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Cómo viven y dónde están los 239 desalojados de Monserrate

Tras el operativo del 2 de septiembre, los invasores desalojados del cerro siguen peleando por un techo, "así sea de plástico".

El primero fue Pedro. Al menos así cuentan la historia sus vecinos. Pedro, sin apellidos, e imposible de rastrear por estos días, se fue a vivir a la ladera de los Cerros Orientales, a la altura de Monserrate, hace 37 años. Él y su familia, según el mito, vivían allí hacía tanto tiempo que sería un insulto usar la palabra cambuche: lo suyo, dicen, era un hogar.

En los archivos del Distrito, el predio donde está "su hogar" tiene un nombre: polígono 218 de la localidad de Santa Fe.

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Hace más o menos siete años, en ese mismo lugar, a pocos metros de la entrada al funicular que sube a lo más alto del Cerro, y al lado también de un CAI de la Policía, empezó a crecer lentamente un asentamiento de familias que, como la de Pedro, vieron en ese pedazo de tierra abandonado un lugar óptimo para clavar su bandera y colonizar.

Hace 37 años empezó a crecer lentamente un asentamiento de familias en la ladera de los Cerros Orientales, a la altura de Monserrate. Todas las fotos son de Santiago Mesa.

Tres semanas atrás, el 1 de septiembre, la ladera albergaba las casas de 98 familias. Allí había de todo. Algunas casas eran de madera, bien construidas, y tenían, palabras del Distrito, "televisores pantalla plana, equipos de sonido, neveras, lavadoras e incluso una elíptica para hacer deporte". Había también muebles reciclados: salas, comedores, escritorios. Otras casas, en cambio, eran de plástico verde, de lata, de lona, y apenas contaban con un par de colchonetas, pipas de gas de diez libras y estufas de dos puestos.

Esa comunidad la conformaban, según un censo del Distrito, 98 familias, 239 personas: 94 menores, 136 adultos y 9 adultos mayores.

María Eugenia es la madre de Urbalit Mendoza uno de los líderes de la comunidad.

En la madrugada del viernes 2 de septiembre, cuando apenas asomaban los primeros rayos de luz a través de la maltratada vegetación de ese sector de los Cerros, llegaron al lugar representantes de la Alcaldía Local de Santa Fe, de la Policía, de la Defensa Civil, de las secretarías de Gobierno, Salud e Integración Social, de la Defensoría del Espacio Público, del Idiger y el Idipron, del ICBF, de los Bomberos y del Acueducto.

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Su misión era desalojar de inmediato y por completo el asentamiento.

Cumplieron.

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Gustavo Niño, alcalde local de Santa Fe, dice que dos veces les habían advertido a los invasores que se tenían que ir. Una el 14 de junio y otra el 23 de agosto.

"Ese día (en junio) llegaron dizque a desalojarnos ––me dice Gustavo Valderrama, un chocoano que, antes de armar cambuche en el Cerro, deambulaba por casas de arriendo de la capital tras ser desplazado de su pueblo en 2005––, se pusieron violentos, sacaron a la gente de las casas y tumbaron varios ranchos".

Un vocero de la comunidad salió a mediar el agarrón y pidió a las autoridades presencia de la Defensoría y demás entidades encargadas de garantizarles el derecho a un proceso justo. El operativo fue suspendido tras una hora de negociaciones y cinco casas derribadas.

Las condiciones de higiene y salud eran precarias.

En agosto, nuevamente, la Alcaldía explicó las razones por las que insistía en sacarlos de ahí. En un fallo del Consejo de Estado, en 2013, se ordenó prohibir y controlar construcciones, talas y levantamiento de cambuches en los Cerros Orientales, por la prioridad en protección que les da su carácter de patrimonio natural y cultural de la ciudad.

Un comunicado de la Secretaría de Gobierno agrega que, durante las doce horas que tardó el desalojo, Aguas de Bogotá y Aseo Capital recogieron más de 200 metros cúbicos de residuos y que se encontraron más de cinco hectáreas de vegetación afectadas. En el papel, las entidades encargadas están en su derecho de "recuperar el espacio público" y proteger los Cerros.

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"Llegaron el 2 de septiembre bien temprano ––me cuenta Arsenio Liponce, un indígena menudo y tímido––. Como 400 hombres del Esmad nos rodearon y nos sacaron de las casas y no les importó que hubiera niños ni que tuviéramos cosas adentro. Cogieron motosierras y destruyeron las casas". Me muestra en su celular un video borroso donde alguien destruye una casa con algo que suena como una motosierra. El Esmad, sin embargo, se defendió de esa acusación: le respondió al Tribunal Superior de Bogotá que para esos procedimientos utilizan armas y municiones no letales.

La de Urbalit hace parte de las 98 familias que albergaba la ladera.

Arsenio me cuenta que se encadenó a su casa y fue retirado por la fuerza. Salma, madre de dos niños, me muestra una herida en su cabeza. Gustavo me dice que algunos se defendieron con palos. Tomás, uno de los líderes, le pide a su esposa que me mande un video donde varios hombres del Esmad se enfrentan con una familiar.

El video que me muestra la esposa de Tomás pierde de vista por un momento la disputa con el Esmad y aparece en la imagen alguien que se identifica como delegado de la Personería. La persona que graba le pregunta por qué no está allá, interviniendo en la pelea, y él responde: "Ya le dije al señor que no maltrate a la niña". "Ya cuando le dieron palo y la cascaron", responde la voz tras la cámara. "Y si yo llegué tarde qué puedo hacer", lo interrumpe el funcionario.

Entre las 98 familias se encontraban indigenas desplazados.

La Personería, denuncian los desalojados, no terminó de garantizar sus derechos. En un comunicado, sin embargo, esa entidad dijo que aunque "durante el operativo se presentaron disturbios por parte de habitantes de la calle y desplazados que habitaban allí […] el escuadrón del Esmad controló los desmanes y logró el desalojo y despeje de la zona". Alejandro García, funcionario de la Personería, me explica que ellos sí hicieron el acompañamiento y que, hasta donde sabe, "ahí había familias indígenas a las que ocho días antes se les había dado algún dinero y se les había conseguido un hogar de pagadiario pero ellos se devolvieron".

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En la Defensoría me dijeron que ellos no acompañaron el operativo, aunque no explicaron sus razones, y agregaron que, en los días siguientes, atendieron quejas particulares de algunas de las familias implicadas.

Esta comunidad la conformaban, según un censo del Distrito, 239 personas: 94 menores, 136 adultos y 9 adultos mayores.

"Después de que nos sacaron, nos montaron en volquetas y nos dejaron en la calle —me contó Gustavo Valderrama, cuando nos encontramos en la calle 22 con carrera 15, un lugar rodeado de prostitutas y policías—. A mí me dejaron aquí mismo". La Secretaría de Gobierno explicó que, en volquetas, "les prestó el servicio de traslado de sus enseres". Hicieron, dicen, más de 60 trasteos.

"Sí nos preguntaron adónde queríamos que nos llevaran las cosas. El problema es que la mayoría no teníamos un lugar. Nos tocó en la calle", me dijo Valderrama. Cuando pregunté por el destino de esa comunidad, casi todas las entidades (Unidad de Víctimas, Personería, Secretaría de Integración Social) coincidieron en que muchos se fueron a casas de familiares y otros se fueron a habitaciones pagadiario.

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Tras el desalojo, les pregunté a varios de los que habitaban allí las razones por las que se habían tomado ese predio. Los busqué en casas de sus familiares, en centros de atención a víctimas y en habitaciones pagadiario.

Las respuestas, cambiando algunos detalles, fueron similares. La mayoría no son bogotanos de nacimiento. Residen en la capital después de desplazarse, forzosamente o no, de sus lugares de origen. Antes de irse al Cerro vivían con sus familias en habitaciones en arriendo o en casas de familiares. Se fueron de ahí porque no las pudieron pagar más o porque no querían incomodar. Alguien cercano les recomendó ese lugar y allá fueron a dar.

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Gustavo Valderrama vive, desde el día del desalojo, en un cuarto que le prestó una conocida.

Quienes llegaron hace más de un año dicen que les ofrecieron ir allí casi en secreto. Que no querían boletear el espacio. Gustavo Valderrama me dijo que hasta el año pasado convivían más o menos veinte familias. Arsenio Liponce me contó que tampoco eran celosos: si llegaba alguien nuevo le ayudaban a construir.

Tomás Sandoval —sereno, de habla pausada, vocero de la comunidad desalojada— me confirmó lo anterior y me explicó por qué, durante décadas, el número de familias no pasaba de 20 y en el último año subió a casi 100. "Todo cambió cuando salió por las noticias lo del Monstruo", me dijo. El Monstruo de Monserrate, para quien no recuerda, es un señor llamado Fredy Valencia, famoso por ser uno de los asesinos en serie más recordados de la historia reciente del país: violó, asesinó y enterró en el mismo lugar a más de una docena de mujeres. En diciembre del año pasado, las autoridades encontraron los restos de varias mujeres justo ahí, en el polígono 218.

Lo que para muchos fue una macabra historia, un motivo de indignación, para otros fue además una oportunidad, un llamado que puso ese lugar en el mapa.

Entre las pertenencias de Valderrama se encuentra su kit de aseo, que recibió como parte de la ayuda humanitaria.

Para las autoridades, el descubrimiento de Fredy Valencia fue en cambio una alerta: había que poner más cuidado a lo que pasaba ahí. Miguel Uribe, secretario distrital de Gobierno, dijo que "ocupaciones ilegales como estas elevan el riesgo de inseguridad no solo para la zona sino para el resto de Bogotá. Es en este mismo polígono donde se encontraba el llamado monstruo de Monserrate".

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La comunidad cree que había contra ellos una campaña de desprestigio para desalojarlos más fácil. Al del Monstruo le suman el episodio con Los Caleños, unos vecinos que, al parecer, traficaban drogas en su cambuche y protagonizaron una disputa territorial. Noé Henríquez me dice que eran 97 familias contra una sola. Pero que Los Caleños estaban armados y disparaban cuando había discusiones. "Un día se quedaron sin balas y los arrumamos y entre todos los sacamos", me cuenta, y lamenta que lo que para él fue un acto de soberanía las autoridades lo hayan hecho ver una disputa entre dos bandos por el control de una zona de microtráfico.

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Tomás Fontalvo me dice que la discusión principal no es la que ha propuesto el Distrito. "¿Cuál?", le pregunto. "Que estuviéramos allá metidos sin permiso", contesta. Para él, como para la mayoría (si no todos) los exhabitantes del Cerro, no se trata de pelear contra la declaratoria de reserva forestal. "Lo que pedimos es sencillo —insiste Tomás—: garantías para la vida digna".

Bienvenida Durango se hospedó cerca a Gustavo. Vive en una habitación junto a su pareja y a su hijo.

"Nosotros merecemos un techo, así sea de plástico", me dijo Bienvenida Durango, una matrona costeña que dice haber sido desplazada en 2007 de un pueblo cerca a Montería.

A finales de agosto, 94 personas, lideradas por Urbalit Mendoza, instauraron una tutela contra el Ministerio de Vivienda, la Unidad de Víctimas, la Alcaldía, Fonvivienda y demás entidades implicadas. Solicitaron, en ese documento, que les restablecieran sus derechos, que les acreditaran propiedad sobre el predio que ocupaban, que suspendieran cualquier acción de desalojo y que dieran solución definitiva a su desplazamiento, para quienes aplicara.

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El Tribunal Superior de Bogotá, en fecha posterior al desalojo del 2 de septiembre, falló en contra de los accionantes. Ellos impugnaron el fallo pero nuevamente la respuesta fue negativa.

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Gustavo Valderrama vive, desde el día del desalojo, en un cuarto que le prestó una conocida. Tiene sus pertenencias metidas en bolsas negras: una estufa, una pipa de gas, ropa, el kit de emergencias que le dieron al salir, parte del mercado que compró con el bono de Colsubsidio que recibió. Dice que no ha podido pagar por la habitación, que lo van a sacar y que no tiene adónde ir. Su esposa consiguió una habitación en el sur, donde no la dejan estar con él (a él tampoco lo dejan llevarla a ella), y su situación es similar.

Un cuadro entre las pertenencias de Bienvenida.

Bienvenida Durango se hospedó cerca a Gustavo: vive en una habitación de paredes rosadas, con un televisor prestado, junto a su pareja y a su hijo. Duermen en dos colchones que venían con el kit. Ha volteado por distintas entidades buscando soluciones que aún no encunetra. Su pareja consiguió trabajo en un restaurante chino de la zona y su hijo, el día que la entrevisté, había encontrado un cupo para jornalear en una construcción.

Arsenio Liponce ocupó una habitación de dos por dos en una calle destapada del barrio Suba Gaitana, con su esposa y sus tres hijos. Se las arreglaron para que, como si fuera tetris, cupieran dos colchones y una cama junto al resto de sus enseres. Dice que no tiene forma de pagarla porque, como solo sabe trabajar la tierra, no ha podido conseguir trabajo.

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Noé Henríquez, junto a otras diez personas, arrendó el segundo piso de un apartamento en el noroccidente de la ciudad, a orillas de un río. Su casa tiene decoración de baby shower y hay tres regalos en una cesta donde cabrían 50: su hija está en el hospital, a punto de dar a luz. En esa misma casa viven mujeres jóvenes, de no más de 25 años, con dos hijos cada una.

Similar es la situación de Urbalit, de Salma, de Ana, de Luis, de casi todos los que entrevisté. Tomás, el líder, me dice que ha podido rastrear a la mitad de las casi 100 familias. Del resto se perdió el rastro. Algunos, adivina Gustavo, pueden estar viviendo en cambuches en la Avenida Circunvalar, cerca al predio desalojado.

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Veinte días después del desalojo, la mayoría todavía carga en el bolsillo o en la maleta documentos que los certifican como víctimas o como población vulnerable. Esa es su carta, la que siguen tratando de jugar: que el Estado les eche una mano, un empujón; que la Ley de Víctimas los ampare y puedan aspirar a subsidios de vivienda. Según aparece en el fallo de la tutela del Tribunal Superior de Bogotá, solo 30 de las familias implicadas en el desalojo no están registradas como víctimas.

Arsenio Liponce ocupó una habitación de dos por dos en una calle destapada del barrio Suba La Gaitana, con su esposa y sus tres hijos.

Jorge Orlando Sánchez, director territorial para Cundinamarca de la Unidad de Víctimas, me explicó que se les salía de las manos darle una vivienda a tantas personas. "Ellos nos piden las llaves de una casa, pero por el momento a muchos solo les podemos dar ayudas humanitarias. Las ayudas no llegan a ser ni siquiera un subsidio y su valor depende de la caracterización que se haga de la familia o el individuo", me dijo, y agregó que otras entidades también participan en esas "ferias de servicios" donde ofrecen ayuda: kits, bonos de mercado, oportunidades laborales. La Alcaldía de Santa Fe me confirmó que 58 familias recibieron ayudas de la Secretaría de Integración y que 47 recibieron ayudas del Idiger.

Muchos, sin embargo, dicen que no ha podido conseguir trabajo en Aguas de Bogotá ni en el Ipes, como les habían ofrecido. "A mí no me dieron empleo dizque por no tener licencia de conducción y postulé mi hoja de vida para barrer las calles pero no me han llamado", me dijo Tomás. "Mandé mi hoja de vida para Aguas de Bogotá pero no le dieron prioridad y entró al mismo proceso de selección que cualquier ciudadano que aplique. ¿Eso para qué me sirve?", me preguntó Gustavo.

La Secretaría de Gobierno dice que "solo 17 personas de las más de 98 familias solicitaron información sobre las opciones laborales con las que contaba el Ipes, 13 quisieron informarse sobre la oferta que hacía la Secretaría Distrital de Educación y 13 más recibieron orientación sobre las ofertas de la Secretaría Distrital de Integración Social". La Alcaldía de Santa Fe dice que Aguas de Bogotá está estudiando la documentación de 15 postulados y que el lunes se define su situación laboral. Ninguna entidad supo responderme con certeza cuántas ofertas laborales se han concretado hasta el momento.

Los desalojados que logré contactar continúan errantes, desubicados. Hay pequeños roces entre algunos de ellos. Se muestran ofendidos por el tamaño de las ayudas del Estado, alegan que no les alcanzan. No quieren nada regalado, dicen: quieren una oportunidad.

La familia de Arsenio se las arregló para que en la habitación cupieran dos colchones y una cama junto al resto de sus enseres.

Cuando me despedí de Noé y Tomás, en Suba, le pregunté al primero cómo se llama el río que pasa por su casa. Noé no supo responder y le preguntó a Tomás. Él, ignorando mi pregunta, no miró el río sino el pastal que había al lado: un terreno verde, de maleza alta, amplio, vacío. "Nos deberíamos meter ahí", bromeó. Un par de días atrás, Gustavo Valderrama había dicho algo parecido: "estamos buscando dónde meternos: no descarto Guadalupe, no descartamos cualquier lugar, en el norte, en el sur. Ni siquiera descartamos volver a Monserrate".