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¿Tienes fuego?

Son mineros y menores

Bajo tierra con los niños trabajadores de Bolivia.

José Luis y su primo, quienes trabajan dentro de la mina de Cerro Rico. Fotos por Jackson Fager.

En 1936, George Orwell visitó una mina de carbón en Grimethorpe, Inglaterra. “El lugar es como… mi interpretación del infierno”, escribió acerca de la experiencia. “Muchas de las cosas que uno se imagina del infierno están aquí —calor, ruido, confusión, oscuridad, aire contaminado y, sobre todo, es angosto”—. Orwell era un hombre delgado y alto, de 1.90 o dos metros, y yo también. Así que recordé su comparación recientemente mientras me arrastraba a través de un túnel húmedo y oscuro que parecía una alcantarilla medieval, casi medio kilometro de profundidad en una de las minas de Latinoamérica, el Cerro Rico en Potosí, Bolivia. Los pozos eran tan estrechos que no podía girar —ni regresar— si quisiera hacerlo.

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Orwell no fue el primero en comparar las minas con el infierno; los mineros bolivianos saben que trabajan en el infierno. En los últimos 500 años, por lo menos cuatro millones de ellos han muerto al derrumbarse excavaciones, de hambre o enfermedad pulmonar en Cerro Rico. Y para chingarse a los españoles que montaron un comercio aquí en 1554 y esclavizaron a los indígenas quechuas, los mineros bolivianos adoran al diablo, lo que es parte de la cosmología esquizofrénica en la que Dios gobierna la tierra mientras Satanás gobierna el inframundo.

Como una ofrenda a él, los mineros sacrifican llamas y esparcen la sangre alrededor de las entradas de los 650 pozos que están por todo el cerro. Cerca de la sangre, justo dentro de la mina, un visitante puede encontrar estatuas de ojos grandes con barbas y erecciones, una caricatura chistosa de Satanás conocido como El Tío, a quienes los trabajadores le ofrecen aguardiente y cigarros a cambio de buena suerte. Antes de entrar a la montaña, yo le había ofrecido una bolsa de hojas de coca a uno de estos pequeños diablos, pidiendo una bendición por mi seguridad.

Pocas horas después, estuve cientos de metros bajo suelo, arrastrándome a través de túneles de un metro de alto, mis rodillas huesudas golpeaban contra las rocas. Mi guía, Dani, un hombre miniatura con la fuerza y el temperamento de un burro, se había adelantado tanto que se despareció en la oscuridad. Le grité. Cuando no respondió, mi fotógrafo Jackson giró hacia mí y tosió. “Estoy asustado”, dijo él, pero como guerreros, seguimos la marcha; intentamos rastrear los pasos de Dani a través del túnel caliente y con olor a azufre.

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El Cerro Rico está colapsando. En su momento más productivo, el cerro produjo más de la mitad de la plata del mundo, le dio riquezas al imperio español por 200 años e inspiró un dicho popular basado en el nombre de la ciudad donde está ubicada: Vale un Potosí, que es como pedir las perlas de la Virgen.

Pero después de 500 años de explotación, el cerro —de cinco mil metros de altura, que más bien es una montaña gigante con vista a las iglesias y plazas de esta ciudad de 240 mil habitantes— está tan exhausto como sus trabajadores. En la actualidad, aún produce un poco de hojalata, zinc y plata, y 15 mil hombres continúan trabajando dentro del lugar, pero han hecho tan buen trabajo de extracción que la estructura de la montaña ya no es sólida. “Uno de los miedos”, dijo en 2012 Roberto Fernández, supervisor de derechos laborales de la ONG Yachaj Mosoj, “es que Cerro Rico se va a derrumbar como las Torres Gemelas, piso por piso”.

Cerro Rico, los mineros también la llaman “la montaña que come hombres”, sobresale en el horizonte de la ciudad de Potosí, Bolivia.

En un intento por calmar los nervios de Jackson, le recordé que los turistas siempre eran llevados a estas minas. De hecho, yo había visitado hace diez años. Lo que no le mencioné a él era que la profundidad en la estábamos rebasaba el límite recomendado a turistas.

Jackson y yo teníamos la misión de encontrar a los niños mineros; se rumoreaba que tres mil de ellos trabajaban ilegalmente en Cerro Rico. Su trabajo es estrictamente prohibido por el gobierno de Bolivia, así que cuando los extranjeros visitan las minas, se mantienen fuera de vista. Jackson seguía nervioso y con razón: según las estadísticas más recientes, sesenta niños murieron en excavaciones y otros accidentes en Cerro Rico, solamente en 2008. En un país tan pobre como Bolivia, el hecho de que niños o turistas puedan realizar cierto tipo de actividades no significa que sea seguro.

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Finalmente logramos alcanzar a Dani, quien se había arrastrado hacia un grupo de mineros trabajando. Laberintos de diminutos túneles conducían a grandes cuartos excavados en las rocas, donde la plata había sido extraída con picos, martillos y dinamita. Cinco hombres sucios y sin playera estaban ahí. Dani nos presentó con ellos.

“¡Osama Bin Laden se esconde aquí!” rió un tipo sin playera que traía una pala. Cuando le dije que Bin Landen había muerto, genuinamente se sorprendió.

Los hombres rondaban los treinta, me dijeron, y han trabajado juntos en las minas por casi diez años, dividiéndose las ganancias de los minerales que recolectaban y vendían. A lo mucho cada uno ganaba unos treinta pesos bolivarianos al día.

Nos confirmaron que había niños trabajando en las minas pero que no sabían exactamente dónde. No hablamos mucho. El fin del día de trabajo ya se acercaba. Terminaron de colocar ocho cartuchos de dinamita en una pared rocosa cercana. La querían explotar para poder irse a sus casas, pero no podían porque se les habían olvidado los cerillos.

“Capitán América”, me dijo uno de ellos, “¿tienes cerillos?”

La estatua de un minero, con martillo y rifle, en el mercado minero de Potosí.

No tenía. La única solución era que alguien trepara de regreso a la entrada de la mina —un camino de media hora— para traer cerillos.

Y así es como Dani, nuestro guía de confianza, nos abandonó en las profundidades de Cerro Rico.

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“Yo voy por unos”, le dijo al equipo antes de apurarse por el camino y desaparecer.

“¡Dios!” dijo Jackson. “Se fue”.

“Ajá”, dije.

Unos minutos después, escuché un trueno. Jackson me vio.

Y los dos volteamos a ver la esquina del lugar donde colgaba la dinamita de la pared como cordones de tampones, listos para una destrucción.

“¿Están prendidos?”, le pregunté a uno de los mineros.

“Sí”, contestó. Aparentemente, después de todo sí habían encontrado cerillos.

“¿Cuándo van a estallar?” le pregunté. Parecía una pregunta adecuada, ya que estábamos a medio kilometro bajo tierra, en un cuarto lleno de dinamita, dentro de una montaña a punto de colapsar.

“En cualquier minuto, Capitán América. ¡Córrale!”

Un trabajador dentro de la mina Cerro Rico.

Yo había ido a Bolivia porque algunas ONG y activistas intentaban —en contra del sentido común— reducir la edad mínima legal para trabajar de 14 a seis años de edad. Y esto no era, como uno espera, una iniciativa de los dueños de las minas o los políticos de la derecha buscando mano de obra barata. Al contrario, la idea estaba siendo impulsada por un grupo de jóvenes de ocho a 18 años de edad llamados la Unión de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores de Bolivia (UNATSBO), que ha propuesto una ley que plantea que los menores puedan trabajar legalmente. El congreso de Bolivia votará esta ley próximamente.

¿Por qué una organización dedicada a combatir los derechos de trabajadores menores quiere reducir la edad mínima para trabajar? Las leyes actuales establecen que los menores pueden trabajar siempre y cuando el límite mínimo sea de 14 años de edad, pero estas leyes rara vez son obedecidas. Bolivia es una nación con menos de 11 millones de personas. Esto incluye aproximadamente 850 mil niños que trabajan tiempo completo, la mitad de los cuales tienen menos de 14 años de edad.

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“Trabajan en secreto”, me dijo Alfredo, un joven de 16 años de edad que trabajó de albañil desde los ocho años y actualmente trabaja como payaso de la calle; a él lo conocí en un café en El Alto, un barrio a las afueras de La Paz. En las calles, los niños voceadores se asoman de los camiones y gritan las paradas de la ruta con la esperanza de ganar unos pocos centavos de pasajeros comprensivos o analfabetas que no pueden leer los señalamientos. “Y ese secreto”, continua él, “orilla a estos niños a vivir en la oscuridad, como si fueran criminales”.

Mientras almorzábamos, Alfredo me contó su primera experiencia de explotación, mientras trabajaba haciendo matracas, cuando tenía 12. “Los patrones no querían pagarme mi sueldo”, que eran unos treinta pesos bolivarianos por diez horas de trabajo al día. “Y yo seguía pidiendo mi dinero, y el sólo decía: ‘Luego te pago, luego te pago’. Después de seis meses de eso, él dijo que no había hecho un buen trabajo… como una excusa para no pagarme”. Si Alfredo estuviera trabajando legalmente hubiera tenido un recurso legal para demandar su paga. “Al final, me pagó la mitad de lo que me debía”. Poco después, se unió a UNATSBO.

José Luis busca plata dentro de Cerro Rico.

En 1910, al final de la revolución industrial, cerca de dos millones de niños en Estados Unidos trabajaban en minas de carbón, fábricas y plantaciones. Un siglo antes en Inglaterra, más de 50 por ciento de la fuerza del trabajo en fábricas de textiles y ropa estaba formado de menores trabajadores. La inspiración detrás de David Copperfield era de la propia experiencia de Charles Dickens que trabajaba en una fábrica a los 12 años de edad. "Conozco lo suficiente del mundo ahora como para perder la capacidad de asombro", escribió, "pero sí es materia de asombro para mí, incluso ahora, que me hayan desilusionado a tan temprana edad".

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Pero actualmente, después de dos siglos de desarrollo económico, fomento escolar y leyes restrictivas, menos del uno por ciento de la fuerza del trabajo en el mundo occidental está compuesto de niños, y el convenio sobre la edad mínima de la Organización International del Trabajo ha implementado estos desarrollos a tratados internacionales. En 1973, el convenio de OIT estableció que la edad mínima para trabajar es de 15 años de edad (14 en ciertas circunstancias) y fue ratificado por 166 países.

Los esfuerzos para erradicar el trabajo de menores en países en vías de desarrollo, sin embargo, han fracasado. Según la OIT, aún hay 168 millones de niños en el mundo menores de 17 años trabajando en todo tipo de trabajos desgastantes. En África, 59 millones de niños trabajan, o uno de cada cinco menores; en Asia, la fuerza del trabajo se compone en parte de 78 millones de niños. En Latinoamérica, de 13 millones, casi uno de cada diez niños. En Bolivia, el país más pobre de Sudamérica, uno de cada tres niños trabaja.

Según la OIT, el número mundial de niños trabajando ha decaído desde 1960, pero la rápida urbanización ha incrementado el trabajo de menores en muchas ciudades. Adicionalmente, un estudio de 2008 hecho por la OIT, proyectó que la recesión global había incrementado de 300 mil a 500 mil niños nuevos en la fuerza de trabajo de Latinoamérica. El hecho de que demasiados niños sigan trabajando es, según un estudio realizado por economistas en la Universidad de Cornell, “un frasco de grandes proporciones”. Ya que la mayoría de estos niños trabajan ilegalmente, ellos son invisibles, trabajando bajo sombras. En otras palabras, no son solamente los niños mineros quienes están trabajando bajo la mesa.

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Mineros dentro de Cerro Rico.

La UNATSBO se formó en 1995 en respuesta a las pésimas condiciones de trabajo enfrentadas por los obreros menores de edad en Bolivia. Desde el principio estaba compuesto de niños movilizando a niños, votando por sus propios líderes y reglamentos. El año pasado, Alfredo, el payaso de la calle con el que almorcé, fue elegido presidente de la sección de UNATSBO en El Alto. Él había participado en una manifestación frente al palacio presidencial en La Paz en diciembre de 2007, con otros mil miembros de UNATSBO, para protestar por la ley propuesta por el presidente boliviano Evo Morales, que si llega a pasar, incrementaría la edad legal de 14 a 18. Los manifestantes cargaban pancartas que leían: Si no trabajo yo, ¿entonces quién mantendrá a mi familia?

La manifestación de UNATSBO ayudó a combatir el intento de incrementar la edad mínima de trabajo a 18 años. Fue una victoria, pero no una solución a los problemas socioeconómicos de Bolivia.

Luz Rivera Daza, una de las partidarias de UNATSBO de la ONG Caritas en Potosí, donde trabaja con sindicatos de niños, es parte del cambio en el pensamiento entre los intelectuales y activistas de Latinoamérica acerca de la mejor postura ante las realidades del trabajo infantil en el siglo 21.

“Si yo le digo a los niños que dejen de trabajar en las minas, ¿qué les puedo ofrecer?” me dijo cuando la visité en su oficina en Potosí. “Las familias de esos niños se morirán de hambre si ellos dejan de trabajar, sus sueldos sacan adelante a la familia. Las leyes restrictivas sólo le harán daño a estos niños. Tenemos que erradicar la pobreza antes de erradicar el trabajo infantil”.

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Luz agregó que no había recibido su sueldo en tres meses porque una beca importante no fue liberada y no llegó a su ONG. “Yo no creo que el trabajo sea malo para los niños” dijo. “Lo que está mal es la explotación y la discriminación, porque son niños”.

Pero cuando le pregunté a Luz si ella dejaría que sus propios hijos trabajaran, guardó silencio un momento. “No”, dijo. “No lo permitiría”.

Mineros dentro de Cerro Rico.

Principales organismos como OIT y la ONU está de acuerdo con ella en ese último comentario. La postura política de la OIT es prohibir totalmente todo trabajo infantil realizado por menores de 14 años. “Los peligros de permitir que los niños trabajen desde los seis años son espantosos”, me dijo José M. Ramírez, presidente del Programa Internacional para la Erradicación del Trabajo Infantil de la OIT. “Si están trabajando, entonces es poco probable que pasen tiempo suficiente en la escuela. Y el resultado inmediato de que los niños trabajen es que ganan dinero, pero a largo plazo ellos pierden dinero”.

Otro efecto destructivo, según José, es que algunas veces los empleados contratan a niños en lugar de adultos, con sueldos bajísimos. Esto es lo que precisamente sucede en la industria de la caña en Bolivia, donde los niños jornaleros son llamados cuartas, ya que son considerados un cuarto de persona y en consecuencia pagados en proporción. Deshaciendo los juncos con machetes bajo temperaturas extremas, y también son, como muchos niños trabajadores, sujetos a abuso físico y psicológico.

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“Algunos dicen que nuestros intentos de erradicar el trabajo infantil es imperialismo cultural”, dice José, señalando otro tema del debate del trabajo infantil. En la mayor parte del mundo, el concepto de la infancia derriba de la idea victoriana de “inocencia”, la creencia que los niños tienen un mejor desarrollo si son protegidos de las preocupaciones de los adultos. Pero en Bolivia, donde el 62 por ciento de la población es indígena, líderes indígenas quechuas y aymaras celebran el trabajo infantil y piensan que se les debe permitir a los niños contribuir a sus familias.

Aunque el presidente Morales ha sido un firme defensor de las tradiciones culturales de los grupos indígenas de Bolivia, su administración cree que todo el trabajo infantil de niños menores de 14 debe prohibirse. No se sabe por completo lo que está incluido en la ley actual que propuso UNATSBO al congreso de Bolivia, pero al cierre de esta edición aún no ha llegado a la última fase de revisiones. UNATSBO tiene como objetivo estrictamente prohibir los trabajos más peligrosos, como el sector minero y cosecha de caña, y reducir la edad mínima de Bolivia.

Mabel Durán, la responsable del área de Trabajo Infantil, del Ministerio de Trabajo, Empleo y Previsión Social de Bolivia, me dijo que el gobierno del presidente Morales apoya la actualización del código de trabajo infantil para reforzar las restricciones sobre trabajo peligroso pero no pretende reducir la edad mínima laboral. Ella explicó que su oficina lleva acabo inspecciones, ayuda a organizar manifestaciones contra trabajos que emplean a niños e investiga las quejas acerca del maltrato de niños trabajadores.

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Pero el fracaso del gobierno en cuanto al cumplimiento de las leyes le brinda legitimidad a la legalización de trabajo infantil que propone la UNATSBO. En Bolivia, la UNATSBO y otros grupos similares tienen 15 mil miembros, y hay sindicatos infantiles similares en Perú, Ecuador, Venezuela, Guatemala, Colombia, Paraguay y Nicaragua. Mientras estos grupos crecen en tamaño e influencia, una gran división entre defensores del trabajo infantil del primer y tercer mundo ha ocurrido. La actual proposición de la UNATSBO puede o no pasar en el congreso de Bolivia, pero lo más seguro es que no será el último intento.

Alfredo, de 15 años de edad (derecha), es el líder de la sección UNATSBO en El Alto, Unión de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores de Bolivia. De día, él trabaja como payaso de la calle junto con su sobrino de 12 años.

El cementerio de Sucre se ubica en Potosí: ataúdes y árboles secos, con la cumbre nevada de Cerro Rico como fondo son lo más cercano a un parque público en la ciudad. Ahí conocí a dos hermanos tímidos, Cristina y Juan Carlos, que trabajan como limpiadores de lápidas. Cristina, 16; empezó a trabajar cuando tenía 13. Juan Carlos, 13; empezó a trabajar cuando tenía ocho.

Debido a la sobrepoblación en el cementerio, los ataúdes son apilados verticalmente y Cristina y Juan Carlos suben escaleras para pulir o poner flores en las tumbas y así ayudar a las personas mayores, y por eso les dan 18 bolivarianos (el equivalente a unos dos dólares) a 36 boliviarianos (cuatro dólares) en propinas. Trabajan después de escuela y de las seis de la tarde a medianoche durante los fines de semana. La mitad de sus ingresos son para pagar útiles escolares y ropa, la otra mitad se la entregan a su padre, un camionero, para ayudar pagar comida y renta. Ellos también me contaron que su padre tiene una nueva novia y gasta dinero en ella porque le compra regalos.

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El hermano mayor de Cristina y Juan Carlos, Jhonny, motivó a Juan Carlos a involucrarse en la UNATSBO. Él había estado trabajando desde que tiene ocho o nueve años de edad, pero hace un par de años, a la edad de 19, se ahorcó.

En el cementerio, Juan Carlos me llevó a su parte favorita de Sucre: la tumba de su hermano, que limpia y pule como parte de su rutina. Al lado de la tumba hay una botella de chicha —una bebida alcohólica— ya que a Jhonny le fascinaba tomar eso. “Había más niños en el cementerio”, dijo Juan Carlos. “Pero muchos de ellos se perdieron en las drogas y el alcohol”.

Mientras Juan Carlos pulía, Cristina me llevó a la parte del cementerio donde los mineros de la ciudad estaban enterrados. Un hermoso sepulcro, en el horizonte se podía apreciar la cordillera de los Andes. Uno de los epitafios decía: El servicio del minero a su comunidad termina aquí.

Cuando le pregunté a Cristina si había algo que no le gustara de su trabajo, me dijo que por las noches los borrachos y ladrones entran al cementerio y la acosan. “Me dicen que soy una floja”, dijo ella, “y dicen que trabajo por diversión”.

Cuando terminó de pulir las tumbas de los mineros, le pregunté si ella piensa en la muerte, ya que la mayoría de su tiempo está en un cementerio. “Me asusta más la vida que la muerte”, dijo después de un largo silencio. “Porque en la muerte puedes descansar con Dios”.

Cristina preparando flores para poner sobre las tumbas en el Cementerio de Sucre, en Potosí.

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En uno de mis últimos días en Potosí, finalmente logré agendar una junta con un niño minero que se gana la vida en las profundidades de Cerro Rico. José Luis, de quince años, me conoció en la choza de su familia en un barrio de clase trabajadora en San Cristóbal. Su casa yace en un cerro empinado escondido en las nubes. Como todos los demás en la ciudad, José Luis vive a la sombra de Cerro Rico.

Algunas veces camina una hora por el camino de terracería a Cerro Rico antes de irse a la mina a trabajar.

“Al principio tenía mucho miedo”, dijo, recordando su primer día en la mina a los 11 años. Unos años después, estaba en los túneles filtrando rocas cuando vio un grupo de hombres cargando un cadáver. Fue un accidente y ese se convirtió en su nuevo temor: morir. "Si subes", dijo, "no sabes si vas a volver a bajar".

José Luis trabaja en un equipo con su padre y sus primos. Evita los trabajos más peligrosos, como taladrar, que llena los pulmones de polvo y eventualmente produce siliconas (y luego la muerte), y usar dinamita. En su lugar va a las minas algunos días después de la escuela para buscar pedazos de plata. Puede ganar hasta 20 bolivarianos al día; de cualquier forma, si no encuentra ningún mineral valioso no gana nada.

A diferencia de los niños pobres trabajadores que Dickens documentó en la Inglaterra del siglo 19, que eran explotados por industriales siniestros y sin escrúpulos, el trabajo infantil actual es frecuentemente una elección propia de quienes luchan por hacer unos centavos en una economía informal, cuyas reglas y ventajas están cambiando constantemente. Es por eso que el trabajo infantil actual es tan difícil de erradicar: no hay un enemigo claro más que la pobreza, así de simple.

Después de nuestra entrevista, José Luis y yo fuimos a la mina juntos. Yo quería ver de primera mano cómo era su trabajo. Era animado y estaba feliz de tener compañía.

En el Cementerio de Sucre, Juan Carlos está de pie frente a la tumba de su hermano, quien también trabajó en el panteón hasta que se suicidó, hace dos años.

Tomó como media hora de gatear hacia los huecos donde trabajaba José Luis. Lo vi, de rodillas en una cueva de 1.2 metros mientras extraía piedras buscando plata.

“Sabes que esto es peligroso, ¿verdad?” pregunté.

“Lo sé”, dijo. “Pero trato de no pensar en eso”.

La dinamita explotó a la distancia, y su papá y primos llegaron no mucho después que nosotros. Con ellos estaba otro joven minero, vestido en un traje rosa y completamente asustado. Él y otros seis hombres adultos habían estado arriba taladrando y dinamitando. Él dijo que había dejado la escuela dos meses antes y apenas había empezado a trabajar las minas.

“¿Te gusta?” Pregunté.

“No”, fue todo lo que dijo.