuvo que ser trasladado a un hospital en Managua. Salomón sufría vómitos, diarrea y fiebre. Su estado físico era muy malo y la familia temía lo peor. La única opción de vida que le quedaba era la hemodiálisis. En Managua, los médicos le insertaron un catéter en la yugular y de ahí lo conectaron a una máquina que eliminaba los desechos y los líquidos innecesarios para devolverle la sangre filtrada. Así se controlaba la presión arterial y mantenían el equilibrio adecuado de sustancias químicas en su cuerpo. Días después —y en vista de su mejoría—, le realizaron una fístula arteriovenosa que le permitió prescindir del catéter. "Ya tengo ocho meses. Me fui en malas condiciones de aquí, clínicamente iba casi muerto y me dejaron internado. Después de eso ya me pusieron sangre y fui viendo el cambio", recuerda.

Ya de regreso en la Candelaria, Salomón debe acudir todos los lunes, miércoles y viernes al hospital Monte España, en Managua. Para llegar hasta ahí, utiliza el transporte dispuesto por la alcaldía para permitir que varios de los enfermos no falten a la cita de hemodiálisis por problemas económicos.

Durante los primeros meses, Salomón se costeaba el pasaje como podía. Había semanas en las que faltaba por no disponer de los recursos necesarios para llegar al hospital: ir y regresar podía costarle entre 200 y 300 córdobas (entre 20.000 y 30.000 pesos), pero desde que cuenta con el apoyo en transporte no ha perdido un solo día de terapia y su creatinina ha descendido a tres puntos. "Está baja, imagínese la diferencia. El médico me ha dicho que la vamos a bajar más. Y yo ahorita me siento mucho mejor", dice con alegría, pero no sin ignorar que la única solución real es un trasplante que nunca va a llegar.

El noreste del país ha perdido tantas vidas que ha dejado de ser conocido entre los lugareños como la tierra del ron y del azúcar y se ha convertido en el centro de la epidemia de insuficiencia renal crónica de toda Centroamérica. La empresa NSEL, diferentes ONG, instituciones académicas, afectados, gobierno, medios de comunicación… no son pocos los que trabajan desde hace años en pro de una solución justa y una explicación verídica que dé paz tanto a las familias de los muertos como a los enfermos, pero la realidad es más compleja que cualquier medida sobre el papel y la epidemia no parece tener fin. Al contrario: sigue engrosando las tumbas de los saturados cementerios de la región.

Mientras el tiempo pasa y la epidemia se extiende, no sólo los hombres conocen su fatal destino, sino que sus hijos adolescentes saben que correrán con la misma suerte. Crecer viendo cómo tu padre se pudre lentamente sin poder ayudarlo convierte esa impotencia en una constante que ha terminado por hacerse algo tan normal que a la muerte ya no se le teme.

Niños que crecieron sin sus madres porque tuvieron que hacerse al frente de la casa cuando se quedaron solas, niños que al llegar a adultos intentan extender su suerte en los ingenios a base de tomar jugo de naranja antes de los exámenes médicos. Ancianas octogenarias que en lugar de ser cuidadas fungen como enfermeras ante el último aliento de sus hijos…

Aquí en Chichigalpa, de una manera u otra, todos salen pegados. Aquí en Chichigalpa, no se salva nadie.