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Me inscribí en una academia de boxeo bogotana y esto fue lo que aprendí de mí mismo

Pegarse con otra persona requiere saber de sí mismo en una forma difícil de encontrar en horas de charla con un psicólogo lacaniano. Lo sé, así me hayan dado en la jeta en el primer round de mi primera pelea.

Aparte de un agarrón que tuve en el colegio hace ya década y media, donde lo que más sufrió fue el cuello de una camisa que quedó completamente desgarrado por obra del torpe encuentro entre dos niños, nunca me he liado a puños con nadie (si es que a eso se le puede llamar liarse a puños). Y no es que no se hayan presentado oportunidades, porque en Bogotá, en el mejor de los casos, la gente se da golpes y patadas erráticamente por el puesto en la silla de un bus o por el más leve tropiezo en la fila de una tienda. Cuando uno sale y bebe con amigos siempre será posible encontrarse con el tipo que no puede tolerar que le caiga encima la ceniza de tu cigarrillo, ponga la cerveza sobre la mesa, saque pecho, y recuerde a tu madre que a esas altas horas del sábado en la noche duerme profundamente.

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Fotografía: Guillermo Camacho

Por todo esto, digo, es necesaio saber pelear. Alguito. No sólo por aquellos momentos en los que nos vemos rodeados de personas dispuestas a tirar ese golpe de más mientras la ciudadanía mira y los policías ignoran, sino porque es un modo de conocerse a sí mismo, de ver en los nudillos del otro una nueva concepción del orgullo, de asumir el dolor. De asumir el miedo. En una sola fracción de segundo, un golpe que cae sobre la cara hace sentir una corriente que atraviesa el cerebro antes de ver todo negro. Luego uno abre los ojos, sin equilibrio y sin noción de dónde está, convertido en otra persona.

Visitar gimnasios de pelea es ver cuerpos que pasan de estar repletos de tensión y firmeza, danzando uno en frente del otro, aguerridos, a convertirse en masas amorfas que se desploman y caen como costales al suelo. Los luchadores se levantan, sin embargo, todos se levantan, esperando a que suene la campana para abrazarse, pedirse perdón, decir "buena", y quedar de volver a romperse la madre a la semana siguiente.

Por eso (por todo eso), decidí matricularme en una academia de boxeo. En todas dan clases de prueba y, cada una, exhibe de entrada sus fortalezas: en unas privilegian la defensa, por medio del bloqueo y el escape de los golpes; en otras, la idea de confrontar el miedo es obligar al estudiante a sentir el dolor golpeándolo hasta que se acostumbre a los puños de otro para que luego se proteja mejor, devuelva el golpe o salga en busca de otra forma de pasar el rato.

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Un gimnasio de boxeo es un espacio húmedo en donde las figuras de los estudiantes expelen vapor cuando hace suficiente frío. Hay cuerpos encorvados con los puños sobre los pómulos y los codos protegiendo las costillas, meciéndose de un lado a otro como lo hacen los judíos ortodoxos cuando oran. Y así, como cuando leen la Torá, y entran en una especie de trance místico, los boxeadores ingresan igualmente en un estado que les permite, de cierta forma, prever el futuro de las acciones de sus rivales, reducir el dolor.

Detrás del fondo musical de champeta o salsa choque que decidan poner los profesores, quienes suelen ser de la Costa (por su inmensa tradición boxística) puede oírse una orquesta arrítmica de golpes de puños contra peras, un sonido veloz y frenético mezclado con los golpes secos de los guantes sobre las tulas junto con las cadenas que las sostienen. Cada golpe que se lanza va acompañado de una exclamación parecida a un "¡¡¡shhh!!!!" que se convierte en una suerte de canto relajante, eso hasta que una combinación de jab, recto, gancho, cruzado, gancho, recto termina con un gruñido gutural. La banda sonora del lugar.

Antes de que nada interesante ocurriera tras la inscripción, pasó un mes de ir todos los días a correr, levantar pesas, saltar lazo, hacer lagartijas y abdominales hasta vomitar para, después, pasar a pegarle a los sacos como si fueran personas y a que me pegaran como si fuera un saco. Los profesores no escatiman los golpes cada vez que ven un espacio descubierto. "¡La guardia!", gritan en la cara de uno, haciendo sonar los paragolpes. ¡Jab!, ¡Jab!, ¡Uno, dos!, ¡Uno, dos! ¡Uno dos! ¡Unodos! Y cuando ven que los brazos se relajan, van mandando el golpe al hígado, que resuena por todo el lugar: "¡La guardia, te dije!".

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Muchas personas se quedan en ese punto. Cada mes vienen hombres y mujeres que, a los veinte minutos de iniciada la clase, después de saltar lazo y pegarle a las pesas, se van al piso, verdes o pálidos, con la mirada perdida. No falta el que grita "¡otro!". Y ya saben dónde está el tarrito con alcohol para que vuelvan en sí. A esos, por lo general, no los vuelves a ver.

Una rutina de boxeo es cruel, así sea en un sentido recreativo, sobre todo para aquellos que somos sedentarios: son quince minutos de saltar lazo, un minuto de lagartijas seguidas, un minuto de burpees, un minuto de escaladoras, un minuto de saltar con balones de 10 kilos, un minuto de levantar llantas de camión, 3 minutos de sombra, repita desde las lagartijas, dos veces. ¿Está cansado? ¿No? Listo, entonces hágame otra ronda. ¿Ahora sí está cansado? ¡Listo! ¡Vendas y guantes! ¡Súbase al ring! Ahí todavía queda una hora de supervivencia.

Si están pensando en ir a un gimnasio de boxeo, les recomiendo que antes se le midan a los tutoriales de YouTube. Hay que cambiar la dieta para intentar no vomitarse, pues no hay nada peor que un puño en la boca del estómago, ya que se alborota la gastritis y da agrieras. Hay que tomar más agua, tener la panza menos llena, el cuerpo más ligero, más seco, que no cuelgue mucha piel. El cuerpo debe ser una máquina firme y veloz. Este es un camino largo que, de ser seguido con rigurosidad y empeño, determinará el resto de la vida. Al menos para muchos.

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Antes de la pelea que Manny Pacquiao disputó con Floyd Mayweather por el título mundial en el pasado mes de mayo de este año, catalogada como la Pelea del Siglo, sus promotores dejaron ver algo de la rutina que, diariamente, incluía correr de 8 a 12 kilómetros para la resistencia, 8 rounds de tres minutos de sombra (contrincante imaginario) con pesas de 5 libras, 15 rounds de sparring con otra persona, 10 rounds de pera, 10 rounds de tula de 120 libras, 7 rounds de lazo, 1.000 abdominales, 500 sentadillas, 5 rounds de entrenamiento con paragolpes y saltar lazo, para terminar. Buenas noches, que descanses. Mañana lo mismo. Todos los días.

Personas que llevan años en el mundo del boxeo y que pelean regularmente fuera del país no están ni cerca de llegar a un entrenamiento de estas características ya que no está permitido para los principiantes: por más voluntad que pongan, incurrir en algo así, llevar al cuerpo a estos extremos, fácilmente puede desencadenar en un paro cardiaco irremediable.

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Al finalizar ese primer periodo de acondicionamiento, mi profesora, una costeña peso mosca que ha disputado varios títulos mundiales, me sentenció de la siguiente manera: "Tienes que aprender a bailar salsa o champeta, porque no estás esquivando ni moviendo la cintura y ya te puse en una pelea para dentro de cuatro semanas. Tienes un mes para que no te rompan la cara".

Esto último lo dijo mientras caminaba hacia las tulas, donde empezó a pegar combinaciones de jabs, cruzados y rectos, para terminar con un gancho izquierdo que sacudió la tula y me sacudió a mí mientras pensaba que ese podía ser yo, que esa sería mi suerte si no tomaba clases de salsa o champeta para soltar la cintura y que no me rompieran la cara.

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Un par de días después del anuncio fatal, me presentaron a quien sería mi contrincante: un tipo gordo al que ya había visto en varias ocasiones entrenando en el gimnasio. Solía llegar callado, entrenaba y salía escuchando música sin despedirse de nadie. Un comportamiento que se repetía como una rutina más de boxeador profesional. Luego, hablando con el hombre, vi dos cicatrices de puñal que tenía en la espalda, las dos muy pegadas a la columna. Otra más en la rodilla.

El tipo, básicamente, venía con un historial de violencia callejera que, si no lo mataba, al menos lo dejaba inválido: no importaba que estudiara en una de las universidades más costosas del país, como me dijo, ni tampoco que hubiera salido de un colegio reconocido (¿acaso eso importa?), porque hay un carácter específico que invade a quienes huelen a violencia. Él olía a violencia. Esa violencia suele estar disfrazada de una aparente calma que es susceptible de ser transformada en un torbellino de golpes si se cruzauna temible línea invisible.

Estaba claro que tenía poco que hacer frente a él. El tipo había peleado toda su vida y pegaba duro. Tocó dejar de fumar y de tomar: cada cigarrillo consumido desde los 14 años a hoy se hacía sentir, uno a uno, en cada lagartija que hacía encima del piso. "Si no me hubiera tomado ese tequila tal vez podría correr otro minuto…", era la consigna.

Pero, más allá de desarrollar un buen estado físico, el entrenamiento se trataba de entender las lógicas de ejercer la fuerza sobre otra persona. Por lo general, esto no está bien visto: pienso que los transeúntes observan a través de los vidrios del gimnasio los entrenamientos y dicen después que el cuadrilátero es una terapia para gente "dañada" o con mucho odio dentro que debe ser drenado periódicamente para evitar males mayores. Pienso que otros ven a quienes se ejercitan en el boxeo como a trogloditas que se golpean, mientras creen que por esos cuerpos no transita la luz, la razón o el conocimiento. Sé que según una lógica muy específica no hay nada que justifique la violencia, ni siquiera cuando es mutua, ni siquiera cuando es acordada de antemano.

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Al contrario, creo: pegarse con otra persona requiere saber de sí mismo de una forma difícil de encontrar en horas de charla con un psicólogo lacaniano. Cuando hay una caldera en el pecho y todo duele la percepción del mundo se transforma radicalmente. Todo debe ser decidido en una fracción de segundo. La cabeza, muchas veces obnubilada por los golpes, cede el control al cuerpo que, acostumbrado a repetir un golpe cientos de veces al día, lo tira todo de manera refleja contra la cara del contrincante. Cuando el contrincante esquiva los golpes y uno se queda con la guardia abierta, se expone a una mandíbula torcida o a una sordera momentánea.

Suficiente. Entremos en materia. Día cero.

Me cambié con cierta ansiedad en los vestuarios. La profesora, que esa noche era a la vez entrenadora y réferi, me mandó a correr. Mientras salía, mi rival entraba al gimnasio y me saludaba de la forma más cordial posible. Al regresar, el tipo ya estaba saltando lazo y, luego, mandándose a la tula más grande como un toro que sale al ruedo. Como una bestia, quiero decir.

Me puse las vendas justas pero no apretadas, tratando de que la sangre fluyera y que los nudillos no se montaran unos sobre otros. El golpe debía ser seco, las manos, piedras…

Una vez sobre el ring mi contrincante abrió un poco la boca y vi que su protector bucal dibujaba unos dientes afilados de chacal. Y, en el juego de la intimidación que todo deporte lleva adentro, esto surte su efecto. Eso y no quitar los ojos de encima, tirar una finta que busque un reflejo de protección desesperado, buscar en el otro, en este caso en mí, cualquier gesto de temor.

Sonó la campana y nos pusimos a dar vueltas midiendo cada uno la distancia y los movimientos del otro. Hubo una seguidilla de jabs que no tocaban nada, que estaban destinados a medir un espacio. Luego fueron seguidos por rectos que empezaron a conectar. Del uno al uno, del dos al uno, luego dos-tres, después un gancho izquierdo que finalmente me cayó sobre el hígado. Un dolor agudo y punzante se llevo el aire y la confianza. Si hubiera querido, el tipo me remataba, pero apenas iba empezando. Se alejó por un momento dejándome recuperar el aire.

Luego a la carga. Y era lanzar o ver caer los puños. Y a mis puños el tipo respondió esquivándolos todos, dejando claro que esto no era nuevo para él, que era yo quien estaba de visita. El tiempo seguirá hasta que se cumplan los tres minutos con un anuncio al final de que faltan 30 segundos. Este aviso es un llamado de doble filo, porque insta a recuperar el tiempo, a hacer daño, a pegar duro, a pegar a la cara y, por lo tanto, a ser descuidado.

Por eso, ya en el tercer round, lancé un cruzado que mi rival pasó por debajo hasta que sentí en la sien el último golpe de la pelea. Hubo un lapso de tiempo parecido a la sensación de que la existencia se adormece. Un cruzado derecho del tipo que cayó sobre mi oído izquierdo me mandó al piso. En ese instante,un corrientazo pasó del tímpano izquierdo al derecho, cegando los ojos: en su recorrido hubo una lógica certera que sobrepasa las formas de entendimiento racional. No hay palabras que le den la talla. Mi protector estaba lleno de sangre, mala señal. El resto es historia.

Un golpe que aterriza con fuerza y sentido nos deja ver un nuevo mundo,como un secreto bien guardadoen el que se esconde una realidad que nos hace transitar de la luz a la penumbra para volver a ver de nuevo. Eso es boxear. Eso, creo, es boxear.