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Cultură

El más buscado

Alejandro Almazán es uno de nuestros periodistas favoritos. No sólo porque va y se mete al fondo de esta pestilente máquina de hacer muertos en la que se ha convertido nuestro país. Nos encanta porque, además de que su trabajo periodístico le ha merecido un chingo de veces el Premio Nacional de Periodismo, el Fernando Benítez y otros más, siempre nos trae las historias más oscuras y nos obliga a salirnos de la pinche oficina para ir a desvelarnos con sus libros. Como él dijo cuando presentó Placa 36 en Guadalajara: “he escrito sobre canibalismo, secuestradores, narcotráfico y este tipo de historias… Pero me gusta contarlo para entenderlo”.

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Su última novela El más buscado recoge todos los mitos que hay alrededor del capo más famoso de México. La predicción de Élmer Mendoza sobre este libro es que el Chalo Gaitán (el protagonista) te va a robar el guiñapo sanguinolento que te queda por corazón. Para ir alborotando el gallinero, Almazán nos hizo el inmenso honor de rolarnos un capítulo (el cuarto) de la novela, publicada por la editorial Grijalbo y que estará en librerías a partir de este 22 de mayo.

Número 69. Uno de los 70 paquetes de un kilo, encontrados en dos maletines en el Aeropuerto El Dorado de Bogotá, el 9 de marzo de 2011. Los sabuesos detectaron los maletines antes de que los subieran a un avión con destino a París, Francia. Las mochilas no habían sido documentadas, lo que habla de una colaboración entre empleados de los aeropuertos de Bogotá y París.

¿Alcanza a mirar aquellas lucecillas, las que aluzan el pico de la montaña que tenemos enfrente? Allá nací, viejón. Allá mero es El Espinazo. Ese y todos los ranchos que wache hasta donde le den los ojos son famosos por sus narcos, como Tijuana por sus putas. Esta mala fama ha servido pa’ intimidar a los otros, pa’ imponer respeto pronto. Por estos rumbos crece una mariguana encabronadamente ponedora; con ésa, se lo juro por mis hijos, hasta los sordos oyen. Si quiere un toque, órale, ai tengo pa’ las visitas, nomás le digo que aquí en Badiraguato lo que rifa es la amapola. Los que se inyectan chiva dicen que la de por acá la cagó el diablo. Sabe qué se sentirá… yo nunca me he metido esa madre. Si algo he aprendido en este negocio es que los jaipos pagan todos nuestros pecados, y si no, vaya a preguntarles al panteón. Lo que sí le he probado es perico y mota, pa’ qué se lo voy a negar. Tuve mis años donde me la pasaba bien ondeado. Luego hasta me miraba en el espejo y no me hallaba. Fueron tiempos en los que mataba nomás por capricho, igualito como se asesina hoy, matando al por mayor. Ya ni siquiera me acuerdo del nombre de todos esos difuntos. Si acaso, todavía oigo el tronadero de las balas y el zumbido de las moscas sobre los cuerpos. Y no más. No he vuelto a probar drogas desde que me dejaron escapar de Puente Grande. ¿Y sabe por qué? Porque la mejor trinchera de un prófugo es el movimiento. Por eso ora pisteo puro bucanitas dieciocho; al fin que con ése la cruda no es peligrosa ni ataranta los reflejos. Pero bueno, yo le estaba contando que en toda esta parte del Triángulo Dorado hay más droga que tiempo. Usté y yo todavía no nacíamos cuando los militares ya habían apañado el negocio del narco. Hijos de la chingada, y ora dicen que son los salvadores de la patria. Que no mamen. La raza debería echarle un zorro a la historia pa’ darse cuenta de que fueron los guachos, apalabrados con los gringos, quienes nos obligaron a los sierreños a sembrar mota y amapola. Todo nomás pa’ que los gabachos fueran a las guerras bien píldoros y los remordimientos no se los tragaran. Ai en los libros, si usté quiere asomarse, dice que por los guachos supimos que nomás matando gente se podía gobernar este país. Fíjese, en el cuarenta y tantos, unos generales reclutaron de por aquí al Gitano. No me acuerdo del nombre de ese cabrón porque dicen que de tanto matar, a él mismo se le olvidó; pero el bato carraqueó a un gobernador y, en vez de pudrirse en la cárcel, terminó de guarura del sucesor. Se lo digo pa’ que sepa que desde esos años la justicia sirve a los intereses de quien la controla. ¿Ha oído hablar del Gitano?

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Algo leí sobre él, pero muy poco, don Felizardo.

Hace bien, viejón, a la memoria tampoco hay que llenarla de tanta mierda. Le contaría quién fue el Gitano y cómo el general Cárdenas lo procuró, pero ni modo que pierda tiempo que ya no tengo. Mejor déjeme decirle, aunque puede que usté lo sepa, que aquí en la sierra las noches son muy largas. En veces duran hasta doce horas. Y orita que todavía estamos en invierno, más. Recuerdo que de chavalón me gustaban los días y dejaba las noches pa’ las cosas que se hacen a oscuras. Ya sabe, robar, fumar mota o mirar entre los compas quién tenía la chola más grande. Ora los días como que me aburren… sabe por qué.

A lo mejor en la cárcel se hizo a las sombras, don Felizardo.

Era lo que le iba comentar. Fíjese, siempre que estoy en la sierra me amarro a este errequince y me quito la gorra pa’ wachar cómo el cielo llena de estrellas al mundo. ’Tonces el cerebro se me aclara y como que se me facilita la concentración. Fue mientras miraba al cielo una noche, creo que cuando mandé matar a un alcalde de Chihuahua, que se me vino a la mente que estaba hecho pa’ la oscuridad. Luego hasta pienso que ya no ocupo los ojos. Si en este ratito alguien me los arrancara, me cai de madre que no le guardaría rencor. La oscuridad, le digo, apacigua la sangre y hace que uno mire cosas que ni los tecolotes. ¿Se acuerda de esa madrugada en que caminamos como dos horas pa’ llevarle serenata a la plebe aquella, la del cerro Mohinora?

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Cómo no, don Felizardo. Quién sabe cuántas veces me caí y usté se movía como un murciélago. Ai supe por qué le cantan la del “Señor de la montaña”.

La luz es muy peligrosa pa’ mí, viejón. Me exhibe, y gente como yo nunca puede tener una leyenda salvo manejándose con cautela: así, a la sorda. Por eso aprendí a vivir en la penumbra. En ella, si usté se impone, se mueve como pez en el agua. La oscuridad deja de ser un manchón negro como la sangre seca y se vuelve un lugar lleno de significados. A oscuras usté pierde el temor y hasta le da brillo a las ideas y a los recuerdos. Fíjese, la otra noche recordé cuando mi abuela dijo que un día yo iba a dar de qué hablar. Y mire lo que es la bendición de la vida. De plebe vendí naranjas, quesos y pan; y ora, de ser un pobre hombre pisotiado por la vida, una revista gringa me pone entre los más millonarios. No le voy a negar que la pobreza ni en las películas es bonita, ni que yo a ella la tumbé jalándole al gatillo, pero eso de que tenga mil millones de cueros de rana, con perdón de la palabra, es una mamada. ¿Cómo vergas le hicieron pa’ saber cuánto billete tengo si ni yo mismo lo he contado? Al dinero lo peso, viejón. Es tanto que contarlo no me dejaría tiempo pa’ disfrutarlo. ¿Qué es lo que trato de decirle? Que no se vaya de hocico. Esa lista que sacaron es pura ponzoña. Si fuera justa, a Julio y al Rojo también los hubieran incluido. Pero no, pinchis gringos envidiosos. ¿Pos qué no están enterados de que mis compadres son los dueños del cártel? ¿Creen que nomás el gordo ese del eslim le ha entrado recio a la globalización? Julio y el Rojo tienen más dinero que el cabrón ese que se ha hecho rico vendiendo gansitos. Se lo digo porque he mirado a mis compadres trabajar duro pa’ salir adelante. Ellos, pa’ no aventarle más salivero, han sacado a este país de la crisis y nada que los mencionan. Hay que ser puercos pero no trompudos.

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¿Y a qué se deberá que sólo a usté lo mencionan, don Felizardo?

A que esos gringos nomás quieren perjudicarme. ¿Y sabe por qué están encabronados conmigo? Porque he sacado millones de dólares de su país pa’ traer a México fe y esperanza.

Yo a los gringos nunca les he creído nada.

Pos ya somos dos. Esos batos son unos hipócritas. Nos venden las armas y luego se quejan de la violencia. Nos ponen en sus listas de los más buscados y nunca dicen que gracias a los tratos con ellos es que existimos. Con una mano me acusan y con la otra se meten el perico que me compran. Ésa ha sido mi ecuación con ellos: les gusta mi droga, pero yo no. Pa’ mí que es hora de que ellos dejen de poner la riata y nosotros las nalgas, ¿a poco no? Pero déjeme volver al asunto que le contaba de mi abuela. Su amá, mi bisabuela, no la dejó casarse con el novio que ella escogió, un bato al que apenas hace unos años mataron porque era un bandido, y los bandidos tenemos que morir. Mi abuela le hizo caso a su amá y terminó juntándose con un maldito caporal. Se lo comento porque el recabrón la trataba de la chingada. Mi abuela nunca fue feliz. Yo la quise harto, pero ella no. Lo supe cuando yo todavía estaba chavalón. Perdóname, Felizardo, me dijo, Te me figuraste tanto a tu abuelo que pa’ ti nomás tuve odio. Yo no le dije nada; ni modo que qué. La doña estaba tumbada en la cama, bien enferma de los nervios. Me acuerdo de que mi amá lloraba y rezaba todos los días, y el señor nomás no se la llevaba. Era como si quisiera que la doña sufriera. Ya luego la muerte le llegó derechito al cerebro, y mi amá y yo fuimos a enterrarla pa’ que no se fuera sin lágrimas. Mi amá, pa’ que de una vez le quede claro, fue la que nos sacó adelante. Ella siempre nos procuró. ¡Figúrese!, fuimos nueve plebes, y todos bien pobres. Muchas veces miré a mi amá caerse, sobre todo cuando mis dos carnales mayores se murieron de hambre, pero el orgullo siempre la levantó. Desde hace un resto vive sola allá en El Espinazo. Así, solita, se ha rifado machín frente a los guachos cuando catean el rancho, dizque porque me andan buscando. Créame que ya se me acabó la saliva de tanto decirle a mi amá que se jale pa’ Culiacán. El gobernador es mi amigo y va a darle protección, le he dicho, Ándele, amá, sirve que a mí y a sus nietos nos mira más seguido. Y nada, no quiere. Es como si le costara trabajo empezar otra vida. En veces creo que es de esas doñitas que prefieren estar lejos pa’ que los hijos no sufran el día que las miren enfermas de gravedad. Ya ve que luego, por miedo a perderlas, los hijos dejamos que las mamás se queden ciegas o que les mochen las piernas con tal de que no se mueran. Yo, si un día mi amá me hubiera dicho Hasta aquí, mijo, hasta ai le hubiese dejado. Iba a respetar su voluntad. ¿Pa’ qué alargar las penas si en vida ya fueron muchas? Siempre traté de procurarla, de darle sus vueltas. Casi siempre que nos miramos le regalé discos de los cantantes de acá de la sierra. Si mi amá hubiera tenido la oportunidad, le juro que hubiese sido otra Lola Beltrán. Lástima que nomás le dieron a escoger una causa en estas tierras: la pinchi vida. Creo que de mi amá saqué lo bailador. Usté sabe que puedo zapatiarle diez horas de corridito, y no hay morra que me aguante el paso. Pero ya me perdí otra vez, viejón.

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No se preocupe, don Felizardo, cuando uno habla de su madre, el cariño nos pierde.

Eso sí. Uno hace todo por ellas. Fíjese: hace como dos años le mandé construir un templo porque siempre me agüitó verla rezar a la intemperie. Ocupé hartos albañiles pa’ levantar esa madre en El Espinazo. Sería bueno que hablara con uno de ellos pa’ que le platicara el sacrificio que costó traer el mármol desde el Bajío.

Si quiere, tráigase a uno y aquí platicamos los tres.

No se va poder, viejón. Están todos muertos. Ni modo que qué. Si los hubiera dejado vivos, seguro orita anduvieran de mitoteros. Ya ve, cosa que hago o dejo de hacer, ai van a publicar falsedades. Acuérdese del escandalazo ora que mi mujer dio a luz en un hospital de jiuston. ¿Pos qué el hombre no vino al mundo a reproducirse? ¿Cuál fue el problema pa’ que ese nacimiento anduviera en boca de todos? Malo si hubiésemos engendrado un guajolote, ¿a poco no? Pero, ¿qué le estaba diciendo?

Del templo que le construyó a doña Carmelita.

Ah, sí. Pos mi amá es evangélica y está muy entregada a su dios. De ai se han agarrado unos pa’ decir que yo también practico esa religión, como si la religión se nos notara en la jeta. Y no. Yo ni siquiera ando como Pablo Escobar, que se hacía acompañar de un sacerdote porque creía que quienes pecan y rezan, empatan. Yo nomás creo en mí. ¿Y sabe por qué? Porque en este negocio hay que ser individualista. Aquí más de dos cabezas sirven nomás pa’ que a uno lo chinguen más rápido. En esta chamba, una pistola vale más que cualquier crucifijo. Respeto a Cristo y a Malverde, pero nos llevamos mejor de lejitos. Creo que eso fue lo único bueno que le aprendí a mi jefe.

¿Cómo fue su papá, don Felizardo?

Mi jefe nomás se la pasaba vomite y vomite pa’brirle más campo al ron Potosí. Siempre le aconsejaron No tengas hijos, Camilo, mantenerlos es duro. Pero un sierreño sin plebes es como si el Chicharito no jugara pa’ la selección. De mi jefe no me gusta hablar mucho. Todavía recuerdo cuando me corrió del cantón y me fui a vivir unos días con una tía, hermana de mi amá. Mi jefe nomás se la pasaba de castroso conmigo. Ya sabe, que Córtate el pelo, que No te dejes de los plebes, que Acompáñame acá, que Vales madre, que Camina derecho, que Trágate todo pa’ que crezcas, que Salte de la escuela, que Pinchi güevón, que Mejor ponte a trabajar. Por eso nomás llegué hasta tercero de primaria. Lo que sí tengo bien adentro y aprendido son las historias que leí en Puente Grande. Porque no crea que nunca quise superarme. No. A cada rato iba a la biblioteca… bueno, cuando se podía, porque mi dinero alteró ese penal. Fíjese, en un libro me enteré de que Pancho Villa usaba una reminton y de que se cuajó machín de dólares nomás por dejarse grabar echando bala. ¡Figúrese lo que podría cobrar yo cuando esté descabezando a un bato como camarón! También leí que jitler, o como se pronuncie, quería ser pintor, y mire en lo que acabó el loco ese: nomás revolvió el mundo. Qué bueno que se mató, el bato no tenía redención. Otra de las cosas sobre las que llegué a leer fue la infancia que tuvo José Alfredo Jiménez, igualita de pobre y ventajosa que la mía. En veces pienso que uno no debería ser culpable por el lugar en el que nació. Pero bueno, qué se le va a hacer, la pinchi vida es injusta. Yo hubiese querido ser hijo de un bato estudiado, con harta feria, o de perdida del Julio César Chávez. Lástima que uno nomás pueda escoger a los amigos… a los padres, no. El mío fue un rancherón de mano dura y de esperanzas muy ligeras. De un tiempo a acá le he dejado de tener resentimiento. Me he dado cuenta de que fue así porque siempre buscó que viviéramos como Dios manda. Y eso es lo que todo mundo busca, ¿a poco no?

Mi papá también quiso salir adelante por la honesta, don Felizardo, pero en mi pueblo siempre ha valido más un kilo de arroz que la decencia.

¿Ya miró por qué lo mandé traer? Porque usté sí me entiende. La gente de ciudad no sabe que en nuestros ranchos la miseria destruye vidas desde antes de que comiencen. Ni idea tienen de que aquí las madres paren hijos de muchos maridos… y a los maridos, si no se van, los matan. La gente de ciudad no sabe que los hospitales o las escuelas son lujos que acá no se pueden pagar. No entienden que acá los plebes se enseñan por costumbre a tronarle que acá no es bueno morir de lunes a jueves porque están cerradas las putas iglesias. Aquí en la sierra hay cosas que nos obligan a cambiar. En pueblos como éstos, el hombre trabajador y derecho se muere a la mala. ¿Cómo le diré? Si en estos ranchos ser honesto es una desgracia, ’tonces ser un malandrín ha de ser una bendición. Aquí uno debe ser ambicioso. Yo siempre luché pa’ salir adelante. Mi jefe también, pero él no tuvo tanta suerte. La tomadera y las viejas se le cruzaron en el camino, y no hizo nada por cambiar el rumbo. Ya luego se lo acabó el azúcar y se fue quedando ciego sin sentir. Murió pobre porque las alcancías no existen cuando se tiene el ansia de tragarse el mundo de una sola mordida. Chale, no sé por qué empecé a contarle todo esto, viejón. Le digo que la noche clarea los pensamientos y uno imagina hasta lo que no se le hubiera ocurrido.