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Especial de moda 2014

Orquídea de carne

'Vaya a morirse a su casa. Nuestros residentes no pueden curar la enfermedad innombrable que tiene en la vagina. Y que la domina'.

Para Gonzalo Rodríguez

Karla ahora se autonombra Carne. O Carnita. Con la voz de su Mamá junto a la cama de hospital cuando anunciaron el irónico alta médica. Desahuciada. Vaya a morirse a su casa. Lamentamos que ésta no sea una clínica de investigación. Nuestros residentes no pueden curar la enfermedad innombrable que tiene en la vagina. Y que la domina.

Carne Carnita, se decía a sí misma.

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Ella: cabeza se volvió parte de cuello. Cuello unido a caja torácica. Brazos y piernas replegados en una zona que en el pasado fue el-centro-de-Karla. Sus órganos internos, desaparecidos. No había esqueleto. Perdió los dientes. Acéfala. Mientras toda ella se apiñaba, olvidando la definición ideal del cuerpo humano, ahora adquiría una consistencia como la del mercurio. Se volvía inaprehensible. Gelatinosa. Contra los derechos del paciente, las enfermeras gritaban horrorizadas al tener que canalizarla, temían quedarse con un pedazo de la mostra en las manos. Nunca habían visto algo así.

Soy una gelatina de carne.

Se llevaba el dedo al ombligo. Pero el dedo se volvía una tira de peso desmedido. Apenas lo movió unos centímetros. No quería tocar su ombligo en realidad, sino eso que los médicos relacionaban con el origen de su mal. Hubiera querido calcular su temperatura corporal con la punta del índice e incluso oler sus fluidos vaginales de enferma. Lo que denominaron Su Mal ahora estaba perdido en alguna parte de su monstruosidad. ¿Cómo una diseñadora de moda se había convertido en semejante cosa? ¡Encima una diseñadora de leggings!

Carne nunca pensó que tendría que mantener el umbral del deseo a raya con el del dolor. Debería vencer el deseo entregándose al dolor. La permanencia estimulaba la confusión entre estar mal y estar mala. ¿Cómo podía sentirse caliente mientras se estaba muriendo? Como una gata tirada al ras del suelo con la cola levantada, se imaginó. Estoy siendo toscamente una gata. Pero nadie advertía nada excepto su indefinición corpórea. Su Mamá la envolvía en batas para enfermo tratando de cubrir su circunferencia amorfa. Antes que gata en celo, era un enorme grumo oscuro envuelto en colores azules, verdes y otras decoloraciones por el potente lavado.

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Te ves como un globito desinflado, dijo el único enfermero que no se horrorizó delante de esa zona de punción indefinida al canalizarla. Al tomar la temperatura entre un pliegue oscuro y otro más negro. Al ponerle con una gasa húmeda sobre una lonja que creía la frente de Karla. Pero era un cachete.

Y le sonreía.

Regurgitación. Fiebre. Se volvía a sentir Karla pero bañada en carne. No veía la sonrisa del enfermero. Karla era una bola de carne sin ojos. Dominaba su termorregulación. Pero justificaban la fiebre por la suspensión de medicamentos intravenosos; ahora ya no podían decir eso a su Mamá. Para el equipo había sido un éxito aquella canalización que en cualquier paciente era mera rutina. Desde la noche anterior Karla había sido un reto de examen final para las enfermeras de los tres últimos turnos. Ahora el hábil enfermero daba un masaje con los dedos a la zona punzada, sobre el parche antiséptico. Carne entraba en trance.

En la sedación estaba de nuevo en el trabajo. Se veía. Una hormiga que diseña la moda del hormiguero. Sus leggings con estampados de orquídeas vestidos por famosas a medias que aceptaban servir de aparador a cambio de ropa gratis. Era su triunfo. Moda y naturaleza, oh là là. Vio las orquídeas de reojo en una revista. Debido a su escasa memoria, confundió orquídeas con mantis religiosas. Imaginó a un jardinero estampado junto a las orquídeas porque oh, qué miedo, el horror de las plantas carnívoras. Irónicamente esos leggings ahora serían una cárcel para su cuerpo. No lograrían almacenar el desfiguro de sus carnes. Carnita sin forma ni figura.

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Sólo oía las voces de los médicos. ¿Cómo amaneció? ¿De nuevo problemas para hallarle las venas? Si sigue así necesitaremos un catéter central. De inmediato advertían la idiotez. Una sonda que entrara por una vena del pecho y que terminara en el corazón. ¿Cómo saber dónde está el pecho de Karla? ¿Y en caso de ubicarlo, bajo esa piel existen venas que vayan al corazón? Aunque el enfermero se burlaba discretamente de los fracasos mentales ante el horror que provocaba la enferma, él tampoco podría explicar a qué parte de cuerpo pertenecía tal pliegue de piel, recoveco elástico, carne semilíquida o telaraña de tiras de mucosa. Carnita confiaba a ojos cerrados en las manos del enfermero.

¿Y qué quiso decir con globito desinflado?

La enfermedad comenzó en su vagina. Se le escurría fuera de sí un enorme moco negro imposible de desprenderse. No de los labios, sino de los músculos de la vulva. Creyó tener miles de enfermedades de transmisión sexual. Sobre los leggings su coño empujaba los contornos del estampado de orquídeas. Monstruosidad en bajorrelieve. A los días su piel morena tornó en diferentes negros. Comenzó a descomponerse. Recostada, era una mujer después del adelgazamiento invasivo. La piel de su estómago era un todo colgante.

¿Seré un bonito globo desinflado?

Karla no identificaba si sentía deseo por el enfermero. O hambre. Tantas semanas en una posición de dibujo animado repentinamente desanimado. Creía que el enfermero la veía como un globo de helio, plateado, la figura de una estrella. Pero la imagen en la cabeza del hombre servía como una pieza del par perdido del memorama. Ella no era un globo cualquiera, sino las palabras Happy New Year! desinfladas. Carne caída al ras del piso de una fiesta y con el alma a medio helio. Una figura plateada en sinsentido: LopWeo! Nadie la entendía, excepto el enfermero. La calentaba haciendo círculos sobre las heridas en su piel. Círculos dentro de círculos. Cuando se excitaba, salía huyendo. Carne lo imaginaba dentro de sus carnes.

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Al salir de la sedación, una enfermera intentaba meterle una pastilla por el oído. La escupió con la fuerza de una boca. Trató por el ano. La regresó sobre la cofia de la infame señorita. Entonces sin tacto lo intentó por la vagina. Su afectación primera. Supo que no la atendía su enfermero, sino una cualquiera que pidió ayuda a gritos y tocó el botón de alerta roja. Doctores y camilleros se arremolinaron en torno a la aterrorizada mujer: La enfermita se comió el termómetro por la vagina. Y desde no sé dónde saltó una lengua pastosa y evidentemente deshidratada que me arrebató el litro de suero tragándoselo sin problema de deglución con todo y tripas. Cuando comencé a gritar, volvió a salir aquello que creía una lengua pero que en realidad parecía más un pétalo unido al pistilo, y me tocó la pucha por encima del uniforme. ¡Me tocó la pucha! ¡Y volvió a esconderse!

Aunque predominó una sensación nauseabunda y tétrica, también hubo chispas de orina de risa. Su madre la cubrió con todas las batas posibles. Verdes y aguamarinas la volvían una orquídea de hospital. Un par de horas después, Karla abrió un ojo. Un ojo al final de la cama ortopédica, junto a la palanca que eleva el respaldo. Pero ella está a régimen de horizontalidad. Como a un gramo de mercurio, enfermeras y doctores temen que termine desbordada por el piso dejando múltiples Karlas con bocas que lanzan dentelladas a los chamorros de los pacientes y familiares. Carne pandémica vuelta legión.

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Mientras el piso del hospital entra en pánico, Karla hace la presión necesaria para un pedo, y lo expulsa. Su catéter también sale volando pegado aún a la sonda. Y el suero fisiológico mezclado con distintos medicamentos salta como un chorro de orina de borracho. Mamá pide ayuda pero el atemorizado mundillo médico se niega a regresar. Karla se revuelve entre los pliegues de su misma carne y ropa de enferma. Una orquídea de Carne sobre una cama de hospital. En eso se ha convertido. Y Mamá no regresa. Y nadie parece apurarse por atenderla. Las horas pasan. Acéfala duerme. O ha muerto por fin. Hasta que aparece su enfermero.

Carnita abre su ojo.

Poliéster blanco marca las piernas de deportista. Chispazo sin órganos. Sus papilas gustativas trabajan. Aunque sin dientes, su lengua se estira lijándose. Esta vez no será necesario sacarla para tocar la entrepierna y cerciorarse que bajo el uniforme hay un sexo masculino. Un sexo masculino y de su enfermero. En absoluta ignorancia, el hombre prepara una aguja. Enseguida busca una vena en buenas condiciones acariciando los pliegues frígidos y suaves. Y en su cabeza se oye a sí mismo ensayando:

Mi globito desinflado, perdóname el piquete.

Carnita cerró el ojo como la primera vez que fue penetrada. No por miedo, sino porque se trataba de algo casual. Ahora situación fantástica. Era una orquídea formada con ropas de enferma encima de una masa amorfa y desahuciada. Cambió la temperatura de la piel para destantearlo, a continuación irrigó una potente fuente de sangre bajo su índice, y cuando él trató de dar el pinchazo repitiendo su frase amorosa, se abrió un remolino de carne aspirándolo de un bocado.

Él pensó que había vuelto al vientre materno por los movimientos de una lengua que buscaban su erección. Carne se incomodó profundamente y lo trituró, sin llegar a matarlo. Como dándole un orgasmo mientras ella lo fingía. De repente advirtió lo que había hecho con su enfermero favorito, apretó su masa inaprensible para tratar de contenerlo, pero el peso hizo que se viniera abajo esa parte de su monstruosidad. Carnita abrió el ojo para ver ese lado suyo escurrido, supo que ahí aparecería una boca resplandeciente de dentelladas, como decían, y sintió nostalgia al imaginarse tan sólo como un ojo distante de aquella boca.