FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Me recetaron unas pastillas (rosas) para el chocho que me jodieron la vida

Unos óvulos vaginales coloreados artificialmente me dieron un sarpullido que convirtió mi cuerpo en un chihuahua calvo sarnoso. Microviolencia de género.

Hay una verdad que reina sobre las otras verdades, por básica y urgente, y esa verdad es que a veces el chichi pica. Una dice: voy a aguantar, no pasa nada. Esto será del refrote, esto será un cambiecito de PH, esto será que últimamente he fumado y he bebido como una posesa y no me he comido una miserable judía verde. Esto será por haber cometido la SALVAJE ESTUPIDEZ de emocionarme con la Gillette y dejarme el chocho lampiño. Pero hay veces en las que la comezón llega a tal punto que una no puede concentrarse, y sólo desea que la dejen sola en la vida para rascarse hasta el epitelio.

Publicidad

Hablas con alguien, lo miras a los ojos, asientes y sonríes ante su discurso, pero sólo piensas: RASCAR. Ves a perros por la calle que restriegan impunemente su culo contra el tronco de un árbol y se te humedecen los ojos de envidia. Intentas migrar tu alma a ese cuerpo chaparro y peludo con colmillos salientes, y sentir el placer de la madera rasposa contra tus genitales. RASCAR, RASCAR. Te escondes tras las esquinas e, intentando que no quede demasiado evidente (NO SÉ SI SABEN que las mujeres no podemos hurgarnos la entrepierna tranquilamente sin recibir risitas, comentarios y miradas), en lugar de hincar uña, te das breves y contundentes golpes con el bolso. Esto es un truco de mi madre. Gracias, madre. GOLPEAR, GOLPEAR, GOLPEAR. Tu ser amado se arrodilla a tus pies y te pide que celebréis vuestro amor en una boda-fiestón en el bosque tipo Robin y Marian, y tú lo miras a los ojos y le dices: Vale, sí, ¿pero me RASCAS?

En ese estado de angustia, vives impulsivamente y te lanzas a ciegas a cualquier consejo escuchado por ahí. La primera vez que sucedió tenía quince años. El cuaderno feminista de salud que mi señora madre guardaba junto a su Simone de Beauvoir y a su 'La mujer multiorgásmica' se deshacía en halagos hacia la utilización del ajo como antibiótico natural ante las infecciones vaginales. Mis quince eran aún más ansiosos que mis actuales y venerables treinta y uno, así que me metí el ajo tal cual, pelado y punto, con la esperanza de poder salir esa noche y beber mis calimochos sin angustias ni picazones. Pero, AY, no leí la letra pequeña, en la que se indicaba que el ajo debía ser envuelto previamente en una gasa para así poder extraerlo más tarde cual cómodo támpax. La noche terminó con un corrillo de amigas borrachas insertando sus dedos en mis entrañas. Finalmente, mi amiga de dedos más largos se hizo con el premio, y todo quedó en un susto para recordar y TERGIVERSAR por los siglos de los siglos (una vez que, ya viviendo en Madrid, volví de vacaciones al pueblo, un ex amigo me comentó que durante un tiempo corrió el rumor de que me había metido UNA CEBOLLA).

Publicidad

Inconsciencias de los quince aparte, me lanzo al meollo de la cuestión: Hace un tiempo, aquel picor vino de nuevo a visitarme. Encontrándome en una situación de estrés, y no pudiendo ocuparme con cuidado y delicadeza del problema, decidí entregarme con los brazos abiertos a la temible MEDICINA ALOPÁTICA. ¿Que qué es eso? Es esa magia negra que sucede en ese lugar llamado hospital, en el que un médico distraído es capaz de recetarte toneladas de antibióticos sin mirarte siquiera a los ojos. Tú puedes ir y decirle: Mire, es que he tomado seis tandas de antibióticos en los últimos seis meses. No importa. Los médicos de cabecera, sean hombres o mujeres, son una especie de supermachos ególatras que barren para casa: piensan que con ellos siempre es TU PRIMERA VEZ, que llegas virgen y limpia y que no tienes un pasado antibiótico pesando en tu cuerpo.

Fui pues a un templo del veneno y, tras comentarme cosas del cambio del PH y de sobrecrecimiento de bacterias, me recetaron unos óvulos antibióticos (esto son unas pastillas que se meten origen del universo adentro). Cuando fui a comprarlos, me sorprendió su gran tamaño y vivo color, pero decidí bajar la cabeza y acatar las instrucciones de la señora doctora. Fui obediente, me metí uno cada noche, y empecé a esperar la cura con ilusión. Desde el inicio del tratamiento sentí unos leves picorcillos en piernas, cabeza y manos, pero el último día se convirtieron en un sarpullido salvaje. En el momento en el que me desnudé y empecé a hacer una especie de danza enloquecida del rascar-llorar-rascar, y mi cuerpo empezó a parecer el de un chihuahua calvo sarnoso, el elegido de mi corazón me dijo: nos vamos a urgencias.

Publicidad

Yo me puse terca como una niña que no quiere entrar a la guardería. "No, no, que me van a dar más veneno. No, que me van a matar". Pero llegó el momento cumbre del picordolor, en el que empecé a tener delirios tipo: "Quiero ir a acurrucarme al regazo de mi madre". Como el regazo de mi madre es algo que se encontraba a una distancia de 16 horas de vuelo, tomamos un taxi al hospital. A la hora ya modelaba por los pasillos de urgencias con uno de esos camisones hospitalarios que te dejan el culo al aire y una vía de corticoides goteando por mis venas. El diagnóstico: alergia a las pastillas que me estaba introduciendo cada noche chocho adentro. La intolerancia, en concreto, no se debía a la composición química de las pastillas, sino al TINTE QUE LAS COLOREABA.

PRIMERA PREGUNTA: ¿Qué necesidad hay de colorear una pastilla artificialmente?

RESPUESTA: Ninguna. No se trata de una cuestión médica, sino de una decisión puramente ESTÉTICA. En lo que a lo sanitario se refiere, ¿no es absolutamente prescindible y absurdo añadir color a las pastillas, sobre todo cuando se sabe, porque lo dice en el lateral de la caja, que ese tinte puede causar una reacción alérgica grave?

SEGUNDA PREGUNTA: ¿Cuál era el color de esas pastillas fabricadas para que las féminas se las introdujesen en sus vaginas con el fin de aliviar sus picores?

RESPUESTA: Eran de color ROSA.

A partir de aquí, mi cerebro empezó a comprender realmente que los caminos de la industria farmacológica no eran ya absurdos y monetarios, sino directamente perversos. Supongo que en sus cerebros maquiavélicos para una mujer no supone ningún atractivo medicar su entrepierna con pastillas blancas. Supongo que pensaron que, para que la medicación resulte absolutamente irresistible y calme la picazón, no ya de la vagina, sino de la coquetería presente en el corazón de cada delicada mujer-princesa, debía ser del color de los sueños de las niñas.

Muchas mujeres actuales, afectadas por la palabra furcia pendiendo peligrosamente sobre sus cabezas, han sentido alguna vez en su vida que su vagina es un territorio quizás demasiado transitado y agotado, que no es ese templo sagrado e incorrupto que en realidad debería ser. ¿Y qué mejor, desesperada por un picor en las partes bajas (un picor que quizás tenga que ver con esa actividad sexual desenfrenada que la hace sentir culpable), que purificarlas con una cápsula que la retrotraiga directamente a sus camisones infantiles, a esas adorables braguitas de algodón de cuando su vulva era simplemente una parte más, que ni picaba ni dolía, que era como un brazo o una pierna, algo que estaba ahí y no suponía ningún problema?

Una vez me dieron el alta y pude quitarme la aguja y el camisón enseñaculos, el doctor me recetó unas pastillas para seguir tratando la reacción alérgica. Fui a buscarlas a la farmacia. Esta vez, las pastillas NO ERAN ROSAS. Eran AZULES. Las tomé, el picor corporal cesó. Ningún signo de efectos secundarios. Le escribí a un amigo ginecólogo, contándole todo mi drama, y queriendo curiosear en el infierno del colorismo farmacológico. Su respuesta, sencilla y contundente, fue la siguiente: "Por alguna razón, veo bastantes más casos de alergia con medicamentos coloreados de rosa que de otros colores. Debe ser algo de la base de tinte rojo que le echan. Y lo que a ti te pasó no es nada. He visto a mujeres venir con la garganta cerrada después de haberse tratado con óvulos vaginales".

Le pregunté: "Pero, si saben que pueden dar alergia, ¿¿¿por qué lo hacen??? ¿¿¿Por qué los tiñen???" Él, que, en el fondo, trabaja en el sistema, simplemente me contestó: "Pues supongo que por lo que tú dices. Lo del color rosa y las mujeres y todo eso. Jeje". No sé a qué coño venía ese "Jeje". Me pareció el puto "Jeje" simbólico de toda la industria farmacológica, de los putos estándares de lo que una mujer desea para su cuerpo. Me pareció, y no exagero un ápice, el "Jeje" generalizado ante la violencia de género cotidiana. Porque, queridas gentes, no sé si saben que esto, precisamente esto, también es microviolencia de género que se nos cuela por los resquicios de la vida sin que nos demos cuenta. A mí, particularmente, se me coló por el coño.