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Salud

El miedo en tiempos del coronavirus

Crónica sin aire desde un hospital en Madrid.

Despierto en la misma silla, en un momento entre las tres y las cinco de la madrugada del 20 de marzo. No tengo miedo. El chico que conducía la ambulancia que me trajo aquí se ha despedido de mí haciendo chocar su puño contra el mío. Como en las películas. “Vas a salir de esta tío”, ha dicho. Tal vez son las seis. No sé la hora porque me queda 2% de batería en el móvil y no quiero encenderlo para que no se me apague si tengo algo importante que informar a Gabriela y Rocío. Las tomas de electricidad donde cargamos los teléfonos de la sala de espera de Urgencias del Hospital 12 de Octubre, en Madrid, se han vuelto un territorio en disputa. Lo mismo que las sillas, unidas unas a otras por gruesas barras de metal y ocupadas en su mayoría por ancianas y ancianos. Solos. Ellos parecen los más fuertes, los más estoicos. Veo los rostros angustiados y exhaustos de los más jóvenes y pienso que es normal que los mayores muestren más templanza. Es un pensamiento recurrente que me lleva a las guerras, los olvidados y los famélicos del mundo. Madrid no es una patera en medio del Mediterráneo. No vamos a morir. No tengo miedo. Yo mismo he visto cosas peores. Una vez mi viejo estuvo delirando durante cuatro días en una camilla, en el estacionamiento de un hospital en Lima, a la intemperie, porque no había habitaciones ni personal sanitario. Ni amor. “Aquí solamente somos muchos”, pienso. Estoy dispuesto a negar la violencia sin precedentes con la que el virus nos ha arrojado a este agujero de soledad y confusión con tal de no convertirme en una víctima.

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Llevo en la sala de espera unas doce horas. Las doctoras que me han recibido me han dado antibióticos y paracetamol y me han hecho la prueba del COVID-19: una enfermera ha metido un bastoncillo gigante por mi nariz. “Esto va a ser incómodo”. Y lo ha sido. Otra enfermera ha llenado tres frasquitos con mi sangre. También me han sacado unas placas y el resultado ha salido sorprendentemente rápido. “Tienes una neumonía bilateral. Eso es que la neumonía está en tus dos pulmones, ¿lo ves?”. Y he visto mis pulmones manchados de blanco en las radiografías. “¿Es grave?”, he preguntado. No tengo miedo. “Bueno, es más grave que si la tuvieras solo en un pulmón, así que te vamos a ingresar”. “¿Cuándo?”. “El tiempo de espera está siendo de unas veinticuatro horas”. “¿Puedo esperar en casa?”. “No, no puedes salir de aquí”.

Antes de que estallara la pandemia estaba preparando un taller sobre la construcción de la masculinidad en la literatura. Una revisión de algunos personajes icónicos de Aquiles a Tyler Durden. ¿Cómo nos ha afectado a los hombres la continua exposición a cierta idea de heroicidad y fuerza? Pienso en eso mientras intento estirarme en esta silla, donde el virus me tiene doblado y alejado de cualquier idea de potencia. No puedo soportarlo. No quiero soportarlo. Me levanto y pregunto a los ancianos si necesitan algo. “Dime si necesitas algo, cualquier cosa”, suplico. “Sí, sí, haz eso, tienes una misión”, dice Roci en el wasap medio en broma. Usa esa palabra: “misión”. Y me doy cuenta de que debe estar realmente asustada porque eso que dice apuntala una idea de masculinidad que deplora. Una caricatura. Lo que sea con tal de que no me desarme, de que no baje las defensas.

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Estoy dispuesto a negar la violencia sin precedentes con la que el virus nos ha arrojado a este agujero de soledad y confusión con tal de no convertirme en una víctima.

Yo llegué a las cinco de la tarde. Llevaba varios días con fiebre y no paraba de toser. Conforme me iba debilitando, Gabi y Roci llamaban al número destinado a atender consultas sobre la pandemia. Sí, tenía todos los síntomas, pero la pregunta final siempre me descartaba. “¿Tiene dificultades para respirar?”. Y cada vez yo tomaba aire y sentía que no tenía ninguna dificultad para respirar. Si no estaba tosiendo. Al séptimo día no podía levantarme de la cama, solo quería dormir. Me dolía mucho todo. Volvimos a llamar y dijeron que fuera al ambulatorio. Allí hice mi primera cola estando enfermo. Cuando me atendieron vieron que tenía la saturación de oxígeno en noventa y me dijeron que eso no estaba muy bien. Entonces la doctora, ojerosa pero enérgica, me dijo: “¿Quieres que llame a la ambulancia ahora?”. Yo pensé en la logística de casa, en el cuidado de mi hijo de cuatro años, en mi hije de trece, que ya llevaba tres días con fiebre leve (y que terminaría superando el virus sin demasiados problemas), pero sobre todo en los hospitales que ya empezaban a colapsar de gente que de verdad necesitaba ser atendida. Tomé aire y vi que podía respirar y dije que no y me fui a casa. Por supuesto, fue caminando las cinco calles de regreso que empecé a notar dificultades para respirar. Cuando hice el relato de lo que me había dicho la doctora, mentí. No dije a las mujeres que intentaban cuidarme que la doctora me había ofrecido llamar a la ambulancia en ese momento. Sabía que sería un problema. Sabía que no podría explicarlo. No tengo miedo. Gabi y Roci dicen que entonces ya no hablaba bien, que era evidente que me faltaba el aire, que no era yo. Me medí la saturación y estaba en ochenta y siete. ¿Por qué soy capaz de mentir a las personas que quiero? ¿Qué hay en mi cerebro que es más fuerte que la confianza, que la lealtad, que la verdad? Mientras preparaba mi taller sobre la masculinidad literaria leía cosas sobre desaprender modelos heredados, sobre recreación de convenciones, de cómo los hombres construimos valores y terminamos siendo construidos por ellos. Pero me resulta increíblemente difícil aplicar estos conceptos en la soledad de mi mente ante sí misma. Llamaron a la ambulancia. Unas cinco horas después me recogían y me dejaban en esta sala de espera de Urgencias.

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¿Por qué soy capaz de mentir a las personas que quiero? ¿Qué hay en mi cerebro que es más fuerte que la confianza, que la lealtad, que la verdad?

Otra cosa que noto es que durante las últimas horas las botellas de agua han desaparecido de las máquinas. Se están acabando. A esta hora de la madrugada sigue llegando gente. He estado observando a una señora con una bata verde con estampado de flores. Salvo por la mascarilla parece una abuela sentada en el salón de su casa. Lleva horas aquí sola. En la misma silla, sin hablar con nadie. Me bajo la mascarilla para preguntarle si necesita algo. Se baja la mascarilla para decirme que no, gracias. Unos metros más allá, otra señora, habla por teléfono con mucha dificultad. Cuando no lo hace, me pregunta cosas todo el tiempo, su gran temor es que la llamen por la megafonía y no escuche. Hace unas horas, me cuenta, se había quedado dormida y no había escuchado y la habían dado por fugada. Hasta habían llamado a su hija para decir que se había escapado. Así que ahora solo pega ojo si yo hago guardia. Se llama Rosemary. Estoy atento. La señora de la bata de flores sigue en su sitio. No tengo miedo. Le pregunto a Rosemary si quiere algo de comer y me dice que sí. Busco unas monedas y compro unas galletas y unos zumitos de caja y se los doy. Veo su cuerpo frágil, sus brazos delgadísimos y arrugados. Sus pelos escasos y blancos. Entiendo su fragilidad, pero no puedo entender la mía.

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Para estirar las piernas doy vueltas por la sala de espera. No me he dado cuenta, pero ya ha salido el sol. Hay otras doctoras, otros enfermeros. Han cambiado de turno. No paran un segundo de llamar a pacientes para darles la medicina o conectarlos a los tubos de oxígeno que salen de las paredes a medida que se van desocupando. A medio día empieza a haber gente tumbada en el suelo. En otros sitios, como Perú o Estados Unidos, en lugares donde “lo público” es sinónimo de escasez y de degradación, la gente se muere en los pasillos de los hospitales. Lo he visto. Una abuela, una tía. Pero esto es Madrid, me digo. Mi teléfono se ha convertido en un vertedero de memes y de cifras. Ayer, cuando llegué a la sala de espera de Urgencias habían muerto unas dos mil personas. Ahora mismo, casi tres mil. No tengo miedo.

Los que estamos desde ayer ya nos reconocemos. Es la manera que tenemos de medir si esto avanza o no. Veo a los dos tíos de mi edad en las mismas sillas, apoyados en sus mochilas. El señor en silla de ruedas que no puede moverse solo y que está con su hijo. No se han dirigido la palabra desde ayer. Y eso de alguna manera me duele más que cualquier enfermedad. La señora de la bata de flores se ha tumbado en dos sillas. Es un gesto que la rejuvenece. Rosemary sigue sin poder hablar casi, pierde fuerzas a cada minuto. Me pregunta si he escuchado su nombre. No lo he escuchado. Me duele todo el cuerpo. Cada vez que sale una enfermera o una doctora, nos acercamos varios pacientes a preguntarle cosas, y la respuesta es siempre la misma: hay que esperar.

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La estadística dice que, por alguna razón, el virus es peor para los hombres que para las mujeres.

La estadística dice que, por alguna razón, el virus es peor para los hombres que para las mujeres. Entra un tío gigante en una silla empujada por una enfermera. Debe medir 1.90 y pesar 100 kilos. Llora y gime sin parar. Es la primera persona que veo llorar. No puedo evitarlo, no siento compasión alguna, sino un profundo rechazo por esta persona. Soy incapaz de experimentar lo que llamamos empatía. Ante su dolor, su padecimiento y su forma de expresarlo. Me repele. Me doy cuenta de que lo considero un traidor y un cobarde. Odio que mi cerebro sea siquiera capaz de identificar esas ideas.

He conseguido cargar un poco mi teléfono así que hablo con Gabi y Roci por el wasap o cuando me llaman. Les voy contando lo que veo. Llevo veinte horas en espera. Gabi llora, empieza a estar realmente muy preocupada. Me pregunta por mi respiración y le digo que me encuentro bien. Me dice que insista con los doctores, que reclame, que no me quede callado, que me conoce. No se lo digo, pero una idea ha empezado a formarse en mi cabeza mientras empieza a caer la tarde nuevamente. ¿Cómo voy a irme yo a una cama si están aquí todas estas personas mayores? ¿Cómo voy a aceptar subir a una habitación si me toca antes que la señora con la bata de flores o de cualquier otra? Voy a rechazar la habitación. No le digo nada de esto que pienso a Gabi, que sigue llorando al otro lado del teléfono. ¿Qué pasa conmigo? Yo estaba decontruyéndome, desprogramándome, luchando contra mi masculinidad tóxica, dejándome ser, sentir, comunicar. ¿Por qué ahora voy a rechazar la habitación, por qué ahora pienso en no decirle nada de esto a Gabi que sigue llorando? “Mi amor, son muchas horas”, me está diciendo Gabi. No tengo miedo. Cuando me llamen para pasar a ese mundo mejor que es una habitación en Urgencias, simplemente me negaré a subir y diré que suban a una anciana o anciano en mi lugar. Sé que Gabi y Roci jamás me lo perdonarán, pero estoy decidido. No puedo sacarme esa idea de la cabeza. No logro concentrarme en otra cosa. Me siento culpable porque voy a rechazar una cama que mi familia está tratando de conseguirme desesperadamente. Pienso en el machismo encubierto que hay en esa decisión sacrificada. Pienso en las discusiones que tendría con Gabi y Roci sobre el tema. No tengo argumento alguno en mi defensa. En cambio sé todo lo que no debería estar sintiendo. Llevo años trabajando en estas cosas, sé que algo dentro de mí se resiste a ser una persona que necesita ser cuidada, sé que necesito verme a mí mismo como alguien capaz de sacrificarse por los demás, sé que no soporto verme de otra forma. Sé que soy capaz de engañar, de hacer daño, con tal de no traicionar esa idea.

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Sé que algo dentro de mí se resiste a ser una persona que necesita ser cuidada, sé que necesito verme a mí mismo como alguien capaz de sacrificarse por los demás.

Le cuento a Gabi por teléfono que ya han vuelto las doctoras del turno anterior. Le digo que una de ellas se ha puesto a llorar cuando los que esperan se le han echado encima a preguntarle cosas. Le digo que cuando se le ha quebrado la voz la gente que casi no puede respirar ha estallado en aplausos para ella. Gabi lo pone en Twitter. Gabi pone muchas cosas en Twitter y en Facebook. Y me doy cuenta de que también está siendo parte de una experiencia común de aprendizaje y amor… de la que no me siento capaz ni siquiera ahora.

Meto las últimas monedas que me quedan para pagar una botella de agua, pero caen cuatro. No tengo miedo. Voy a mi silla, le doy una botella a Rosemary y pregunto a los demás si alguien necesita agua. Una señora mayor me dice que ella. Me quedo con una botella y dejo la otra en el suelo, en un sitio visible. Rosemary me dice entonces algo en lo que no había reparado. “Ya solo quedamos nosotros”. Miro a toda la gente y es verdad, hay muchas otras caras nuevas. La gente que ha estado esperando desde ayer, como Rosemary y como yo, ha ido siendo llamada. Instintivamente, busco a la señora de la bata de flores, quiero no encontrarla, quiero que me releve de la carga de tener que rechazar la habitación cuando me la den, de tener que decir que se la den a ella. Pero sigue allí, sin quejarse, sin pedirle a nadie nada. Pienso entonces en su cuerpo, en el cuerpo de Rosemary, en mi cuerpo. Tengo cuarenta y seis años y la sensación es extenuante. El dolor intenso. La falta de sueño empieza a volverme loco. Me dispara la ansiedad. Pero no tengo miedo. ¿Cómo sufrirán sus cuerpos todo esto? ¿Les dolerá en los huesos como una forma de abandono? ¿Sus sistemas inmunológicos, mucho más viejos que el mío, estarán a punto de caer en picado? ¿Por qué no hay nadie con ellas? “¿Y si nos han olvidado?”, dice Rosemary. Pero le digo que eso es imposible. Que ninguna doctora nos olvida. Que seguramente hay gente que estaba antes que nosotros. “Aguanta, Rosemary”, le digo.

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Es madrugada otra vez. Hora treinta. He cabeceado y cuando he vuelto a abrir los ojos no he visto a la señora de bata de flores. Todo está más oscuro a esta hora. Una señora se cae de la silla de ruedas y varios corremos a ayudarla. Los sanitarios llegan primero. La recogen, la vuelven a colocar en la silla de ruedas y se la llevan a la otra sala, donde están los tubos del oxígeno. Cerca de la puerta se vuelve a caer de la silla, no puede permanecer sentada ya. Así que se la llevan más adentro, adonde no tenemos acceso los demás. A la 1:30 de la mañana. Exactamente treinta y dos horas después de que entrara a la sala, vienen a buscarme. No rechazo la cama, claro. No puedo hablar, no sé si por la tos o la vergüenza sin fondo que me embarga. Me siento como John Hurt en 1984, cuando pide a gritos que torturen a Julia en su lugar. ¿Por qué están en mí todos estos pensamientos absurdos? La boca me sabe a hiel. No puedo respirar a través de la mascarilla. Pero sé que no es por la neumonía. Pienso en Gabi y en Roci, las uso como escudo para la culpa. Pero la culpa sigue conmigo. Y se quedará. Está ocurriendo ahora mismo. Miro a Rosemary que, según nuestros cálculos, es la última persona de las que vinimos ayer. “Perdona —le digo a la doctora que me ha dicho que la siga— hay una señora mayor que lleva aquí el mismo tiempo que yo…”. Me pone la palma de la mano, con su guante morado a la altura de la cara. “Sígueme”, me ordena. Veo a través del cristal a Rosemary. “Se llama Rosemary —digo— ¿podrías ver si está en la lista?”. Me mira, luego mira el papel que tiene en la mano, con los nombres de varios pacientes. “La llamarán enseguida”.

A las dos de la madrugada del segundo día en la sala de espera de Urgencias, nos suben juntos a mí y al tío con el que compartiré habitación los siguientes días. Se llama José Antonio, pero le llaman Jose. Al menos así lo llama su madre en los audios que le envía. “Jose, cariño, que te quiero”. Jose respira como si acabara de correr una maratón. Me cuenta que estos dos días de espera le han destrozado, que lleva cinco días sin dormir, que jamás en su vida había estado enfermo. Como él está peor que yo, me busco una nueva “misión”: ayudarle a mover las cosas. Le acerco la mesa de comida, le muevo el cable del oxígeno, le bajo la cama. Las enfermeras, que no dan abasto, empiezan a pedirme que le alcance las pastillas. Les hablo a Gabi y a Roci de Jose. Les digo que está mucho peor que yo. En lugar de contar cómo me siento yo empiezo a contar cómo se siente Jose. Pongo en Jose todas las debilidades que no me permito. Estoy enfermo de la cabeza. Pienso en mi curso sobre la construcción de la masculinidad, pienso en Tyler Durden como la proyección de lo que el narrador quiere ser. Pelear así, follar así. Yo hago lo mismo, pero a la inversa. Soy los pulmones manchados de Jose. Soy la fiebre de Jose. Soy el miedo de Jose.

Jose y yo vemos las noticias en la tele del hospital, que durante la pandemia es gratis. Ambos hemos sido falsos negativos en la prueba del coronavirus pero nuestros síntomas son tan claros que el doctor dice que nos harán otra vez las pruebas casi por rutina. Ambos damos positivo en la segunda prueba. Han empezado a darnos antivirales para la malaria, se llaman Dolquine, pero Jose no mejora y sigue con oxígeno, no retiene lo que come, tiene mucha fiebre. También me han inyectado un anticoagulante en el abdomen todos los días. Como las vacunas para la rabia. Y al tercer día ya estoy casi asintomático. Jose en cambio no parece estar respondiendo al tratamiento. El médico dice que empezarán a darle retrovirales para el VIH. Le sacan nuevas placas, evalúan si llevarlo a la UCI. Jose es albañil y su hijo mayor es ingeniero y su hija pequeña es una temeraria que sueña con hacer puenting y quiere ser enfermera. Jose me cuenta esto como si no fuera consciente de su simbolismo en este contexto. Es buen tío, me tomaría una cerveza con él y le preguntaría todo sobre el trabajo en la construcción.

Solo cinco días después de haber llegado al hospital me van a dar el alta y estoy esperando viendo las noticias con Jose. Me siento mal de dejarle aquí. También pienso en Rosemary, no he dejado de pensar en ella, en realidad. Me pregunto si habrá esperado mucho más por su habitación. Me pregunto si se recuperará o si se convertirá en una víctima más del virus. Me pregunto si habrá alguien preocupándose por ella al otro lado del teléfono. Me despido de Jose. Ninguno de los dos nos atrevemos a darnos o pedirnos el teléfono. Me pongo la mascarilla. Vuelvo a casa.

Esta noche me he despertado cuatro veces. He tenido pesadillas en las que no podía respirar. He soñado que recaía y moría. He soñado que enfermaban Gabi y Roci. He pensado que esta es la primera de una serie de pandemias que se repetirán cada pocos años. He pensado que es la vida buscando su equilibrio. He pensado en el discurso del agente Smith en Matrix: nosotros somos el virus. He visto en las noticias a los políticos de derecha que llevan años intentando cargarse la sanidad pública hablar de levantar monumentos para “nuestros héroes”. Y tengo miedo. Me duelen los brazos como cuando veo que mi hijo se acerca al borde de la azotea. Me sudan las manos. Tengo miedo de esta desconexión insondable y pesada conmigo mismo. Tengo miedo de no poder cerrar los ojos sin pensar en lo que debo hacer. Tengo miedo de no estar a la altura del valor que han mostrado Roci y Gabi. Tengo miedo de que nada cambie. Tengo miedo de que nada cambie en mí, nunca.

Mi amigo Robert me ha mandado para la convalecencia unos capítulos de The Mandalorian, la serie sobre un cazarrecompensas del universo de Star Wars. La veo con la mascarilla puesta, en el aislamiento que comparto ahora con mi hije Coco. En un escena una mujer le pregunta al protagonista por qué nunca se saca el casco. “Entonces ¿qué pasa si te sacas esa estúpida cosa? ¿vendrá alguien a matarte?”. “No —responde él— simplemente no podré volver a ponérmela nunca”. Lo sé. Y tengo miedo.