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Mundial 2018

Cada Copa del Mundo es todas las copas del mundo

ESPECIAL | Escritores de toda Latinoamérica arrancan en VICE la serie "Correspondencia Mundial", un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, por Colombia, Juan Álvarez.
Los jugadores colombianos James Rodríguez y Radamel Falcao García se abrazan después del segundo gol de Colombia frente a la selección de Polonia. | Fotografía por Sergey Dolzhenko | EPA-EFE.

Artículo publicado por VICE Colombia.

Cada Copa del Mundo es todas las Copas del Mundo. Hasta que empiezan a ser una única Copa del Mundo; la Copa del Mundo excepcional que siempre son.

Es el rigor de la estadística y la memoria, dos maneras de construir certezas provenientes de epistemologías distintas, y sin embargo, en el fútbol, dos verdades entrelazadas. ¿O acaso, estimados colegas de cartaje, no compartimos, no vivimos, semana a semana, en el fútbol, el abuso feliz de la estadística y la memoria?

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En Copas del Mundo, contra equipos europeos, Colombia había jugado nueve partidos distribuidos en cinco derrotas, dos empates y dos victorias. Ayer 24 de junio entró la tercera victoria, lo hizo como segunda goleada, estadística y memoria dulcemente irrelevantes ya, y sin embargo, acá esta fiesta que nos dice vivos.

Al margen de los rigores de la estadística y la memoria, la derrota contra Japón facilitó el regresó del juicio cómodo indiosincrático: ocurrió en los mejores periódicos del mundo de la mano de las mejores plumas patrias: “colombianada”, escribieron, y por supuesto atrevieron definición: el mal nacional recurrente de pisar los céspedes del mundo sin atención a los primeros y últimos minutos. Una vocación de derrota, sugirieron.

Y es cierto que Davinson Sánchez perdió el primer mano a mano con el delantero nipón y que la manera azarosa como el cuerpo de Carlos Sánchez retrocedió en el relevo de auxilio causó una mano en el área, una roja estricta y un penalti convertido en gol. Pero eso no fue ninguna justicia. Fue solo la aplicación de la ley.

El país del Nobel de Paz 2017 sufrió 88 minutos como si expiara la pena del desarraigo global. Aguantó, jugó, puso la pelota al piso, empató el marcador, se agotó físicamente porque sus 10 guerreros abandonados al ancho de la soledad cubrieron extensiones que parecían estepas rusas, y al final perdió en el colmo de lo esperado.

Pero ocurre que el fútbol es un líquido, no un hielo, y como líquido no para, ocurre de nuevo, en las Copas del Mundo otorga segundo partido y en el segundo partido volvió a suceder que el rival al frente, dudoso de su alcance futbolístico, apretó los respiros iniciales que pudo igual que Japón: ocho minutos le duró el pressing a Polonia. Luego fue nuestro banquete: la procesión de los reconocidos: Cuadrado, James, Mina, un Falcao que tenía que aparecer y apareció, y un Quintero que ya supo hacerse memorable.

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Todos los niños uruguayos, escribió alguna vez Eduardo Galeano, quieren ser jugadores de fútbol. Hoy, ayer, siempre, habría que añadir: quieren ser marcadores centrales; quieren perder cualquier par de dientes igual que Diego Godín hace cuatro meses si eso les asegura el estado místico en el que se es jugador uruguayo de fútbol.

Para el mismo Galeano, que pensó desde las cavernas del siglo pasado, el fútbol sudamericano estaba condenado a la tristeza económica de ser “industria de exportación”. Lo que Galeano apenas pudo preveer fue, sin embargo, la velocidad de nacionalización de esos desarraigos, y no latinoamericanos exclusivamente: en Rusia 2018 treinta jugadores de nacionalidad francesa juegan para equipos distintos a Francia, casi todos equipos africanos; Suiza es una selección pintada de apellidos inmigrantes; y no hay equipo europeo candidato a la gloria ––España, Portugal, Francia, Inglaterra, Alemania–– que no tenga, en sus filas, un rostro oscuro o de narices gruesas que nos recuerde lo complejo y distinto que es el mundo hoy.

¿O cómo ven ustedes, colegas de cartaje, la relación contemporánea entre el fútbol y la geopolítica?

Con la dirección técnica de Juan Carlos Osorio, y la presidencia de Donald Trump, está ocurriendo que México empieza a comportarse como equipo sudamericano, lo que quizá signifique que pronto caerá con estrépito o que ha llegado al fin, y para siempre, su derecho ganado al quinto partido, escándalo de escándalos en las narices de la inminente elección presidencial.

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No los dientes, pero sí los números, dicen que al término de la segunda vuelta de la primera ronda, Perú fue derrotado; pero es derrota ambigua la de aquel que pierde volviendo a practicar su memoria. La eliminación temprana de Perú, aparte de haber significado igual una parranda de ocho meses que es lo que el país lleva celebrando, ha significado también el saboreo al fin de una revancha, la de Ricardo Gareca, injustamente marginado de la convocatoria de Argentina en el 86.

Ay, Argentina, a horas quizá de un nuevo episodio esquizofrénico de tragedia y polvorín, o tal vez no, porque aunque el cielo en Rusia se confabule metafóricamente haciéndoles vivir noches blancas en las que apenas se oculta el sol, estamos hablando, aquí sí desde la memoria, del actual subcampeón del mundo, y está vivo, y cómo no anhelar que reenfile el polvorín.

La temperatura y la humedad suben día a día a lo largo y ancho de la monumental geografía rusa. Incluso los mosquitos, ávidos de su oportunidad de probar sangres de otras partes del planeta, han invadido aquel tejido de estadísticas y memorias y de bosques y ciudades capaces incluso de espectáculos como aquel de los tres soles. Y entonces, queridos colegas, este milagro recurrente llamado fútbol, que apenas comienza.


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