Anatomía de una recaída en el consumo de heroína

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Anatomía de una recaída en el consumo de heroína

La gente recae todo el tiempo. Es parte de la recuperación.

Este artículo se publicó en colaboración con The Influence. Después de diez años de no meterme nada, ya ni siquiera pensaba en eso. Al principio, todos los días comenzaban con un debate interno de si debía consumir o no. Después de cierto tiempo, la voz interna que me decía "la última probada" se desvaneció hasta convertirse en un eco y un día desapareció por completo.

Nunca antes había pasado tanto tiempo sin consumir alguna droga. Superé esa etapa y construí una nueva vida. Tuve una hija. Empecé mi trayectoria como escritor. Las probabilidades de recaer eran tan lejanas como que un piano me cayera en la cabeza.

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Hasta que pasó.

Todo empezó con el accidente.


Nadie espera que le pasen este tipo de cosas. Y todo fue tan rápido. En un momento mi hija y yo íbamos caminando hacia la tienda. Ella estaba trabajando en su proyecto escolar de 5º año de primaria y los dos necesitábamos salir después de haber estado pegando, coloreando y recortando cosas durante horas. Así que decidimos ir por botana.

Salí de la casa las 9AM con la esperanza de encontrar algo y regresé a la 1PM con un paquete de heroína.

Era un lunes sombrío de enero de 2014, alrededor de las 5 PM, cuando salimos de la tienda. La tomé de la mano y esperamos a que se detuvieran los autos, avanzamos y revisamos que no vinieran autos del otro lado. Nada. Dimos unos pasos y de pronto todo mi mundo quedó patas arriba. Recuerdo que sentí cómo se comprimieron mis costillas y me quedé sin aire en cuanto mi cuerpo se estrelló con el asfalto. En el momento de silencio que siguió, todo parecía un sueño. Después, una de las mandarinas que acabábamos de comprar pasó rodando frente a mis ojos y me trajo de vuelta a la realidad.

En ese momento me di cuenta que una camioneta había rebasado al auto que se detuvo para dejarnos pasar. La conductora distraída pensó que el auto de enfrente se había detenido para dar vuelta y no para dejar pasar a los peatones, así que rodeó el auto y nos golpeó a 30 km por hora.

Cuando logré ponerme de pie, los conductores ya habían salido de sus autos, la luz de los faros lo cubría todo, la gente gritaba que no me moviera porque podía lastimarme más.

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Recuerdo haber visto los tenis de mi hija en medio de la calle. A unos metros, mi hija yacía inmóvil.

Hago esta breve pausa para decir que mi hija sobrevivió y que está bien. Mientras escribo esto, ella corre por el parque con una amiga de su escuela. Sólo sufrió una traumatismo cerebral, se le cayeron un par de dientes y contusiones graves. Ni siquiera recuerda el accidente, sólo lo que pasó después. Qué suerte tiene.

Los doctores me dijeron que pudo haber sido mucho peor. Por lo visto, en este tipo de accidentes, lo más importante es caer bien.

Y mi hija cayó bien.

Por supuesto, cuando la vi tendida en plena calle, no tenía idea. Caminé torpemente hacia ella y la vi ahí tendida, inerte, como una muñeca de trapo. No podía moverla porque tenía pavor de que su columna estuviera lastimada, así que toqué su rostro suavemente y le supliqué que se levantara.

Por suerte, una ambulancia llegó casi de inmediato (los paramédicos estaban cerca para atender otra emergencia) y despertó cuando la estaban atando a la camilla, respiró tan hondo como si acabara de salir del agua y empezó a gritar y patalear por el dolor y la confusión.

Yo creo que en total fueron dos minutos en lo que llegué a ella, grité para que despertara y rogué por que no hubiera muerto. Pero en ese momento parecía una eternidad. Incluso ahora parece eterno. Cada segundo que no respondía, que no abría los ojos —mientras todos trataban de alejarme de ella—, la posibilidad de que estuviera muerta empezó a atormentarme.

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No sé si es necesario ser padre para entender qué se siente enfrentar la posibilidad de que tu hijo haya muerto. El abismo de la desesperación que se abre dentro de ti. Soy escritor de oficio y me he pasado las últimas semanas escribiendo y reescribiendo este párrafo, tratando desesperadamente de captar el terrible dolor que sentí, pese a que duró apenas unos fugaces minutos. Pero no se me ocurría nada. Esta es mi mejor versión.


Pero este texto no se trata del accidente; es sobre mi recaída, aunque los dos acontecimientos están entrelazados en mi cabeza. El accidente —o esos momentos de terror después del accidente— marcan la línea divisoria entre el Tony O'Neill que escribió sobre los diez años que estuvo libre de heroína sin necesidad de entrar a rehabilitación y el de Tony O'Neill que escribió este artículo para descifrar cómo pasó.

En los meses después del accidente, me desaté por completo. ¿Acaso siempre he padecido depresión? Creo que sí. Hay muchas ramas de mi árbol familiar de las que no se habla, hombres de mi familia que terminaron suicidándose con una cuerda o con una botella de whisky. No sé si hay un factor genético en la depresión y la adicción pero mi historia familiar parece apoyar esta idea.

Pasé de las pastillas a la heroína en un abrir y cerrar de ojos.

Desde que recuerdo, los altibajos de mi vida van de lo muy bajo a lo muy alto, y hubo muchos periodos en los que tuve una nube negra sobre mí y lo único que podía hacer era aguantar. Pero nunca tomé ningún tipo de medicación por miedo a que esos sentimientos alteraran el delicado balance químico que me permitía ser creativo, ya fuera como músico, durante mi juventud, o como autor.

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Si no reconocen mi nombre, no se preocupen, no soy Stephen King ni Salman Rushdie. Pero sí he logrado escribir y publicar una cantidad suficiente de libros como para decir que tengo una trayectoria como escritor sin sentir que soy un fraude. Para una persona que depende de ese misterioso impulso creativo, el temor de que los antidepresivos alteren ese delicado equilibrio es muy real.

Pero después del accidente, las cosas cambiaron muy rápido.

Las pesadillas fueron lo primero. En los primeros meses tenía varias pesadillas por las noches en las que revivía el accidente con variaciones horribles, como la imagen de un cuerpo destrozado y un auto que caía sobre mi hija en cámara lenta sin que yo pudiera mover un dedo.

Aunque probablemente la ira era lo peor. Mi esposa fue la primera en notarlo. Pese a que nuestra hija se recuperó rápidamente sin que su capacidad cognitiva se viera afectada, mi ira contra la conductora, las compañías de seguros y el destino mismo no se desvaneció con el paso del tiempo sino todo lo contrario. No podía escribir y varias veces al día me quedaba viendo al vacío, soñando despierto, con mi corazón latiendo a mil por hora y mi cuerpo empapado en sudor frío. Trataba de mantenerme ocupado pero de un momento a otro mi mente regresaba a ese día y cuando me daba cuenta ya era demasiado tarde: me inundaba una profunda tristeza o una intensa rabia.

Mi esposa insistía en que consultáramos a un profesional —un doctor, un terapeuta, lo que fuera— pero yo me negaba. No estaba loco. Estaba furioso. Y tenía todo el puto derecho de estar enojado, gracias.

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Además… ya tenía demasiados calmantes.

No soy parte de la generación de jóvenes adictos a la heroína destetados de las drogas farmacéuticas. Soy de la generación anterior, del tipo de yonquis que idolatraban a Johnny Thunders, William Burroughs, Chet Baker y Lenny Bruce cuando eran niños, para los que sólo era cuestión de tiempo hasta que probaran la heroína. Estaba enamorado del misterio de la heroína, del estilo de vida del renegado, así como de todas sus connotaciones artísticas. No me interesaban las pastillas, excepto cuando hubo un periodo de sequía y necesitaba algo que me mareara más. En mis días de drogadicto en Los Ángeles, engañaba a los doctores y me daban recetas con tanta facilidad que parecía un truco de fiesta.

Pero ahora no necesitaba hacer nada. No tenía que mentir con que no aguantaba el dolor de espalda, los espasmos o la migraña. Cada que entraba al consultorio del doctor, herido de pies a cabeza, jorobado como un anciano, los doctores me preguntaban si necesitaba algo para el dolor y la respuesta siempre era afirmativa.

Empecé tomando una pastilla cada que lo necesitaba y terminé masticando y tragando cinco pastillas tres veces al día. Mi consumo incrementó tanto que llegó el día en que un frasco de 30 pastillas de oxicodona no me duraba nada.

Aunque me aterraba ir al loquero, había algo de reconfortante en la forma tan familiar en que los opioides atenuaban los sentimientos. Me adormecía con pastillas para poder tomar el teléfono y lidiar con las largas y complejas negociaciones con las compañías de seguros, los hospitales, los abogados y todas las instituciones parecían hacer todo lo posible para que además de todo el dolor físico que provocó el accidente, nuestra familia también sufriera económicamente.

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Por una falla en las leyes de Nueva Jersey, la carga de nuestros gastos médicos recayó en nuestro seguro, y nuestra compañía de seguros se negó a pagar la mitad de los gastos —por rayos X, viajes en ambulancia, tomografías—, lo cual provocó una serie de llamadas de departamentos de cobranza que exigían que pagáramos miles de dólares que simplemente no teníamos.

Antes escribía mucho sobre mis años de adicción —el romance inicial, las aventuras cotidianas de un yonqui joven que vivía en Los Ángeles y Londres, el dolor y el síndrome de abstinencia—, así que no volveré a ese tema.

Lo que sí quiero aclarar es esto: no creo que cuente como "recaída" si una persona que solía ser adicta a la heroína necesite tomar analgésicos opioides. Muchos lo hacen a pesar de que no padecen ningún problema. Y si tomas precauciones; hablar con profesionales de la salud sobre tu historial médico o hacer una lista de familiares que controlen tu medicamento, puedes reducir los riesgos. Tomé ese tipo de medidas después de dejar la heroína (cuando me salieron las muelas del juicio) y no tuve ningún problema.

La diferencia entre eso y lo que pasó después del accidente era pequeña pero importante: antes utilizaba las pastillas para aliviar el dolor físico; ahora las tomaba para disfrazar el dolor emocional.

Pasé de las pastillas a la heroína en un abrir y cerrar de ojos.

Naturalmente, llegó el punto en el que los doctores ya no podían recetarme nada porque mis heridas habían sanado. Los moretones se fueron al igual que las recetas. Cuando eso pasó, el monstruo que había cargado por tanto tiempo finalmente explotó. Dejé de alimentar al bastardo, lo encerré y después de casi diez años sin comida, luz o atención, asumí que había muerto o estaba a punto de morir. Pero tras meses de lanzar oxicodona a su jaula, el infeliz creció hasta llegar al tamaño de King Kong.

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Estuve unos cuantos días sin pastillas, deprimido y apático, hasta que llegué a la conclusión de que mi situación era insoportable. Por lo visto solamente había dos opciones para callar el ruido en mi cabeza. Una era el suicido. La otra era la heroína.


Conseguirla fue tan fácil como ir a la tienda de la esquina para comprar dulces, aun cuando nunca lo había hecho en esa parte de la ciudad y no conocía a nadie que siguiera inyectándose. Salí de la casa a las 9 AM con la esperanza de encontrar algo y a la 1 PM regresé con un paquete de heroína. Las personas como yo tienen un instinto especial y pueden encontrar territorio yonqui igual que un zahorí puede detectar ríos subterráneos.

Pero esta vez era diferente; no hubo un periodo de romance, nada de "vamos a conocernos más", nada de días flotando en una nube de bendiciones narcóticas. En vez de eso, regresé al mismo punto en el que estaba cuando dejé la heroína hace años: un ciclo sofocante de una necesidad abrumadora y odio, me odiaba a mí mismo y odiaba a la droga, y a pesar de todo ese odio, sabía que no tenía otra opción más que seguir inyectándome.

La mayor diferencia entre esos días y mi recaída era que ahora tenía una familia. Mi hija nunca conoció al antiguo yo, la persona que había alejado y que sólo sacaba de su jaula cuando necesitaba un personaje para mis novelas. Era muy bueno para esconder mi doble vida, conocía esa treta a la perfección. Pero no pasaba un día en el que viera a mi hija a los ojos sin sentirme como un monstruo deforme, jorobado y llorón. A pesar de que logré que nunca se diera cuenta gracias a mi tremenda fuerza de voluntad, sabía que cada día me acercaba más a un desastre que podía destruir a mi familia para siempre.

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Ahora yo era el que estaba frente al volante e iba toda velocidad en un auto sin frenos hacia la mujer y la niña que tanto amaba. Había momentos, cuando me inyectaba y estaba listo para sentirme mejor, en los que me preguntaba si esta dosis era la que me iba a matar.

Debo confesar que a veces creía que seria un alivio.


Pero mi teatrito se cayó. Mi esposa sabía perfectamente cómo me ponía con la heroína porque ella me cuidó muchos años atrás y la constante negación ante sus sospechas se volvió casi cómica al final. Cuando por fin me confrontó con evidencia irrefutable —un paquete de buprenorfina que dejé en un intento fallido de superar la adicción—, por un momento pensé en inventar otra mentira para zafarme del problema.

Pero no lo hice, estaba cansado y admitirlo fue un gran alivio, incluso si significaba aceptar que mi estupidez casi me hacía perder a las dos personas más importantes de mi vida.

Después de todo el drama que siguió, mientras me retorcía en las garras del síndrome de abstinencia encerrado en la recámara de huéspedes, mi esposa me ofreció un trato: podía quedarme si buscaba ayuda profesional. Incluso entonces me rehusé a que me internaran en un centro de rehabilitación porque mi experiencia en los años 90 fue espantosa. Le rogué que me dejara en la casa, que me encerrara y que no me dejara salir bajo ninguna circunstancia.

Pero su decisión era definitiva y tuve que entrar a una clínica. Después de tres días de sudar toda la sustancia, empecé el tratamiento con buprenorfina y la terapia.

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La gente recae todo el tiempo. Es parte de la recuperación. Pero además de mantenerme limpio a partir de ese momento (abril de 2014), lo que necesitaba era un tratamiento para la depresión que causaba mis adicciones.

Primero busqué a un terapeuta. Era un hombre muy agradable aunque seguía sin convencerme de los beneficios de sus pláticas. No niego que era lindo tener alguien con quién hablar en esos días, alguien que no se asustara al saber que estaba luchando por superar una adicción o no se asqueara si lo dejaba sumergirse en la fosa séptica de locura que había en mi cabeza.

Hace muchos años, vi a un terapeuta en rehabilitación, otro hombre amable que me confesó que él se estaba recuperando de una adicción a la metanfetamina. Cualquiera pensaría que eso lo convertiría en mi terapeuta favorito y es cierto que entendía mejor mi forma de pensar pero, para mí, ese tipo de distancia entre doctor y paciente era un beneficio, no un obstáculo.

Para empezar, así se evita toda la mierda. No está ese impulso de participar en el ritual de "quién ha caído más bajo". Nos guste o no, hay cierto orgullo en lo bajo que hemos caído. Si sabemos que nuestro terapeuta no ha tocado fondo como nosotros, tendemos a subestimar su opinión. Si él o ella cayó todavía más bajo que nosotros, estaba más loco, se metió más drogas, robó más tiendas, perdió más dientes —"No eres un yonqui de verdad hasta que pierdes uno o dos dientes", me dijo un sabio californiano—, entonces nos sentimos inseguros. Cuando la experiencia del terapeuta con las drogas es teórica, la etiqueta yonqui no aplica.

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Ya pasó mucho desde la última vez que me sentí tan lleno de odio y apatía que me dolía pararme de la cama.

Lo que más me sirvió fue la medicación, no las pláticas. Mi vieja amiga, la buprenorfina, me ha salvado en numerosas ocasiones y vino a ayudarme una vez más para evitar que arañara las paredes y para hacerme sentir mejor.


Mi consumo disminuyó tanto que ahora es prácticamente insignificante y planeo dejarlo por completo cuando llegue el momento, quizá en ocho o nueve meses. Estoy feliz de que me hayan tratado con buprenorfina y no con metadona por dos razones.

Primero que nada, la accesibilidad: con la buprenorfina es más probable que den un suministro de 30 días —o hasta uno de 60 días— en una sola consulta y que te permitan controlar tu propia medicación.

Este factor es importante. En la década de los 90, cuando estaba de moda el tratamiento con metadona, tenías que ir a la farmacia todas las mañanas para tomar tu dosis enfrente del farmacólogo. Se suponía que esta regla era para evitar el desvío de sustancias pero parecía más como un castigo disfrazado, una forma de hacer que todas las mañanas recordaras tu bajo estatus en la escalera social. Todavía me da escalofríos: lo primero que hacía en la mañana era arrastrar mis huesos adoloridos a la farmacia local para que la gente viera con morbo cómo me tomaba mi metadona con manos temblorosas y las madres abrazaran a sus hijos como si mis genes de adicto fueran a contagiárseles. Me sorprende que no nos hayan marcado como animales y ya.

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El segundo beneficio es cómo la buprenorfina bloquea los opioides. La verdad es que cuando empecé mi tratamiento, no sentía la necesidad de inyectarme. Después de todo, la recaída no fue nada divertida y una vez que me inyectaba, no me quedaba apego emocional al estilo de vida yonqui. Aún así, es bueno saber que si pasa algo, como que por azares del destino entro a un baño y encuentro un paquete de heroína (es poco probable, lo sé), al menos con la buprenorfina sé que ese monstruo hambriento no me va a convencer de que lo alimente.

Sin embargo, los medicamentos siquiátricos me ayudaron más. Tuve suerte de encontrar una doctora paciente y comprensiva —que no irradiaba ese disgusto frío que recuerdo de la vez que busqué tratamiento hace muchos años—. Hoy en día, ella y yo raramente hablamos de la adicción y la recaída. Simplemente hablamos de la vida; supongo que es su manera de tomar el pulso síquico. Me tomó un tiempo pero ahora la heroína, la recaída y el accidente ya no son mi mayor preocupación. Ahora lo que más me importa es vivir.

Tardamos para conseguir la combinación de medicación correcta pero cuando la encontramos, la diferencia era impresionante. Era como si alguien apagara un radio a todo volumen, unas voces que gritaban y que llevaban tanto tiempo en mi cabeza que me había acostumbrado a ellas. Al principio, el silencio era impresionante y me costó mucho acostumbrarme a él. Ahora es mi nueva normalidad, una lucidez que no había sentido en años.

No todos los días son luz y alegría. La mayoría no lo son. Al fin y al cabo, estoy tomando antidepresivos, no MDMA. Pero el medicamento se encarga de que mis días malos no sea tan malos y gracias a eso he podido seguir con mi vida, olvidar el accidente y volver a ser la persona que era antes.

También estaba mi gran temor. El temor de no ser capaz de escribir si tomaba fármacos siquiátricos. Y lógicamente, ese temor era infundado. Una novela corta que empecé a escribir a finales del año pasado se convirtió en una novela larga (The Savage Life se va a publicar en francés en agosto y las traducciones a otros idiomas como el inglés, están programadas para el próximo año). Mi miedo era una falacia tan grande como la idea que me atemorizó cuando tenía 21 años y entré a rehabilitación por primera vez y consideré una vida sin heroína: ¿Pero como le voy a hacer para componer música?

La respuesta era simple: Igual que siempre.

De lo que más me arrepiento es no haberme dado cuenta antes. Hice todas las cosas que me enorgullecen a pesar de mi depresión, no gracias a ella.

También aprendí, de una forma muy dolorosa y valiosa, lo mucho que debo temer a la autocomplacencia. En los dos años que llevo limpio de heroína (otra vez), me he enfocado en tratar de arreglar el desastre que provoqué. Poco a poco, la vida ha empezado a moverse en la dirección correcta.

Tony O'Neill es autor de Digging the Vein, Down and Out on Murder Mile, y Sick City, entre otros. También es coautor del best seller del New York Times Hero of the Underground (con Jason Peter) y del bestseller del Los Angeles Times Neon Angel (con Cherie Currie). Síguelo en Twitter.

Este artículo fue publicado originalmente en The Influence, una página de noticias que abarca el espectro completo de la relación entre los humanos y las drogas. Sigue a The Influence en Facebook o en Twitter.