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Fotografías verbales

Para qué vivir tan lejos

COLUMNA. Fue cuando viajé a Marquetalia, en Tolima, que me di cuenta del verdadero significado de la palabra 'distancia'. Crónica corta.

Marquetalia es una remota vereda del municipio de Planadas, en el Tolima. Empecé a comprender el significado de la palabra "remota" cuando pisé la Terminal de buses de Ibagué. No más me vieron con el morral en la espalda, los vendedores de tiquetes saltaron sobre mí: "¿Hacia dónde viaja? ¿Para dónde va? ¿Bogotá, Bogotá, Bogotá?". Para quitármelos de encima dije: "Planadas. Voy para Planadas". Y uno de ellos ladeó la mirada y dijo entre dientes: "Uf, va pa'lejos". Tomé el bus y ocho horas después me estaba bajando en el parque principal de aquel municipio, luego de más de la mitad de la carretera en polvo y piedra rayada. Minutos más tarde, fui a la parada de camperos que transportan gente hacia las áreas rurales y dije que me vendieran un pasaje para Gaitania, que es el corregimiento en el que queda Marquetalia. La señora de la ventanilla levantó la mirada, detalló mi cara limpia blanquita de ciudad y dijo: "Va pa'lejos". Ya en Gaitania, dos horas después de haber superado una trocha almidonada por la lluvia, contraté un jeep que me dejara en un caserío de nombre Villanueva, punto final de la trocha y punto de encuentro con los campesinos de Marquetalia que bajaban a esperarme. Apenas le acoté esto al conductor del jeep, me dijo con un rictus de seriedad: "No queda cerca. Villanueva está lejos". Fueron casi tres horas de una trocha exprimida sobre el borde de una caída de montaña, que por momentos parecía más un camino de herradura al que le hacían sombra las huellas de las llantas. Ya en Villanueva todo era soledad y frío. Como si el viento estuviera golpeando la última pared del sur del Tolima. Los campesinos de Marquetalia ya estaban ahí esperándome y tenían los caballos aperados y dispuestos para empatar el final de este trayecto de ida. Algunas personas residentes de Villanueva asomaron su rostro por las puertas y ventanas de sus casas y me saludaron con sobrada amabilidad. Me trepé en el caballo. Anduve unos cuantos metros cuando pasé junto a un muchacho de botas pantaneras y ropa de trabajo que parecía estar descansando antes de continuar su jornada. Quitándose la gorra de la cabeza y sonriente me preguntó para dónde iba. Le dije que para Marquetalia y los campesinos que venían conmigo precisaron todavía más: "Va para La Base". El muchacho me miró sin abandonar su sonrisa y me dijo: "Uf… eso queda lejitos". La cabalgata se prolongó durante dos horas hasta que llegamos a la primera casa de la vereda de Marquetalia. Un bello entablado de colores pastel, pellizcado al lomo de la cordillera, con un amplio corral de gallinas y patos, otro para cerdos y uno más generoso para vacas y caballos. Allí hicimos una estación de descanso y el dueño de la casa, un hombre de unos 60 años llamado Henry, nos atendió con aguapanela caliente. En algún momento me preguntó si yo iba para La Base. Asentí. Me dijo: "Todavía le falta un poquito, pero ya está cerca". Continuamos cabalgata allanando un paisaje de cimas desnudas de árboles, bajo un cielo nuboso que amenazaba con un chubasco. Al final de la última cima, debí doblarme sobre el caballo para alcanzar la aldaba de un cerco, correrla y seguir camino. Los campesinos que me acompañaban me señalaron una casa situada en la cúspide de una montaña que veíamos en frente nuestro. Me dijeron que esa era La Base. Desde donde estábamos todavía faltaban 40 minutos de camino en el caballo. Transcurrido ese tiempo llegué finalmente. La Base era una casa campesina asaltada por conejos, perros y gallinas. A un lado tenía una plancha de cemento carcomido, de unos cuatro metros cuadrados, con una H mayúscula en alto relieve. Era el vestigio de un helipuerto militar usado durante los años más duros de la guerra colombiana. De hecho, entre la hierba alta se veían los restos de un helicóptero militar que hace unos veinte años se fue a pique por impericia del piloto. Uno de los campesinos que había bajado hasta Villanueva vivía cerca de ahí y esperó a que yo pusiera los pies en el suelo para conversarme. En una expresión de infinita sorpresa —los ojos estirados en redondo y la boca entreabierta— me preguntó si Bogotá quedaba muy lejos. Le describí el periplo, le sumé las horas de recorrido hasta Ibagué y le aclaré que a partir de ahí faltaban cuatro horas hasta la capital. "¡Eh!", exclamó, "¿y uno para qué vive tan lejos? Eso es mejor quedarse por acá".

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