Carta a la fiesta
Ilustración por Mar Maremoto
Amor X Vice

Querida fiesta

Lo que queremos tiene que ver con combatir los silencios, con contar nuestra propia historia sin necesidad de validaciones. Y ahí está la música, el baile, las sonrisas.

Esta es una carta de amor para las fiestas. Concretamente, para las fiestas de lesbianas. Más concretamente, para las fiestas de lesbianas que me han hecho ser quien soy. La fiesta es un espacio político: ese espacio y tiempo en el que no estamos siendo productivxs porque es el goce y el cuerpo lo que se pone al centro.

Publicidad

Las fiestas para las comunidades LGBTTTIQA han sido históricamente prohibidas o perseguidas. Y sobre la fiesta gay se ha escrito y visto un montón. Pienso, por ejemplo, en las crónicas de Pedro Lemebel, o lo que escribió Néstor Perlongher sobre los peligros de que esas fiestas se ciñeran a una única zona en la ciudad, haciendo con ello una especie de ghetto en el cual todo estaba permitido, aunque fuera de él no hubiera posibilidades de ejercer libremente el deseo. “Lo que queremos es que nos deseen”, decía.

No hay nada que se compare a una fiesta en la que sabes que nadie te va a voltear a ver, en la que andas en tetas y no temes que se te salga la panza. 

Durante los setenta, los años de la dictadura en Argentina, existió un sitio llamado El Sótano de San Telmo en el que las lesbianas se reunían y convivían. Obviamente, no se tienen registros, pero lo sabemos: val flores escribió un libro al respecto, con lo que otras lesbianas le decían.

Cuando fui a Buenos Aires, sin saber, me hospedé a una cuadra de ese sótano. Entonces era ya una pizzería sin chiste. Pero pasar por ahí todos los días me recordaba el motivo de mi visita: rastrear una historia que por alguna razón me urgía.

Es ahí donde está nuestra historia, en los relatos que se pasan de boca en boca, en el “¿sabías que fulanita salió con fulanita?”, en las miradas furtivas que las heterosexuales nos lanzan, en un sitio que fue para nosotras pero ahora tiene la cara de un restaurante familiar que abre a horas decentes.

Publicidad

Lo que queremos tiene que ver con combatir los silencios, con contar nuestra propia historia sin necesidad de validaciones. Y ahí está la música, el baile, las sonrisas. Ahí los policías pidiendo que le bajemos el volumen a la bocina diminuta. Porque si existen, de preferencia que lxs otrxs no se den cuenta.

Soy quien soy por cada una de las fiestas en las que estuve. La primera, cuando besar a mi amiga me costó horas encerrada en el baño y un par de cachetadas del que entonces era mi novio. La segunda, cuando la novia de mi amiga nos llevó a la pulquería insurgentes y conocí a una gringa que me gustí durante años (ahora nos queremos mucho sin el impulso del cuerpo, acompañándonos y escuchándonos, la vida lesbiana es una ruta que más que acabarse se transforma). La tercera, esa misma noche, cuando vi a muchas mujeres bailar semidesnudas y yo dudé tantísimo y no pude quitarme la blusa. Pero su libertad era mi libertad. Y verlas a ellas fue la confirmación de que tenía que perseguir mi deseo. Dicho a tantos años de distancia, suena a un movimiento fácil, pero las que hemos pasado por ahí sabemos lo mucho que cuesta.

La fiesta, para personas como nosotras, es también una cierta clandestinidad. Es ese espacio seguro en el que nadie se te va a quedar viendo porque te acercas a perrear con la que te gusta. En el que no va a faltar alguien que te sostenga el pelo para vomitar a gusto en el baño, en el que siempre habrá alguien que te chulee el outfit. La fiesta es un movimiento subversivo de los cuerpos. Todos los desgastes de la madrugada encuentran su sentido en el café compartido de las mañanas que recuerda los momentos divertidos, intensos, importantes.

Publicidad

En un cuarto violeta en una fiesta conviví con alguien que después fue mi novia. No nos besamos porque ella iba acompañada. Yo, en cambio, me dediqué a sonreír, a coquetear, a tener ondas con cualquiera que quisiera. Cuando estuvimos juntas, nos unieron las fiestas para dos: ella y yo escuchando las canciones de siempre, bebiendo, contándonos lo que nos dolía y poniéndolo al ritmo de una buena cumbia.

Fui también a una fiesta de MDMA en Año Nuevo. Yo, lejos de mi país, encontré a una comunidad en Lesboedo, que me recibió, me acogió y me enseñó los besos de tres, de cinco, de quién sabe cuántas. No conozco mayor sensación de libertad que la que tengo cuando las fiestas están a punto de acabarse: elegir con quién nos vamos y hacer con ello una apuesta.

Las fiestas implican creer en el futuro. Saber que es todo tan inmediato que vale la pena jugarse ahí y que cualquier cruda habrá valido la pena. Soltarse. Hacer del baile el lenguaje más importante. Los excesos como una forma de insistir en la vitalidad: estoy aquí porque quiero, porque aguanto, porque puedo abrazarme de otros cuerpos, porque esta música incomoda a tus xadres, porque la soledad no existe cuando las caderas se mueven al mismo ritmo. Respirar en conjunto es conspirar.

En esas fiestas entendí lo que significaba una comunidad que no tenía que ser para siempre, pero la sensación de compartir con otras el espacio, el deseo, las opresiones, me hacía sentir segura. A todas nos perseguían los mismos miedos, nos detenían las mismas cosas, queríamos combatir las mismas fuerzas. Y no había necesidad de decirlo: bastaba con sentir la euforia de Pelo suelto, de Como me gusta a mí, de Mujer contra mujer cuando se apagaban las luces.

Publicidad

Mana y sus amigas organizaban unas fiestas a las que les decían las purpurinas. Además del goce y los atuendos atrevidos, onda BDSM y blusitas de látex, Mana sostiene el valor de la fiesta como un espacio que va a contratiempo de la aceleración capitalista contemporánea. Vamos a fiestear y, por un momento, vamos a dejar de trabajar. Vamos a dejar de ser lo que se espera de nosotras. Se trata de olernos, saborearnos, escuchar nuestras voces desafinadas entonando la misma canción. Hacer una fiesta, dice ella, es “apoyar lo impredecible”.

 Nuestras vidas precarias encuentran modos de resistencia y supervivencia en eso fugaz que parece durar para siempre: descentrarnos, hacer un margen que molesta a la heterosexualidad.

Pero cuando voy a bares gays con mis amigas, parece que hay que pelear por el sitio que ocupamos: cuidarnos de los codazos, esquivar las vueltas escandalosas de nuestros compañeros, aprendernos sus coreografías para no estar desentonadas. Nosotras lo hacemos de otra forma. La Gozadera, el último lugar exclusivamente para lesbianas que existía en la Ciudad de México, cerró durante la pandemia. Hay, por supuesto, varios sitios queer (La Cañita es, por ejemplo, uno de ellos, uno de nuestros bastiones, que no ha estado exento de recibir ataques homofóbicos), pero nosotras vamos a seguir haciendo fiestas, espacios en los que el baile queda muy cerca de la promiscuidad.

Publicidad

En una marcha del orgullo, después del desfile, fuimos a celebrar. Y las compañeras aliadas, como que no quiere la cosa, se apropiaron del espacio. Les gustaba imaginar que su presencia heteronormada hacía alguna forma de subversión, pero se trataba nada más de los dispositivos normalizados insistiendo en marcar la diferencia con nuestros cuerpos: ustedes no traen tacones, no usan vestidos, no se maquillan: entonces nosotras somos las deseables. Ese despliegue de las convenciones me hizo recordar lo mucho que teníamos que insistir para defender nuestra alegría del deseo aplanado de los hombres, que se hacía aparecer en esos cuerpos.

Incluso para bailar se nos relega al espacio íntimo. Las mejores reuniones en las que he estado son en terrazas, en salas diminutas, en los departamentos de mis amigas y de lesbianas que abren sus casas si dices la contraseña adecuada. Es evidente que nuestras fiestas son espacios inmorales, porque la moralidad está demasiado cerca del capital. Llegar y combinar el cuerpo con los cuerpos de las otras, compartir sudores, olores, miradas de avidez abierta y desenfrenada que nos haga olvidar todo lo que allá afuera nos amenaza.

Claro que la pandemia nos obligó, como a todxs, a reducir las interacciones, a mediarnos con el cubrebocas, a acotar nuestros contactos y limitar esas borracheras en compañía. Pero vamos a volver. Hay una historia larga de resistencias que suceden en esos espacios iluminados por luces de colores que esconden la oscuridad al cruzar la puerta. En ese espacio nos pertenecemos, somos juntas. Ahí hay siempre unos brazos abiertos para acogernos y una sonrisa que nos dice que no hay nada mal en ser quienes somos.

La noche es nuestra, y el día lo está siendo también.

Sigue a Yolanda acá