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fracaso

Qué se siente al tener que abandonar un sueño

“Aún hoy siento ganas de llorar cuando pienso en el dibujo y lo duro que fue dejarlo. No pasa un día sin que lo eche de menos y me arrepienta de mi decisión”.

Estamos inmersos en una cultura que convierte el arte en una especie de obligación. ¡CREA CADA DÍA, CONSTANTEMENTE!, espetan los gurús del arte en Instagram. Puedes etiquetar tus obras para mostrar al mundo tu importante aportación al mercado del arte, e incluso afirmar que has sido #llamadoparalacreatividad, si quieres darle un toque pseudorreligioso al asunto. Pero esta tendencia es una moneda de dos caras, que tanto podría propiciar la aparición de una cultura de la liberación como ser el germen de un movimiento creativo basado en la culpabilidad y el miedo, en el que el fracaso no tiene cabida. A fin de cuentas, si todo el mundo es capaz de #crear, no hay excusa que valga para no hacerlo.

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Hace falta valor y cierto espíritu desafiante para admitir que tus sueños artísticos no se han materializado como esperabas. A nadie le gusta admitir una derrota, sobre todo si esta pudiera interpretarse como una señal de que quizá no te has esforzado lo suficiente. A continuación, siete personas nos explican por qué decidieron abandonar su trayectoria creativa y sus sueños.

Jeffrey Marx, 40 años, productor de castings autónomo

Fui a un reality show con la esperanza de ganar dinero o de que algún cazatalentos apreciara mi chispa innata y me propusiera trabajar haciendo monólogos en la tele o produciendo algo. Cuando me mudé a Los Ángeles pensé, Esta es la mía. Llevo diez años viviendo en Nueva York, es hora de dar a conocer mi encanto, carisma y alocada personalidad a este lado del país. ¿Conoces esa canción de Frank Sinatra sobre Nueva York, la que dice, "Si puedo hacerlo allí, puedo hacerlo en cualquier parte"? Bien, pues es una mentira como una casa.

Probablemente Los Ángeles sea uno de los peores sitios en los que he estado en toda mi vida, y la gente con la que he tenido que trabajar, la más miserable que he conocido jamás. Yo soy de los que dicen las cosas a la cara, tanto lo bueno como lo malo, pero en Los Ángeles todo el mundo es de dar puñaladas por la espalda. Allí no existe el concepto de amistad. El año pasado, mientras estuve viviendo allí, lloraba constantemente. Había días en los que no tenía ánimos ni para salir de la cama, pese a que debía buscar trabajo. Un día, tuve un accidente y el coche acabó declarado siniestro total; pues literalmente cuatro minutos después, los del trabajo en el que iba a empezar en breve me mandaron un mensaje diciendo que al final habían cogido a otra persona. Acabé viviendo en el granero de la granja de mis padres porque no tenía dinero para pagar un alquiler. Estaba en plena crisis.

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Trabajo haciendo castings para reality shows y concursos de televisión. Haciendo esto tengo la sensación de haberme cerrado otras puertas. No tengo tiempo para nada, y mucho menos para trabajar en mis proyectos creativos. Estoy metido en un ciclo constante de: Dios, qué estrés, no tengo trabajo; anda, mira, tengo trabajo y estoy estresado porque las exigencias de los directivos son tan bestias que ya no puedo con mi alma. Es agotador y te consume. Ojalá lo hubiera hecho todo cinco años antes.

Hannah Fehrman, 27 años, productora ejecutiva de Grey House Productions

Disfruté más planificando y preparando mi carrera como fotógrafa que ejerciendo como tal. Siempre he tenido muy claro lo que quiero, por lo que la idea de abandonar unos estudios me intimidaba y ponía nerviosa. La gente te dice que te irá bien, que a todo el mundo le asusta un poco al principio. Mi mentor también fue muy agradable, pero sincero, y me dijo que tenía que trabajar esa indecisión mía.

Como fotógrafa, te identificas mucho con la etiqueta de "artista". Incluso después de un año trabajando en producción, todavía me cuesta creer que haya decidido dejar la parte creativa y dedicarme al aspecto logístico.

Daniel Sharp, 33 años, ingeniero de TI y proyectos visuales / de audio en madeofants

Nunca ha habido un punto de inflexión en el que dejara la comedia, fue más bien que las cosas no salieron bien al cabo del tiempo. La comedia exige gran cantidad de tiempo y dedicación, si quieres ser medianamente buena. Es facilísimo acabar quemada en un sistema en que te puedes pasar un par de horas esperando para luego estar cinco minutos comiendo mierda. Al final, dejó de compensarme toda esa inversión de tiempo y esfuerzo porque no lo disfrutaba.

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Hablar durante diez minutos a un público en silencio es lo más parecido a tener una pesadilla horrible. Pero bueno, les pasa incluso a los mejores monologuistas. Son gajes del oficio. Pero eso no quita el absoluto subidón de ego que te entra cuando consigues siquiera hacer que alguien haga una mueca parecida a una sonrisa. Yo, como supongo que la mayoría de cómicos, soy de las que, cuando termino una actuación mala, salgo a fumarme un cigarrillo o a tomarme una cerveza.

Cuando lo dejé, mi vida mejoró bastante. Me centré más en mi trabajo y canalicé el exceso de energía en la música y en proyectos raros de codificación. Echo de menos las cosas buenas, claro: el subidón, la camaradería… Pero si te soy sincero, ahora que he dejado del todo la comedia, me sorprende ver lo mucho que he logrado.

Ezra Horne, 30 años, supervisor de posproducción y propietario de Paw Paw Records

En mi último año de instituto me dieron el papel de Albert Peterson en Un beso para Birdie. Seguramente fue el apogeo de mi carrera interpretativa. Cuando me planteé dedicarme a esto, me imaginé que el cine y los medios serían mejor opción que el teatro. Pero por otra parte, mi lado pragmático me decía que, siendo regordete, homosexual y mormón, no tendría muchas posibilidades de ponerme delante de una cámara o de subirme a un escenario.

En la universidad, descubrí que se me daba bien el trabajo de editor, así que me mudé a Los Ángeles y encontré un trabajo de ayudante de posproducción. También empecé a colgar vídeos de YouTube en los que explicaba lo maravilloso que era vivir en Los Ángeles. Cuando empecé mi canal, YouTube ya era una plataforma con gente muy competitiva y profesional, por lo que todas las semanas me lo curraba para producir contenido que luego nadie veía. Estuve un año apuntado a una bolsa de trabajo de actores para enterarme de la audiciones, y finalmente me llamaron para una, del musical The Book of Mormon. Casi un año después, me volvieron a llamar, pero finalmente no me eligieron.

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Ese papel habría sido ideal para mí, que he sido mormón (dejé la iglesia cuando salí del armario, en 2008). Pero ese fracaso me sirvió para darme cuenta de que había perdido la voz de tanto fumar y de no educarla ni practicar. Eso sumado a que nadie miraba mis vídeos de YouTube acabó haciendo añicos mi sueño de ser actor.

La peor parte de todas es que siempre me sentía como un mentiroso porque tenía muy poca autoestima: he pasado la mayor parte de mi vida odiándome por ser gay, por no ser perfecto, por que mis padres no estuvieran casados, etc. Por tonto que parezca, creo que el miedo a enfrentarme al público, a ser descubierto, me impidió siquiera llegar a intentarlo.

Gabriel Vidrine, 36 años, gerente de laboratorio

Como artista, era bueno, pero no sabía dibujar personas (siempre dibujaba dragones, espadas místicas y cosas por el estilo). Finalmente, cedí a las presiones de mis amigos y me presenté al programa de talento creativo del instituto.

Se rieron de mí. Me pidieron que dibujara a una persona (o a varias) disfrutando de un día en la feria. Como no sabía dibujar personas, el resultado fue horroroso. Recibí críticas tan malas e hirientes de los organizadores del programa que se me quitaron las ganas de dibujar.

Antes me pasaba horas dibujando y pintando. En verano, cuando era crío, eso era lo que hacía a todas horas. Quería pintar murales en las paredes de mi habitación y dedicarme a escribir y dibujar (me había planteado hacer cómics). Aún hoy siento ganas de llorar cuando pienso en el dibujo y lo duro que fue dejarlo. No pasa un día sin que lo eche de menos y me arrepienta de mi decisión.

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Randy Steinberg, 44 años, gestión y desarrollo de bienes inmuebles

Hubo un tiempo en que hice mis pinitos como guionista, convencido de que algo pasaría. Supongo que no esperaba tener un éxito abrumador, pero tampoco fracasar. Hace unos siete años empecé a ver claro que no tenía futuro. Los guiones que quería escribir no eran atractivos para las productoras de Hollywood y con el tiempo se me iba acabando la paciencia. Realmente no fracasé, pero tampoco me di la oportunidad que merecía.
Creo que nunca habría escrito nada que no me gustara solo por vender. ¿Debería haber pasado un año trabajando en un drama independiente cuando podría haberme dedicado a crear un guion sobre un asesinato, que habría tenido más posibilidades de materializarse en una película? Esa incógnita sigue rondándome, y de lo que más me arrepiento es de no haber dado lo mejor de mí en el intento. Si quieres tener éxito en cualquier trabajo, tienes que darlo todo, y yo no lo hice.

Randy Rose Truesdale, 29 años, escritora

La ópera es una profesión muy especializada que exige muchas horas de ensayo, así como técnica y expresión artística a partes iguales. A mí nunca me ha parecido una disciplina muy creativa, la verdad. En todo caso, no era nada agradable tener que estar constantemente cuidándome la voz (no podía tomar alimentos con tomate ni alzar mucho la voz en un bar para evitar forzarla). La vida siendo cantante de ópera me provocaba inseguridad y ansiedad y me minaba la moral. Lo odiaba.

Durante todos mis veinte, una vez decidí empezar de cero, me sentí muy perdida. Estoy hablando de crisis existenciales diarias y ataques de llanto lamentándome por haber "desperdiciado mi don". Una vez, estando de vacaciones en Roma, me alojé en un piso de Airbnb junto a una escuela de música y me pasé los días sentada en el balcón, escuchando a las divas de la ópera ensayar sus arpeggios y llorando desconsoladamente.