FYI.

This story is over 5 years old.

Comida

Me pasé una semana comiendo solamente fideos chinos de sobre

Antaño me salvaron la vida, esta vez, me la arrebataron.

Un servidor rodeado de fideos instantáneos. A veces el mundo puede ser un lugar de infinita belleza.

Esto —este presente texto— es un sentido homenaje más que cualquier otra cosa. No quiero que lo percibáis como un artículo, una crónica o cualquier otra mierda trivial de estas, no, esto es una carta de amor, un poema para mi Dulcinea del Toboso que en este caso toma la forma de unos noodles fritos deshidratados introducidos en envoltorios de plástico y acompañados por suculentos condimentos exóticos.

Publicidad

Si bien extraño, mi amor es real, pues estos tipejos no solamente me han salvado la vida en momentos de penurias económicas sino que también me han proporcionado una paz y una tranquilidad que nada más ni nadie más en este mundo ha logrado administrarme. En el pasado, podía no tener dinero, podía no tener hogar, podía no tener ni amor ni esperanza pero ellos, discretos, humildes y armoniosamente almacenados en el fondo de un armario, siempre estuvieron allí, dispuestos a ayudarme y a rebanar su estómago para complacer mis necesidades alimenticias humanas. El saber que, mientras ellos estuvieran allí, no te ibas a morir nunca era un regalo celestial. Esta seguridad de 60 céntimos el paquete es lo que mantiene con vida a todos esos que alguna vez se han sentido completamente perdidos.

Repudiados por varios por su supuesto exceso de glutamato monosódico —un aminoácido no esencial que ha sido refinado por el mismísimo Diablo, según se dice—, los noddles pueden resultar ser un compañero de baile peligroso, pues abusar de ellos puede generar muerte y destrucción a su alrededor. Está claro que, como alimento, son una mierda (esto nadie lo pone en duda) pero joder, estos pequeños cofres de oro soluble tienen muchas cosas positivas, son cometas celestes portadoras de deseos y sueños.

Con vuestro permiso listaré algunas de sus bondades (uno, dos, tres. Vamos allá): son baratos, se cocinan rápido, no hace falta tener una cocina para prepararlos —de hecho he cocinado cientos de estos en mi habitación simplemente hirviendo agua con un cable eléctrico (esto no es cierto)—, no hace falta ni cocinarlos para consumirlos, se encuentran fácilmente en cualquier comercio, hay cientos de magníficos sabores disponibles, existe la opción vegetariana, son fáciles de almacenar y —lo más importante— no pesan nada, por lo que si alguien tiene que mandar por correo varios paquetes a su familia para que no se mueran de hambre en la sabana africana no se va a dejar mucha pasta con el envío. Todo es positivo, excepto el pequeño detalle de que pueden *ehem* matarte.

Publicidad

¿PERO QUÉ COJONES ES ESTO? ¡Empecemos con el jodido reto de una maldita vez! Pues claro que sí, a esto hemos venido. Como buen amante de este producto me propuse aguantar una semana entera comiendo únicamente noodles de sobre (y también los que se presentan en copas de plástico, no seamos tan exigentes).

En un principio pensé que era posible que esta especie de reto ya lo hubiera completado sin querer en el pasado, en esos tiempos gloriosos de vivir en una portería sin cocina. Pero los parricidios y las violaciones de animales en momentos de guerra son hasta cierto punto normales y obligados, con esto quiero decir que consumir toda esta mierda —noodles— en un estado de normalidad existencial tiene que ser mucho más complicado que hacerlo en un terrible momento de crisis económica y emocional. Ahí estaba el reto.

Completamente decidido, me dirigí a un supermercado chino de esos donde nunca comprarías carne y adquirí 15 paquetes de fideos instantáneos; dos por jornada más un extra por si las moscas (¿?). Había tantos sabores y colores que no podía decidirme. Era una experiencia sinestésica sin igual. Donde había azul yo percibía el sabor de las gambas y el amarillo no era amarillo si no el sabor de un caldo de pollo en mi boca. Finalmente me hice con 15 productos empaquetados de distintos sabores y formatos, eso era lo que ingeriría durante siete días. Eso era lo que, en unos días, formaría parte de mi organismo y generaría uñas, pelo y sentimientos.

Publicidad

¡Hola! Aquí estoy comiendo en la oficina de VICE con el cerebro derretido por culpa de este magnífico producto importado.

Los primeros dos días transcurrieron con total normalidad (¿quién no ha comido noodles durante dos días seguidos, por el amor de Dios hermoso?), creo que logré una buena combinación de sabores para que el asunto no se hiciera repetitivo y poder encontrar la felicidad y el placer dentro de la mediocridad —cosa que, pensándolo bien, es algo que llevo haciendo toda la vida en todos los campos existenciales.

Según la hoja de papel donde fui apuntando todos mis ágapes empecé con algo llamado "tonkutsu" y por la noche me decidí por un buen paquete de gambas deshidratadas. Todo bien. MUY BIEN. El día siguiente remojé mi gaznate con un bol de "kimchi" —que picaba un poco sin ser incomestible— y por la noche engullí lo que vendría a ser el ganador de todo esto; una sopa de udon. Era con sabor a udon, no udon. ¿Se me entiende? No eran fideos gruesos de esos, eran fideos normales con sabor a udon.

Pese al evidente timo, el resultado fue espectacular, parecía un plato hecho por mi abuela Xiaoyan en su Gay-Chen natal. Qué recuerdos; los cerezos danzando con el viento mientras el monte Huan-Mieiu nos observaba impasible desde su eslora atemporal.

Fue durante el tercer día que las cosas empezaron a torcerse un poco y la oferta culinaria empezó a no apetecerme demasiado. ¿Estaba empezando a generar cierto rechazo? Pasaba algo curioso: por la noche esos fideos eran el enemigo pero al mediodía, cuando comía en la oficina de VICE, el invento sí que me proporcionaba cierta candidez.

Publicidad

Supongo que los noodles son seres diurnos y hay que respetar sus viejas costumbres. Llegados a este punto puedo decir que tampoco echaba en falta alimentos de verdad. No me sentía especialmente débil ni nada. Mi novia me decía que el semen era un poco "raro y denso" pero aparte de esto todo iba bien. Joder, ¿a quién pretendo engañar a estas alturas? No tengo novia, solamente un trapito al que llamo "Rodellar" porque cuando iba a la escuela primaria mi madre siempre cosía una etiqueta con mi apellido encima de mis pañuelos para que si los perdía no se los quedaran otros putos niños que no se llamasen "Rodellar". Así que como el pañuelo tiene una etiqueta que pone "Rodellar" pues lo llamo "Rodellar", evidentemente. Sé que es raro pero dejemos el tema aquí y ahora.

Curiosamente al cuarto día ya le volví a tener ganas a esos pequeños hijos de puta. Unas ganas renovadas, cierta ansia, incluso. Lo mismo que debe sentir la gente que fuma o toma cafés. Digamos que yo "no era persona" hasta que no me comía unos buenos noodles sabor a "roasted beef", que vendrían a ser como fideos con sabor a rana (roasted) asada (beef) en chino. Creo. Hasta aquí todo fue bastante humanamente soportable.

Llegamos al quinto día. Dos más y esto ya lo tendríamos finiquitado. Era viernes y se acercaba un fin de semana de beber como un mono y me daba miedo tener que tirar solamente con esta comida. Es cierto que he alimentado muchas resacas con noodles pero no sé si esta vez sería lo que más me apetecería. Ese quinto día empecé a echar en falta comer cosas de verdad.

Publicidad

No, no me refiero a COMER, me refiero a MORDER. Notar comida normal en mi boca, no cosas deshidratadas y muy pequeñas que simulan ser gambas, pedacitos de carne o vegetales. Necesitaba notar la textura de un brócoli o desgarrar el tejido carnoso de un buen animal muerto. En fin, tenía cierta melancolía hacia la comida de verdad. Era como vivir en una nave espacial pero sin haber salido de casa, comiendo productos que te alejaban de la realidad, sin duda algo que generaba un rechazo social considerable.

Mis compañeros de oficina no paraban de preguntarme por qué estaba comiendo toda esta mierda y me aseguraban, con cierta pena, que si seguía así moriría. Creo que estaba bien notar un poco de preocupación y sentir un poco de empatía por parte de los demás, notar que si te mueres habrá alguien que sentirá un mínimo de tristeza.

El tipo se está volviendo completamente loco.

El fin de semana fue la prueba definitiva. Plantarme delante de esas propuestas culinarias me ponía triste, no quería volver a notar su textura. Ninguno de estos dos días pude terminarme estas malditas sopas. Los fideos pude vencerlos pero con el caldo no hubo manera.

No me gusta tirar comida pero si esta comida es más barata que la bolsa de basura donde la vas a tirar no te sientes tan mal. Había llegado a un punto en el que era evidente que estaba detestando este material que tanto había amado en el pasado. Mi salvador convertido en mi ejecutor. No solamente me molestaban los fideos si no toda la liturgia de su preparación: abrir paquete, vaciar el contenido de los sobres, calentar agua, verte agua sobre los fideos. Esto es todo lo que hice durante esa semana.

Publicidad

En mi cerebro no había ni un atisbo de creatividad. Tener hambre; abrir paquete, hervir agua. Menudo puto genio. Estaba convirtiendo la magnífica experiencia de cocinar y comer en un acto frío y desangelado.

Por suerte esa tendencia habitual de beber muchas cervezas de lata durante las noches del fin de semana y terminar convertido en un ser ebrio hizo que no tuviera ningún tipo de dilema moral —en relación con este artículo— en comprarme una especie de hamburguesa que hacen en una pastelería india (o algo) de puta madre que hay en la calle Joaquim Costa de Barcelona y notar algo diferente en mi boca, poder morder algo mínimamente duro.

Necesitaba ejecutar presión sobre un cuerpo distinto, sobre algo nuevo, en definitiva, evadirme de mi condena. Ese sábado por la noche caí y fracasé en mi intento pero ya sin dignidad el día siguiente seguí con mi dieta, finiquitando mi treceavo y catorceavo paquete de fideos. Todo lo que había conseguido era tener unas terribles ganas de volver a comer como un ser normal y olvidarme por un tiempo de los malditos noodles.

En el fondo lo sabía. Este artículo era una carta de despedida, un epílogo, un punto y final a una relación que llevaba durando años, décadas, vidas. Sabía que eso iba a terminar mal. Era o terminar físicamente degradado por culpa de una alimentación deplorable o emocionalmente devastado por verme obligado a odiar este producto durante el resto de mi vida, cosa que los condenaba al más triste olvido.

Sin duda desaparecerán como cuando un contacto de WhatsApp se va quedando atrás, cada vez más a bajo en la lista de chats, sin revivir, hundiéndose en el silencio. Ya no los deseo, se han acabado. Los noodles. Y no sé si esto está realmente bien. Me gustaba desearlos, necesitarlos y depender de ellos. Al fin y al cabo, ellos, una vez, me salvaron la vida. Supongo que es como esa frase al final de Annie Hall.

Pero ahí está, últimamente cuando entro en la cocina lo veo, reposando sin decir nada. Es ese paquete de noodles que compré de más, el número 15. Puede ser que, en vez de un simple paquete de fideos instantáneos se trate de lo único que puede revivir mi triste amor por lo que antaño fui.