El rave del callejón: Una noche en el Café del Patio
Todas las fotos cortesía de Yoel Esquive

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Música

El rave del callejón: Una noche en el Café del Patio

Cada fin de semana, en pleno Centro Histórico de la CDMX, hay fiestas: cientos de personas se congregan en la primera cerrada de la calle 5 de Mayo, al ritmo de psytrance, techno y reggae.

De día la calle 5 de mayo, en el primer cuadro del Centro Histórico de la Ciudad de México, mantiene una afluencia moderada. No está a rebosar de gente como su paralela Madero, aunque igual abundan comercios de todo tipo: restaurantes, zapaterías, bares, puestos de garnachas, oficinas corporativas y hasta una tienda de petacas.

Al transitarla, se siente esa normalidad citadina que consiste en eludir anaqueles mientras los carros fluyen tras el pitido de agentes viales.

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De noche el ambiente cambia, sobre todo si es fin de semana.

Las noches de viernes o sábado en 5 de Mayo consisten en sortear el reggaetón que emana de algunos edificios, el flujo de extranjeros que entran-salen del bar La Ópera, la peda de los veinteañeros que huyen de Madero, y los grupos de fumadores treintañeros afuera del bar Pata Negra.

Pero sobre todo esto, destaca un callejón.

Entre las calles Isabel La Católica y La Palma se encuentra la primera cerrada de 5 de Mayo, un sitio lúgubre dónde hay grafitis, una fonda cubana, un centro marisquero, una banca en forma de planta y el Hotel Juárez. Pero lo que le ha dado renombre a tan variado rincón es el Café del Jardín, sitio donde ocurren fiestas que congregan a centenas de personas al ritmo de diversos géneros electrónicos.

Por eso acudí ahí un viernes en la noche, para conocer este bastión del after y descontrol ubicado en el corazón de la Ciudad de México. Por la incertidumbre un primo me acompañó.

***

Viernes, 10 pm, metro Allende. Esta estación de la línea azul es la más cercana al lugar y ofrece dos opciones de recorrido: ir sobre Motolinea hasta 5 de Mayo y de ahí caminar dos cuadras a la izquierda, o seguir sobre Tacuba con dirección a la Catedral y dar vuelta a la derecha en la calle La Palma. Elegimos la primera.

Tras 5 minutos de camino, el Pata Negra indica que llegamos: enfrente se abre la vía que resguarda el festejo. Pero la entrada es por el otro lado, por La Palma.

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Antes de la primera de las dos cuerdas que separan el Café del Jardín de La Palma, sobra medio callejón que se usa como preámbulo fiestero: a llegar vemos que todos traen una lata en la mano, un cigarro o ambas cosas.

Durante los primeros minutos ahí––cuando se es nuevo––es inevitable voltear hacía la entrada por aquello del torzón policiaco. Pero después de ver a los demás enfocados en platicar, beber, moverse con la música que suena al fondo y rolar la bachita, cualquiera se envalentona. Entonces vamos por un six.

De regreso al callejón un tipo se nos acerca para ofrecernos "de todo, ¿qué buscan?", pero con el “nada, andamos bien” se va sin reprochar. Luego llega Memo a pedir chela y charla; veintitantos, empleado de un banco y fanático de este callejón por la música, viene solo porque a sus amigos les va más lo norteño, “les gustan otros pedos”.

Después de contarnos sus andanzas en el boxeo amateur y acabarse nuestra última lata, nos invita a cruzar los lazos: “Hoy está de a tostón y te dan una chela”. Sabiendo que el vaso de cerveza está en $30, entrar cuesta $20.

No nos negamos.

Memo levanta la primera cuerda y nos agachamos para pasar. Diez pasos después estamos ante un segundo listón donde, en menos de un minuto, un tipo serio y frondoso nos cobra sin catear.

A pocos pasos del epicentro fiestero, Memo vuelve a la entrada, habla con el “cadenero” y regresa sonriendo: “Se nos olvidaron los boletos para las chelas”. Memo, el boxeador banquero, nuestro eje en la primera noche de rave en el callejón del Café del Jardín.

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El Café del Jardín es popular y longevo.

Ro, una chica que otrora gestionaba un negocio en 5 de Mayo, frecuenta el callejón desde hace más de un lustro: “Es opción pa`l after cuando no andan cerrados. La cahuama a buen precio pero sabes que vas a callejonear. A mí me gusta platicar con los entusiastas asistentes, pero conozco a lo polis del barrio y sé que andan duro tras ellos. Pero la apropiación del espacio está chingón; de los pocos lugares en el Centro donde ocurre la realidad”.

Alexa, pedagoga de profesión, lo visitó durante su etapa ceceachera. Ya no va porqué “ya está muy chacalón”.

Conffi, un fiestero empedernido, se asomó hace meses pero no aguantó mucho porque “no me late esa música”.

Caro, estudiante, y Atzhiri, comerciante, alguna vez le `cayerón` y les gustó.

Tal vez todos conocemos a alguien que ha ido a callejonear a ese epicentro público de electrónica. Y quien no ha ido seguro tiene o tendrá curiosidad por entrar.

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El ritmo avasalla, inunda. Con el tercer vaso de cerveza el cuerpo comienza a soltarse frente a la mesa donde el deejay manosea las perillas de las tornamesas: cuando éstas (las perillas) suben, se desata el frenesí; cuando bajan, los movimientos se aletargan. Y las luces van de azul a rojo y viceversa.

Psychedelic trance, lo que suena a través de las bocinas negras. Psychedelic trance, como en los raves de la Marquesa. Psychedelic trance, inundaba las fiestas en bodegas de la periferia antes del virus-reggaetón. Psychedelic trance, aquí resiste y convoca.

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Taik, Plastik y Abduction son algunos deejays que constantemente se presentan en el callejón e invocan este sonido originario de la India y perfeccionado en Israel; a la par de hacer sonar a referentes como Ticon, Talamasca, GMS o Skazi, sueltan uno que otro track recóndito o propio.

Aunque a veces también hay techno con invitados como Alex Young o reggae con el Dub Central Crew.

A medianoche el recoveco en forma de L se llena. Gente mal encarada, pacheca, arreglada, exuberante, vagabunda, joven, peda, vieja, cansada y efusiva entra a montones. A la 1 de la mañana ya hay que pedir chance para ir de un lado a otro.

Pero todos bailan. La música une y prende.

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“Mira esa morra”, dice Memo señalando a una chica de tez clara, complexión delgada y rulos en el cabello. Muy atractiva. “¿Y si le hablo?”.

Así se mantiene un rato, volteando hacía ella y anunciando un inminente acercamiento. Pero, tras ver a un tipo rechoncho tomarla del brazo, reformula su idea “para evitar pedos”.

Y es que, a pesar del ambiente festivo, en el callejón es inevitable estar alerta; de tantos y tantas que van bebiendo y probando sustancias a ritmo vertiginoso, los desconectes son frecuentes. Y eso como mínimo: lo peor podría ser conflictuarse con banda pesada.

Porque Memo, antes de cruzar las cuerdas, mencionó que al sitió acuden de vez en cuando algunos “que la pesan”. Y nadie quiere comprobar eso.

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¿Cómo es que el Café del Jardín lleva a cabo sus fiestas?

Está en la ciudad donde clausuran todos los foros; en pleno Centro Histórico donde hay un policía cada dos cuadras; entre un par de calles transitadas donde todos se dan cuenta del ruido. Es el peor lugar para llevar a cabo una fiesta callejera.

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Ro, que ya se las vio negras con un extinto negocio sobre una calle paralela a Madero, cuenta que “pagaba a los polis para que cuidaran; por ellos me enteraba de las temporadas duras en las que cambian de comandante y se fijan puntos a los que les van a dar duro. Hay temporadas en que (los policías) se agarran a La Puri o al Jardín solo para quedar bien y cubrir cuotas. Cuando entran los comandantes no hay mucha opción de soborno porque quieren quedar bien, pero luego se aclimatan y jalan con el apadrinaje. Yo estaba apadrinada y pagaba 10 mil para que pudiera hacer mi voluntad. No sé si los del Jardín jalen con el apadrinaje”.

Dos oficiales cercanos a la cerrada evitaron hablar del lugar.

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Después de las dos de la mañana el descontrol se hace presente. Muchos no escatiman y siguen pidiendo vasos de cebada. Otros dejan de orinar en los baños formales ubicados a lado del local y empiezan a fluir en las paredes. Hay un panorama de euforia que conecta a los presentes.

Memo está hablando con un viejo necio. Ariam, mi primo, está comprando tres cervezas más, una para una desconocida. Yo estoy frente al escenario, viendo como la luz neón ilumina al pone-rolas que apacigua a la gente con techno.

Todos están absortos en algo. Ya nadie se preocupa tanto.

Cuando cambian de ‘tornamesista’, hay un silencio breve y luego la gente sigue bailando. La barra no deja de sacar vasos llenos. A las 3 de la mañana los ojos de Memo lucen desorbitados: ¿mota, perico, cristal? No sabemos qué se metió pero está contento. Días después dirá que no se acuerda de nada.

Al octavo vaso de cerveza, es momento de huir. Memo decide quedarse.

Aunque hay bastantes ebrios y policías en las aceras aledañas, la salida por 5 de Mayo se da sin contratiempos. Una calle después, sobre Tacuba, aún se escucha el beat.

Durante todo el trayecto de regreso emerge una vorágine de ideas respecto a tan curioso callejón y su halo de ilegalidad-festejo. Pero una pregunta se sobrepone: “¿Cuándo le volvemos a caer?”. Y es que estando ahí nadie se quiere ir tan temprano.

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