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Cultură

Pasé el casting de masterchef cocinando con basura del supermercado

Coger comida semipodrida y presentarla con todo tu arte en un concurso juzgado por cocineros de prestigio y en el que compiten obsesos de la alta cocina es lo mejor que se me ocurrió. Lo peor es que funcionó.
Eu e a minha colher de pau "Masterchef". Todas las fotografias pelo autor

Este año me presenté a los casting de MasterChef a medio camino entre la gracia de salir en la tele y la emoción que supone exponer todas tus nociones culinarias ante la madre patria. En mi tierra (soy vasco) es muy típico competir entre la cuadrilla para saber quién es el mejor cocinero así que esto no iba a ser muy diferente. De hecho, si a esa competición entre colegas le sumas la presión de estar constantemente evaluado por gente que no conoces de nada, el hecho de estar compitiendo contra tipos semiprofesionales y la necesidad real de ganar el premio para tapar unos cuantos agujeros profundos como la fosa de las Marianas, es prácticamente lo mismo.

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Como suelen empezar estas aventuras, fue mi novia quien me animó e incluso fue ella la que me apuntó —ya sabéis, "detrás de todo gran hombre blablablá"—. Mi interés en un principio oscilaba entre cero y nada, pero con el paso de las pruebas y la posibilidad de dejar de ser "simplemente" un mediocre al que le gusta la cocina para convertirme en alguien con un cierto nivel, me empecé a ilusionar máximamente con todo este asunto.

Para que os hagáis una idea de las dimensiones del programa, al casting se presentan unas 20.000 personas (de los que ya entre 4.000 o 5.000 motivados vienen de una región como Cataluña) por lo que mis aspiraciones eran cuadrar el plato y contar la aventura a mis nietos. Hasta donde yo sé, el casting es una eliminatoria de cinco partes. Una primera fase previa donde has de mandar un vídeo haciendo una receta grabada por ti y una presentación diciendo cuan personaje eres, lo que para que os voy a engañar, ¡me salió perfecto! Si pasabas esta primera fase, solo te quedaba enfrentarte a los más o menos 300 competidores —los cuales eran capaces de arrancarte los dedos con tal de que no continuases cocinando.

Una vez dentro de los 300 elegidos —cocino bien de verdad, joder— los del programa nos llamaron para un macro casting regional en un conocido hotel de Barcelona. No digo el nombre porque no me acuerdo. En esta segunda fase el grueso de la prueba consistía en traerte una receta cocinada por ti en casa, con tus medios y arte para emplatarla. Todo ello delante de cámaras y junto a los otros 300 preseleccionados. Una hora y toda la fantasía culinaria de la que dispones para que te evalúe un cocinero del programa.

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Me tiré todas las Navidades dándole vueltas a qué cocinar y cómo confeccionarlo. Incluso me postulé para hacer todas las comidas para toda la familia para mejorar mi técnica. Mis nociones de cocina son una mezcla entre lo que se conoce como cocinero de materia prima, una dudosa creatividad a la hora de rematar los sabores y texturas y un afinado nivel de aprovechamiento de recursos, herencia de una familia de posguerra que seguramente en algún momento tuvo que pasar hambre o racionamiento. Al final me decanté por un plato típico pero sofisticado, bien presentado y sabroso: bacalao confitado a baja temperatura con crema de setas y frutos secos.

Antes de continuar con mi despechado relato, quiero confesar públicamente algo que solo unos pocos compañeros de trabajo sabían hasta el momento. Ahora que lo estoy soltando todo no tiene mucho sentido guardármelo: me propuse ir al casting con ingredientes sacados de la parte de atrás de un supermercado —es decir, de los deshechos—, una receta a base de todos esos productos que al final del día se van a la basura pero que para mucha gente en una situación realmente jodida son los únicos alimentos que se pueden permitir. Comida que sale en grandes cantidades por la puerta de atrás mientras que a la entrada se agolpan cada día colas de consumistas que, como buitres, esperan carne tibia, recién fenecida, como si fuese lo único que pueden comer.

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A parte de esta motivación "ética", por decirlo de alguna forma, había otra mucho más banal y apremiante: después de Navidad me había quedado sin un duro y necesitaba ahorrar todo lo que pudiese y más. Antes que reivindicativo soy pobre.

Cuando me tocó ir a buscar la "materia prima" encontré una montonera de verduras (acelgas, puerros, minipimientos de distintos colores…), un par de bandejas de pollo (una de las cuales olía a sudor de anciano), pan de molde, yogures… Mi incursión carroñera había sido bastante exitosa porque todo aquello tenía, más o menos, muy buena pinta. Quizás fuese el día del mes que sacaban esas "ecodelicatessen", pero en fin, mi objetivo era el pescado y la verdura así que me llevé toda la colección de minipimientos y ¡BINGO! una bandeja de setas boletus (las setas de toda la vida vamos), el eje central de mi plato. A eso le sumé el bacalao que me trajo mi madre de su última visita y ya lo tenía todo. Iba a entrar al casting con un plato low cost.

El casting se hizo eterno. Mientras emplataba humildemente mis lomos de bacalao confitado en mi bonito y barato plato de IKEA, mis compañeros no estaban para hostias y preparaban filetes ahumados sobre platos de pizarra, puré de calabacín de cuatro sabores (amargo, dulce, ácido y salado) con ceniza por encima o una sopa de pescado emplatada en un menaje rococó. Para más inri, estaba totalmente prohibido llevar nada que pudiese calentar la comida y todo tenía que poder comerse bien frío porque el objetivo de la prueba era "evaluar la puesta en escena". Obviamente, me las vi canutas, ¿cómo iba a ganar mi plato sueco de dos euros a una vajilla del siglo XVIII? La verdad es que no tenía ni idea de cómo hacerlo y sigo sin tener ni idea de cómo lo hice pero el caso es que gané —bueno, no exactamente porque a la chica del menaje rococó también la eligieron, pero ya me entendéis, la victoria importante es la moral— y entré por la puerta grande a los últimos castings.

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Si me lo permitís, creo que fue brillante la idea de coger comida semipodrida y presentarla con todo tu arte en un concurso de mindundis que quieren llegar a ser jodidos chefs con estrellas Michelin y todo ese rollo, superarles y hacerlo con algo sacado no de un noble y ecológico Veritas, sino de la basura de cualquier otro supermercado cutre y roñoso en el que el concepto "comida orgánica" es tierra ignota. Y no solo eso, plantárselo a un tipo que en teoría tiene que saber de esto, que se lo coma y que me felicite. A esa gente se suponía que tenía que darles lo mejor, canela en rama… Pues toma: juego, set y partido.

Pero en fin, allí estábamos los últimos veinte, los pura raza de la cocina del pueblo, la aristocracia del fogón grasiento, los últimos de las cocinas. Como premio recompensa por nuestro tesón y sacrificio fuimos recompensados con la tan ansiada cuchara con el logo del programa. PREMIAZO. Creo que será la única herencia que legue a mis hijos… Pero vayamos al siguiente casting.

Siendo uno de los ganadores de la prueba de emplatado ese mismo día pasabas a una última prueba de cámara junto a nueve personas más. La prueba consistía en cocinar un ingrediente sorpresa que se escondía detrás de una caja — "¡la caja, la caja, quiero la caja!"—, que en mi caso fue una perdiz. Solventé el plato como pude: la envolví en jamón curado y la acompañé con una reducción de licor y unas tiras de boniato frito — se lo preparo a domicilio a la persona número cien que comparta el artículo*—.

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- Tres, dos, uno, levanta brazos y dime el nombre de tu creación.

- Perdiz ibérica abraza a Cataluña.

- ¡Hombre, que graciosete!

Lo que más me llamó la atención fue que así como el equipo de producción eran el "poli bueno", cercanos y reflexivos, los cocineros dentro de su halo de autoridad y arrogancia eran claramente el "poli malo". Ese que te veja mentalmente sin dejarte marcas. Ser cocinero y famoso es la pandemia del siglo XXI. A pesar de eso, parece que ahí no estaba mi problema —por algo no me visteis en el estreno de ayer—. Yo, donde pegué el gatillazo, y uno muy grande por cierto, fue en la entrevista personal. Tenía mi puesto en el programa al alcance de la mano y me vine muy arriba. Aun siendo muy plano en mis exposiciones tiré por el rollo "quiero ganar": "soy buen chaval pero quiero la pasta" o "desde siempre mi pasión ha sido la cocina" mentiras indigestas que pensaba que colarían …. Y está claro que esa mierda no vende o está muy vista.

A las semanas de mi gesta, recibí un mail donde me indicaban que no accedería al concurso. Pero para desquitarme de la mala noticia, a la semana siguiente preparé una improvisada alubiada para toda la oficina enfundado en un vestido de Frozen hecho para una niña de 12 años y con un camping gas. Para ellos y para mi madre siempre seré el campeón de esta temporada de Masterchef.