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cosas de la vida

El sutil arte de deambular por los supermercados

Hablemos sobre esa gente que tiene por costumbre ir a pasear por los supermercados, sin tener la intención de comprar nada.

A estas alturas de la vida todos tenemos clarísimo que cada persona tiene sus propias mierdas, esas excentricidades raras que, de hecho, son las que hacen que podamos distinguir a una persona de otra. "¿Quién es Miguel?, ¿te refieres a ese tipo que colecciona uñas?". "El otro día quedé con mi amiga Carla, la que le gusta calentar un par de minutos en el microondas sus ensaladas frescas". Al fin y al cabo todos somos profundamente y lamentablemente iguales.

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Si alguien de otro planeta pusiera un pie en el nuestro, no podría distinguirnos. Físicamente —aunque no lo veamos así— somos limitadísimos y, a nivel vital, nuestras aspiraciones son tremendamente limitadas: solo queremos evitar convertirnos en mendigos y, si se tercia, crear algo similar a una familia para intentar no morir totalmente solos.

Es por esto que es maravilloso cuando surgen pequeños destellos de febril genialidad en el devenir diario de los individuos, esas costumbres que alejan a las personas de los patrones de conducta habituales. Una de las singularidades que más me apasiona es la del ser que decide deambular durante horas y sin ningún tipo de rumbo por los supermercados de su localidad. Esas personas que van a "pasear por el súper" sin intención de adquirir nada, como quien pasea por el bosque (excursionistas) o bajo el mar (buceadores).

Es una actividad, mayormente, solitaria, aunque a veces se generan pequeños grupúsculos de no más de tres personas. Muchas veces se trata de parejas aburridas que lo único que puede salvar su aburrida monotonía del fin de semana es esta pequeña incursión al súper, como quien visita un museo "para hacer algo ya que hoy es gratuito" (hacer el amor también es gratuito pero ya ha quedado totalmente descartado en el seno de esta pareja, pues ya ha llegado ese momento en el que el tedio del cuerpo del otro se convierte en una bola tan enorme de pereza y odio que el solo pensamiento de la cópula se presenta como un acto, no solo desagradable, sino totalmente vacío y carente de humanidad). En fin, esos paseos por el Lidl, Mercadona o Aldi son el antídoto perfecto contra las adversidades cotidianas. Son un pequeño oasis de relajación y sanación.

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El "caminante de supermercados" tampoco entiende de edades ni clases sociales: señoras que pasan la tarde observando distintas salsas de tomate de marca blanca; chavales que salen del cole y se hacen una ruta por la zona de bollería para reconocer y descubrir nuevos productos de bollería; treintañeros perdidos que recuerdan ese momento de sus vidas en el que tenían trabajo y podían permitirse esos paquetes de pasta fresca "Giovanni Rana" o bebés en sus carritos descubriendo un nuevo y maravilloso mundo de colores, signos y volúmenes, un mundo que —afortunadamente y lamentablemente— les acompañará hasta los incómodos últimos días de su vida.

Deambular por un supermercado tiene unas reglas muy concretas que todos los paseantes controlan a la perfección pese a no haber sido nunca impresas en ningún folleto ni haber sido verbalizadas en ninguna ceremonia. Estas normas están impregnadas en el ADN de varias generaciones de humanos, forma parte del instinto del hombre. Veamos, no se trata de ir al supermercado en busca de algo y terminar haciendo una ronda por los estantes. Es un deambular placentero, totalmente respetuoso, modelado con ilusión. No tiene un fin en sí mismo, el deambulador sabe que no quiere comprar nada ni está buscando nada concreto, solo quiere estar allí.

Este disfruta viendo los productos expuestos y alineados, uno detrás del otro, reproducidos hasta el infinito en una especie de cadena infinita, una puesta en escena que es la viva imagen del capitalismo y en la que subyace el papel de varias capas de responsabilidad de los sectores primarios, secundarios y terciarios de la estructura productiva de nuestra sociedad (campesinos, cocineros, operarios técnicos, diseñadoras, publicistas, repartidores…). El excursionista de suelos embaldosados se sorprende y maravilla cuando descubre un producto nuevo presente en un supermercado concreto, un nuevo elemento que está ausente en otras superficies comerciales. Este ser abraza con amor las semanas temáticas y las ofertas pero no las quiere para él mismo, solo aprecia su existencia y la posibilidad de que los otros consumidores puedan experimentarlas.

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Es, de alguna forma, una especie de documentalista fly-on-the-wall, no interventor, encuentra el placer en observar y dejarse embadurnar por la belleza de las estanterías, los productos y la experiencia consumista de los demás. Mirar los precios, comparar, hacer listas mentales de productos que nunca adquirirá, ver las conductas de los demás consumidores, la cantidad de productos que tienen en los carritos e imaginarse su despensa y sus hábitos. Imaginarse a esa señora comiendo ese Muesli mientras piensa que está haciendo algo saludable. Ese abuelo comprando muchos productos Martínez, una lata de Voll Damm y queso rallado y deseando por Dios que no lo mezcle todo en un solo ágape letal.

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Es muy importante el mirar pero también lo es el tocar. El coger productos y estudiar sus ingredientes, analizar la relación calidad/cantidad/precio y volver a posarlos sobre su estantería y repetir esta acción cientos de veces. Coger un producto curioso (una masa especial para hacer cruasanes caseros) y observarlo en su totalidad, abarcar con las manos toda su envergadura para valorar su ergonomía. Catar con todos los sentidos este nuevo elemento dentro de la colmena.

Pero hay más: quedarse quieto delante de la zona de productos refrigerados, sintiendo el agradable frío cubrir toda nuestra superficie epidérmica; tocar la escarcha creada en los congeladores; recolocar productos que han sido abandonados en zonas que no les corresponden; percibir el paso del tiempo a través de los cambios estéticos de los productos —ahí hay historia humana—; observar esos productos que están expuestos con cajitas transparentes especiales de seguridad (el bonito, los berberechos, la pasta de dientes "cara"), y quedarse quieto frente a esa nueva sección de productos sexuales. En fin, dando vida al súper.

Dentro de mi cabeza existe la idea de que ese deambular pasivo es como un acto de rebeldía contra el capitalismo. El caminante es consciente de su presencia, lo roza con la yema de sus dedos, evidenciándolo, pero, lo más importante, nunca practicándolo. El paseo es el fin en sí mismo es una gran oda a la sencillez y al "ahora". No existe la nostalgia, no existen las proyecciones hacia el futuro, ni los miedos ni la impotencia del ser que anhela algo que no puede adquirir. Todos estos dilemas terrenales y superficiales nunca podrán distraer al rondador de súpers. ¿Te animas?