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Nadie me odia más que yo

No quiero ser productivo, quiero estar triste

"¿Por qué no me abortaron? Y no quiero ser desagradecido, pero de repente encuentro difícil hacer cualquier cosa que involucre un deseo".

Tal vez sea el último atisbo de ese yo adolescente, que actuaba sin razón aparente, rebelándose ante una vida que demanda cada vez más determinación. No encuentro las palabras para articular esta incesante desmotivación, para explicar esta dificultad de encontrar un propósito. Pero no es la primera vez que lo siento, ese cansancio inversamente proporcional a la presión de tener ambiciones, o de hacer algo valioso con la vida que me ha sido dada, por lo menos.

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Hace unos meses fui con mi familia a un crucero por las Antillas holandesas. La sensación, la última noche abordo, era muy parecida. Durante siete días iba de un lado a otro asistiendo a actividades programadas las veinte horas que es apropiado estar despierto, eso contando el tiempo de levantarse, ducharse, ponerse ropa adecuada y desayunar. Hasta las acciones más cotidianas las hacía con esa presión de aprovechar cada momento en ese lugar inusual, que durante horas, y a veces días, se movía en medio de la nada azul hacia su destino.

La ultima noche me encontraba en mi cabina sin ganas de hacer nada más, acostado en posición fetal. No quería ser productivo, solo quería estar triste. Y no me refiero a simular una tristeza después de siete días de supuesta satisfacción, sino de asimilar ese mismo cansancio, el de sentirse atrapado y sin elección, simplemente viviendo a la altura de las expectativas.

Era como una metáfora de la vida que me ha sido concedida. En mi cabeza resuena el título del prólogo, escrito por Lucas Ospina, del libro de Víctor Albarracín “El tratamiento de las Contradicciones”: ¿Por qué no me abortaron? Y no quiero ser desagradecido, pero de repente encuentro difícil hacer cualquier cosa que involucre un deseo.

Todos los días quiero almorzar papas fritas. Mientras miro otras opciones, llega esa presión. Tal vez debería probar algo distinto, pero ¿Para qué? ¿Para concederme otro placebo ante una vida cada vez más vacía e insipiente? AS IF. Prefiero no comer a tener que decidir, a decir “eso es lo que quiero”. Y aplica para todo: relaciones, mi carrera, el amor… todas esas cosas que se supone que debo perseguir, pero que cada vez más se sienten como una obligación.

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Si tuviera que describir la vida adulta en este momento diría que se trata de no sentirme con derecho a mi tiempo. Cada instante es invadido por esa presión de ser productivo. La paranoia del panóptico ha permeado varias facetas de mi vida. Ya no importa si hay alguien conmigo, vigilando que haga lo que se supone que debo hacer, o si soy solo yo, angustiado por el futuro y lo que debería estar haciendo, o más bien, en lo que me debería estar convirtiendo.

La voz de la experiencia me dice que ya va siendo hora, que hay que aprender de una vez por todas, y moverse. Pero todavía queda ese atisbo que me recuerda la manera en que solía ser. Un adolescente bobo y sin responsabilidades, permitiéndose el desencanto por la vida sin la necesidad de ganársela.

Hoy no quiero ser productivo, quiero estar triste, para seguir creyendo en la rebelión a través de la melancolía, en el desperdicio cínico del tiempo que revela la fragilidad de las estructuras que sostienen una vida programada para la búsqueda de la felicidad, de la persecución de un estado de bienestar que se sigue derramando entre los dedos untados de ambición.

* Este es un espacio de opinión. No representa la visión de VICE Media Inc.

Este texto fue publicado originalmente en el blog MI PC.