Un sueño campesino en el Macizo Colombiano
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Un sueño campesino en el Macizo Colombiano

REVISTA | Esta es la historia de cómo unos pobladores del sur de Colombia decidieron crear su propia soberanía alimentaria.
Pablo  David G
fotografías de Pablo David G

Artículo publicado por VICE Colombia.

Este artículo hace parte de la última edición de VICE Colombia: UTOPÍA|DISTOPÍA. Pueden encontrar todos sus contenidos por acá.


Dicen que el campamento minero se vio arder en la montaña.

El 10 de octubre de 2011, en la vereda Olaya, del municipio de Arboleda, en Nariño ―a cinco horas en carro desde Pasto―, un grupo de campesinos se coló en el campamento de la empresa minera Mazamorras Gold, sacó a sus empleados y luego le prendió fuego a máquinas e instalaciones.
La conflagración no costó una sola vida.

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Mazamorras Gold, filial de la empresa minera canadiense Gran Colombia Gold, se encontraba ese año en Arboleda realizando la fase exploratoria de unos títulos mineros que le fueron otorgados en el norte de Nariño. Por esos días, el precio del oro alcanzaba 1500 dólares la onza. Ese mismo año, ascendería a USD $1923, la cifra más alta en el registro histórico de su valor comercial. El oro se extraía a cielo abierto sobre monte y montaña sin importar cuán pequeña fuera la concentración: a ese precio, cualquier pepa en Colombia era ganancia.

Por eso mismo, Mazamorras Gold se enfocó en la tarea exploratoria de la zona sin ningún contratiempo… Hasta el día del incendio.

Cuando maquinaria e instalaciones ardieron en la montaña, la empresa elaboró un comunicado de prensa fechado el 12 de octubre, en donde puede leerse lo siguiente: “El campamento de exploración de Mazamorras Gold fue atacado por invasores desconocidos, causando un daño considerable a las edificaciones que se encontraban allí al prenderles fuego”. Según la compañía, ninguno de sus empleados o contratistas fueron heridos en el ataque.

La noticia ya había llegado a nivel nacional. Un día antes, el 11 de octubre, la emisora W Radio informó que el campamento había sido atacado por un grupo de 400 personas. Dos días después, El Tiempo publicó que eran 500 las que hacían parte de la manifestación en contra de la operación minera, pero aclaró que fue en realidad un reducido grupo de 40 manifestantes los que se apartaron de la protesta y realizaron la asonada.

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Aunque los detalles específicos aún no se han esclarecido del todo ―y en este momento hay personas judicializadas por el hecho―, lo cierto es que Mazamorras Gold ya no tiene presencia en Arboleda. Allá no existe.

Las versiones sobre lo sucedido varían, sobre todo cuando se trata de aclarar lo que pasó en el incendio. Sin embargo, en algo sí hay consenso dentro de la población: esta fue una protesta campesina para proteger el territorio y el derecho al agua.

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Carmen Rosa Córdoba trata de hacerme entender por qué: por qué prenderle fuego a un campamento minero.

Carmen Rosa Córdoba es una campesina de San Lorenzo, una población que colinda con Arboleda, el lugar donde ocurrió la llamarada. Ella es de estatura baja, mejillas rojas, cara amable, por lo menos 50 años. Está en frente de mí en el Primer Encuentro Departamental de Mujeres del Movimiento Agrario de Nariño, realizado entre el 27 y 28 de julio en la ciudad de Pasto.

Carmen Rosa me explica el porqué y me dice: “El territorio es el lugar donde estamos, vivimos y habitamos los campesinos. Nos permite tener autonomía para sembrar y tener la vida que queremos. Por eso nos unimos: para poder cuidarlo y defenderlo”.

Mientras dice todo esto, con una mezcla balanceada entre timidez y firmeza, se le asoma por la cabeza una pañoleta que le amarra el cabello. Cima, dice. Es decir, Comité de Integración del Macizo Colombiano, un movimiento social que desde hace 30 años viene advirtiendo de los riesgos que la minería implica para el agua, la soberanía alimentaria y la misma permanencia en el territorio.

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"El territorio es el lugar donde estamos, vivimos y habitamos los campesinos". Foto: Pablo David G.

“La gente, cuando se junta y se pone brava, es peligrosa”, dice.

La cadena de hechos relacionados con el incendio de 2011 tuvo que ver con la existencia del Cima, una organización convencida de que donde hay minería a gran escala las comunidades campesinas sufren. La amenaza de la minería sigue estando presente y es solo una de las problemáticas que estas poblaciones tienen que combatir.

A raíz de la protesta contra Mazamorras Gold, los habitantes del norte de Nariño y del sur del Cauca pensaron en un territorio en donde se protegieran las fuentes hídricas, la cultura, la identidad y las formas de vida frente a modelos de desarrollo como el de la minería a gran escala.
Fue así como en 2013 estas poblaciones llegaron a la figura que hoy se conoce como territorios agroalimentarios, un concepto ideado e impulsado con la ayuda del CIMA y el Coordinador Nacional Agrario (CNA).

Los territorios agroalimentarios se definieron ese mismo año durante la asamblea nacional que el CNA tuvo en San Lorenzo como forma de lucha por el territorio. Algo similar a lo que han venido logrando indígenas, afros y raizales de Colombia. El agua, los bosques nativos, los bienes comunes, la soberanía alimentaria, las economías propias y el acceso a la tierra fueron los principios que definieron, desde un inicio, este concepto que sonaba a utopía rural y que recordaba de cierta manera a las reservas campesinas de antaño.

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“Lo que queremos es tener un territorio respetado. Que cuando llegue alguien (como Mazamorras Gold) nos pregunte si puede o no hacer cosas, igual a como le preguntaría a un indígena”, aclara Carmen Rosa. “Porque constitucionalmente no nos consideran como dueños del territorio: no se nos ha dado ese reconocimiento”.

Arboleda, así como San Lorenzo, San Pablo, La Unión y otros 13 municipios conforman desde 2016 lo que se conoce como Territorio Campesino Agroalimentario del Norte de Nariño y Sur del Cauca, o mejor, para recordarlo, el TECAM.

Una serie de territorios que, entre familias y organizaciones campesinas, han sido redefinidos con un plan de vida digna y una guardia campesina que vela y guía a la comunidad.

Viajé por varios de estos territorios en compañía de Pablo David, el fotógrafo de este reportaje, y Nancy Navarro, líder del CIMA, para entender cómo es que un grupo de campesinos decidió apostarle la vida a su territorio y conformar con él una utopía.

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Un campero Daihatsu nos lleva hacia San Pablo, un municipio que se levanta imponente sobre el río Mayo, al norte de Nariño. Aunque el viaje ha sido largo, la carretera por fin nos acerca al pueblo. Antes de llegar a él, Víctor, el conductor, arranca a subir por una loma que termina en un camino de piedras cercado a lado y lado por arbustos florecidos de rojo.

Atravesando la empinada, como quien camina por su propia casa a oscuras, Víctor nos señala una huerta en la que crecen unas hortalizas suculentas rociadas por un sistema de riego por goteo. En la huerta también hay hierbas medicinales, tomates y cebollas.

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Al fondo, completando el cuadro, se alza una casa grande, de un solo piso, pintada en su totalidad con los colores de la bandera del CIMA: azul, verde y amarillo. Detrás de la casa se ven cultivos de arracacha, café, plátano, pencas con piñas y árboles cargados de guayabas, naranjas y limones. Todos los cultivos están mezclados unos con otros, plantados sobre escalones en terrazas pequeñas que, luego entenderíamos, era un mecanismo para procurar el buen uso del suelo y evitar la erosión de la tierra.

En esta casa vive Robert Daza, uno de los líderes campesinos de la zona, quien, desde hace casi 30 años, hombro a hombro con sus vecinos y los vecinos de sus vecinos, ha luchado por la protección de esta tierra enclavada en el suroccidente de Colombia.

El agua, los bosques nativos, los bienes comunes, la soberanía alimentaria, las economías propias y el acceso a la tierra fueron los principios que definieron, desde un inicio, este concepto que sonaba a utopía rural y que recordaba de cierta manera a las reservas campesinas de antaño.

Robert nos delimita el territorio que tiene alrededor valiéndose de brazos, ojos y quijada, la cual levanta de tanto en tanto, como señalando, mientras nos explica: “aquí estamos en el corazón del Macizo Colombiano; en esta loma pasa el límite entre Cauca y Nariño”, dice, mirando montañas cuyos nombres desconocemos. “Esa cordillera de allá del fondo”, continúa, mientras señala al occidente, “esa que se ve en línea recta, es la cordillera occidental. El río Patía va por debajo”, concluye.

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Si uno camina alrededor de la finca puede verse el cerro La Jacoba, ubicado en La Unión, y el cerro La Campana, en San Lorenzo. Si conociéramos mejor el territorio, también podríamos ubicar a ojo el famoso santuario de la Virgen de La Playa y la presa que lleva su mismo nombre. En la parte trasera de la casa se ve a lo lejos el casco urbano de Florencia y mirando hacia el oriente está Bolívar, ambos municipios del Cauca.

Visto en un mapa de Colombia, el territorio que nos señala Robert es una mancha al suroccidente, más cercana al centro de Ecuador que al de Colombia, compartida por dos departamentos y cruzada por cinco ríos.

Este es el territorio que compone el TECAM.

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Originario de Cubitaral, Nariño, Robert Daza llegó en 1994 a San Pablo detrás de su primera esposa, justo después de haber terminado su formación como ingeniero agrónomo. De estatura mediana, piel tostada y sombrero de fieltro café, este campesino tuvo desde siempre la movilización social arraigada en su espina. Durante los años universitarios hizo parte del movimiento social “¡A luchar!”, un proyecto que se le enfrentó durante casi una década a las élites de Colombia para desarrollar un modelo de país sustentado en el poder popular.

Luego de ¡A luchar!, al llegar a San Pablo, Robert trabajó en la Asociación Agroambiental, una organización campesina social que desde 1996, y junto a varios liderazgos del norte de Nariño, empezó a coquetear con el Cima.

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En 1999, junto a la Asociación, el CIMA, y más de 10 000 campesinos, Robert salió a paralizar la vía Panamericana en un hecho histórico que se conocería en los años venideros como el paro más grande del suroccidente colombiano.

Fue durante esta época, en las reuniones de la Asociación y en las asambleas preparatorias para el paro, que Robert conoció a María Duby Ordóñez, su segunda esposa y la dueña de esta finca. Juntos salieron a bloquear la Panamericana, y luego de eso se convirtieron en una pareja insignia de la lucha campesina en la región.

Desde ese entonces, ambos pertenecen al CIMA, y hoy en día son líderes del TECAM.

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El imponente Macizo Colombiano es un grupo de montañas de la cordillera de los Andes que queda ubicado al suroccidente del país, entre los departamentos de Cauca, Nariño y Huila. Viajando al sur, el Macizo parece amarrar las tres cordilleras en una sola: se trata de una estrella hidrográfica que el sociólogo Alfredo Molano describe como un “ringlete de aguas nacientes”, de donde brotan los ríos Magdalena, Cauca, Patía y Caquetá. Este territorio es el hogar de campesinos, afrodescendientes e indígenas, en su mayoría dedicados a la agricultura.

Es acá donde nace el CIMA, que se formó a finales de la década de los ochenta con las marchas y paros de los municipios de Almaguer, San Sebastián, Santa Rosa y Bolívar, todos ellos del departamento del Cauca.

Dichas movilizaciones, producto de la inconformidad del campesinado de la zona ante la falta de educación, salud, conexión de la región en cuanto a comunicaciones y vías, electrificación y, en general, lo que se conoce como “presencia del Estado”, fueron el preámbulo para la gran movilización que tuvo lugar en el municipio de Rosas, Cauca, en 1991, y que se conoce como el “Gran paro del Macizo Colombiano”.

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Ese año, miles de manifestantes paralizaron durante nueve días la vía Panamericana, algo que se repetiría ocho años después con el paro del suroccidente colombiano. El evento tuvo cobertura mediática nacional y consiguió que los campesinos del Macizo, con el apoyo de profesores y estudiantes, lograran sentarse con ministros y consejeros en la región y pactar ciertos acuerdos. Dos años después del gran paro, el CIMA quedó consolidado.

Desde entonces, y casi que durante la totalidad de esa década, Gobierno (varios gobiernos) y CIMA se sentaron a dialogar una y otra vez, como si el tiempo en la región diera vueltas: pactaban acuerdos (lo hicieron con César Gaviria, en 1991, con Ernesto Samper, en 1996, y con Andrés Pastrana, en 1999), para luego ver cómo estos se incumplían, dando lugar a nuevas protestas.
Muy lejos de solucionar sus inconformidades, de acuerdo con el libro Crecer como un río, del Centro Nacional de Memoria Histórica y el CIMA, los campesinos del Macizo fueron acusados de guerrilleros, amenazados, perseguidos y detenidos. Asesinatos selectivos, tomas guerrilleras (materializadas por la extinta guerrilla de las FARC), masacres como la de Los Uvos (perpetrada por el Ejército Nacional en 1991), amenazas y desplazamientos (efectuados por las Autodefensas Unidas de Colombia), tuvieron lugar entre 1985 y 2017.

Podría decirse que los integrantes del CIMA durante estos años fueron víctimas de al menos 40 acciones bélicas, 31 asesinatos selectivos y cinco amenazas colectivas. En total, son 127 los hechos victimizantes que, según el Centro Nacional de Memoria Histórica, se encuentran registrados en archivos de prensa.

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Nada de eso ha detenido el hecho de que campesinos como Robert, María Duby y Carmen Rosa sigan pintando sus casas con los colores de la bandera del Cima o llevando en el pelo pañoletas con su símbolo.

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Un sol de diez de la mañana arrecia sobre la finca de María Duby. A modo de protesta, las cigarras elevan su coro caótico sobre nuestras voces, mientras las hordas de zancudos, camuflándose entre una miscelánea más grande de otra clase de bichos, arremeten y se dan un festín con la sangre dulce de los bogotanos.

Robert, su esposo, se tomaría dos horas de recorrido para que aprendiéramos todo.
El TECAM se convirtió en una forma de defender el territorio. “Queríamos protegerlo”, cuenta “reclamarlo como un espacio de vida del campesinado, que debe tener unas características especiales; […] como campesinos, nosotros estamos dando la lucha por el reconocimiento de derechos con enfoque diferencial”. Robert ilustra su posición con ejemplos: la lucha feminista, la lucha afro, la lucha indígena.

En 2016, 14 municipios del norte de Nariño y tres del sur del Cauca se autoproclamaron como TECAM, Territorio Campesino Agroalimentario del Norte de Nariño y Sur del Cauca. Los habitantes de esta delimitación pueden llegar a sumar 350 000. La declaración pública buscaba que el Estado los reconociera como un territorio campesino con un plan de “vida, agua y dignidad”, una forma de gobierno, autoridad y economía propias.

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Es esta sintonía, esta relación con la tierra que labran, siembran y cosechan, el espíritu de la utopía: la base del TECAM. El cambio en el paisaje de “El Corral” es evidencia de ello. Sin los conocimientos adquiridos, la paciencia y la visión necesaria de la protección del territorio, ni Robert Elio ni Alba Sonia hubieran podido recuperar su finca.

Carlos Duarte, un antropólogo de la Universidad Nacional que ha trabajado en la construcción conceptual de los territorios agroalimentarios, le delimitó a La Silla Vacía la distribución geográfica de este: “Inicia con la depresión del Patía en Mercaderes y Taminango, se eleva recogiendo a su paso las territorialidades de Florencia, la Unión y San Lorenzo hasta chocar con el inexpugnable complejo volcánico de Doña Juana”. Para Carlos es allí donde el TECAM cierra su círculo, sobre los municipios de San Pablo, Colón, Belén, San Bernardo, Albán, Arboleda y Chachagüí.

Delimitar dicho territorio implicó una serie de reuniones para identificar y decidir la escogencia de puntos claves que lo demarcaran. Entre estos, incluyeron varios cerros tutelares y cuencas hidrográficas importantes: el cerro de La Campana, en San Pablo, la laguna la Marucha, en San Lorenzo, o el cerro de Chimayoy, entre otros. Con esto claro, la comunidad organizó excursiones para llegar hasta estos puntos e ir conociendo y asumiendo como propio el territorio. De esta manera, varios líderes campesinos de distintos municipios viajaron en lo que denominaron “jornadas de mojoneo”: visitaron nacimientos de agua, demarcaron el terreno con banderas del CIMA e hicieron pagamentos a través de oraciones y promesas, en un acto de comunión con la naturaleza.

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Robert admite que los territorios agroalimentarios no se encuentran reconocidos por la ley colombiana. Sin embargo, explica, el hecho de que la territorialidad no sea reconocida legalmente no desanima a sus integrantes. Él, como muchos de los campesinos que componen el TECAM, tiene claro que este no es solo un grito de buenas intenciones, sino un acto político constante.

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En el periodo pasado del Congreso de la República, el senador del Polo Democrático y presidente del CNA, Alberto Castilla, venía trabajando en un proyecto de acto legislativo que fue presentado en 2016 para que se reconocieran estos territorios agroalimentarios en Colombia.

Al proyecto le quedan siete debates (y las mayorías necesarias) para que estos sean aprobados. El escenario es previsible: en la agenda legislativa de este país prevalecen los intereses de las economías extractivas sobre los modelos de agricultura orgánica o soberanía alimentaria.

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A la finca de Robert Elio Delgado y Alba Sonia Córdoba llegamos en medio de la lluvia.
Luego de salir de San Pablo y movernos por una ruta serpenteante, tomamos el desvío hacia el corregimiento El Carmen, dentro del municipio de San Lorenzo. La vía desemboca en una trocha que nos internó dentro de las montañas, las cuales, hacía tan solo unos minutos, se veían enormes y distantes desde la carretera.

Luego de pedir varias indicaciones a campesinos que no parecían dispuestos a dárnoslas, seguimos subiendo por la trocha hasta llegar a la entrada de la finca. El recelo de los habitantes en el camino no era fortuito, nos explicarían Alba Sonia y Robert Elio más adelante: era esa una medida de autoprotección, pues hace poco habían amenazado al CIMA.

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Robert Elio cuenta que su familia llegó a El Carmen huyendo del volcán Doña Juana, que hizo erupción en 1906. Es de ese mismo volcán que nacen dos ríos: el Juanambú, que atraviesa Nariño, y el río Mayo que, aclara Robert Elio con ahínco, “une, no divide”, los departamentos de Nariño y Cauca. Los Delgado, así como muchas familias de la zona, son numerosos colonos que llegaron a las tierras de El Carmen y San Lorenzo y empezaron a repartírselas por lomas.

Fue así como Robert Elio heredó su finca, llamada “El Corral”. Cuando falleció, uno de sus tíos se la dejó.

El terreno, enclavado en una loma, aparece a mano derecha de la trocha por la que vamos. Un pequeño camino baja hasta una casita de tres pisos hecha de caña con techo de pasto. Más allá de la casa se ven los cultivos: una mezcla de maíz, fríjoles, enredaderas y árboles frutales se reparten de manera aleatoria el espacio de la huerta. Más adelante se encuentra el criadero de cuyes. Al otro extremo, bajando por la loma, hay varios humedales artificiales que sirven como filtros para el agua que usan Robert Elio y Alba Sonia.

Cuando ambos llegaron a la finca, “El Corral” consistía en un trozo de potrero inclinado, destinado solamente a la ganadería. Convencido del potencial de la tierra que había heredado, Robert Elio, junto a su esposa, empezó a recuperar la finca: sembró árboles nativos, esperó pacientemente a que el bosque volviera a crecer y, con el tiempo, el agua que antes brotaba de la tierra, y que había dejado de salir por la tala del terreno, volvió a manar. Ahora dos nacimientos de agua natural fluyen por cada lado de la casa. “Han vuelto los pajaritos”, comenta Alba Sonia, “se ven mucho a eso de las seis de la tarde cuando vienen para dormir”. El agua limpia que reciben de la tierra tratan de devolverla limpia. Los humedales son para eso.

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La recuperación del terreno no solo se limita a la finca de cada campesino. A nivel veredal, Robert Elio cuenta que en Valparaíso, otro corregimiento de San Lorenzo, están adelantando una siembra y cosecha de agua junto con otros vecinos a través de conductos que alimentan nacimientos y reservorios para el acueducto. Hacen esto para que el agua no falte en verano, una problemática que puede agudizarse con el crecimiento de la población y los fenómenos de sequía prolongados.

En su finca, Robert Elio y Alba Sonia no queman para sembrar, no pelan el terreno para cultivar la tierra, rotan cultivos y tienen reservas de bosque nativo para proteger el agua. Estas prácticas son principios básicos de la agroecología, una disciplina que es clave para el TECAM. “La cuestión con la agroecología es que no se puede hacer solo en la familia”, explica Robert Elio. “Es necesario convencer a los vecinos, porque si no están en la misma página se jode el sistema”. El Cima sabe esto, por eso es que lleva impulsando desde hace años escuelas agroambientales, espacios de aprendizaje sobre métodos sostenibles de agricultura para que los campesinos de todo el TECAM se mantengan en la misma sintonía con el territorio.

El mercado de La Unión es uno de los destinos finales de la producción agrícola de esta población. Foto: Pablo David G.

Es esta sintonía, esta relación con la tierra que labran, siembran y cosechan, el espíritu de la utopía: la base del TECAM. El cambio en el paisaje de “El Corral” es evidencia de ello. Sin los conocimientos adquiridos, la paciencia y la visión necesaria de la protección del territorio, ni Robert Elio ni Alba Sonia hubieran podido recuperar su finca.

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Los otros pilares del TECAM equivalen a los elementos por los que también se rigen los estados, solo que este es un Estado autónomo mucho más pequeño, y probablemente mucho más funcional, enclavado en el Macizo Colombiano.

El “plan de agua, vida y dignidad” vendría siendo la constitución del TECAM, “un instrumento para guiar la transformación del territorio”, como lo explica Robert Elio. Tanto él, como Robert en San Pablo, Carmen Rosa y Alba Sonia, saben que este no se encuentra plasmado en ningún papel o documento, al menos por ahora. Este plan contiene acuerdos a los que la comunidad ha llegado a través de asambleas para que la Junta, el equivalente al gobierno, pueda gestionar, desarrollar diversas actividades y hacer respetar estos acuerdos.

El objetivo de este plan suena más sencillo de lo que parece: proteger el agua y la vida de quienes habitan el territorio, y trabajar para que sus habitantes vivan en condiciones dignas. Este es el norte de la brújula del TECAM. “Esto es lo que queremos nosotros para nuestros hijos y nuestras hijas. En últimas, esa es la idea de desarrollar esto”, dice Robert Elio.

Por su parte, la Junta Campesina constituye un ejercicio de democracia directa: tres personas elegidas en cada uno de los 17 municipios que conforman este modelo agroalimentario salen de sus fincas y bajan de las veredas en sus municipios para reunirse en alguna parte del Macizo cada cierto tiempo y, entre todos, tomar las decisiones del territorio. Estas 51 personas, organizadas en comisiones y una secretaría técnica, emiten lo que llaman “mandatos”, que pueden abarcar desde la elección de voceros políticos hasta la decisión de impulsar consultas populares para hacerle frente a la minería.

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Si la Junta Campesina es el gobierno del TECAM, la Autoridad Campesina vendría siendo la policía. Pero en vez de bolillos o pistolas, cuentan con su chonta: bastones hechos de una madera que lleva el mismo nombre y que son símbolo de la capacidad de mando y protección que esta guardia tiene sobre el territorio. “La Guardia Campesina es algo que se ha ido trabajando no como un cuerpo de seguridad, sino como una actitud de la gente, o sea, de estar pilas”, nos explicó Robert Daza un día antes. “Por ejemplo, en el caso de la entrada de la minería se da inmediatamente la comunicación y se llama a la movilización para sacar a estos proyectos del territorio”.

Las raíces históricas de la Guardia Campesina se remontan a la movilización de Guachicono, Cauca, en 1986, una de las marchas que marca los inicios del Cima.

"Producir lo que se come y comer lo que se produce". Así resume Robert Elio esta utopía agroalimentaria. Foto: Pablo David G.

Desde ese entonces, las marchas se organizan en comisiones, y la comisión de disciplina fue la primera forma que tuvo la Guardia Campesina actual. Así como la guardia, las comisiones iniciales salían con sus bastones de chonta, una palma grande con madera fuerte que crece en la región, haciendo visible su autoridad.

Estos mismos bastones de mando se pueden ver también en las manos de los integrantes de la Guardia Indígena Nasa, una comunidad que se ubica en territorios cercanos a los del TECAM y un referente para la forma en la que se piensa la Guardia Campesina. Para ambas, el bastón es sagrado.

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“Nosotros impulsamos la guardia de una forma cultural, dándole un sustento a través de la espiritualidad”, cuenta Robert Elio, luego de explicar que esta autoridad está muy ligada a lugares sagrados que generalmente coinciden con los sitios estratégicos donde hay agua, el recurso más importante para los campesinos del Macizo.

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Un plato con huevos revueltos, plátano maduro, arroz y papa nos devuelve la mirada mientras estamos sentados en la cocina de “El Corral” tratando de contener el guayabo. Regresamos después de las dos de la mañana y varios rones a la finca con Robert Elio y Alba Sonia luego de celebrar el último día de las fiestas de verano. El cierre de las festividades incluyó una presentación de Joan Sebastián, imitador de Julio Jaramillo y una tanda de música de Maná, el clímax de la noche.

Con el fin del verano y el final de la cosecha de café empieza el ciclo nuevamente: la tierra tiene que prepararse otra vez para la siembra, y todo vuelve a comenzar. Justo al lado del comedor auxiliar de la cocina en donde estamos se encuentra un gabinete de madera oscura con varias repisas, puesto adrede en una esquina apartada del sol. Dentro del gabinete hay decenas de frascos de vidrio: cada uno de ellos contiene semillas de diferentes tamaños, formas y colores. Las semillas de maíz y fríjol son las que más abundan. Con el cuidado y la paciencia necesarias, estas semillas van a brotar de la tierra dando paso a una gran variedad de alimentos esenciales, típicos en las canastas familiares colombianas.

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Robert Elio y Alba Sonia explican que el gabinete es su banco de semillas, una colección de varias especies cuya existencia implica la supervivencia de varios alimentos por largos periodos de tiempo. “Las semillas son un patrimonio de la humanidad, pero para las futuras generaciones”, nos explicó en su momento Robert Daza. “Sin semillas no hay seguridad ni soberanía alimentaria”. La Red de Semillas Libres de Colombia, una organización ambientalista y rural que existe desde 1994, subraya la importancia de los granos al ser considerados un “patrimonio colectivo. Son fundamentales para la vida, la cultura, la salud, los sistemas tradicionales de agricultura y para garantizar su soberanía y autonomía alimentaria, así como un seguro para enfrentar las crisis climáticas”.

Mientras muestra las distintas clases de semillas que tienen guardadas, Alba Sonia explica cómo funciona el banco: “Lo abrimos en época de lluvias para entregarle las semillas a diferentes familias, y en época de cosecha recogemos las inversiones: ahí las familias nos devuelven el doble de semillas”. De esta forma, afirma Alba Sonia, se han podido rescatar semillas de diferentes variedades de alimentos como el maíz. En ese gabinete tienen guardadas semillas de maíz de tres, de seis y de hasta 12 meses.

"Los poderosos, los dueños del gran capital, miran los brazos únicamente; no miran ni la cabeza, ni al ser humano que existe en el campesinado". Foto: Pablo David G.

El banco de semillas es un aspecto de la economía campesina.

Dice Robert Elio que la economía campesina no es otra cosa que lograr encadenamientos productivos. Es decir, contar con una producción agropecuaria orgánica y diversa, cuya fortaleza sea el trabajo en familia y en comunidad y que, entre todos, pueda protegerse el medio ambiente, en especial el agua.

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En ambas fincas este modelo económico soberano que describe Robert Elio era visible: al lado del café no faltaba la yuca o el plátano, las huertas siempre estaban al lado de la casa y la variedad de alimentos cultivados en un mismo lugar le hacía frente a los monocultivos, tan comunes en nuestra agricultura: hortalizas, tomates, cebolla y hasta plantas medicinales se repartían la tierra, a veces incluso en pisos escalonados para mejorar el sistema de riego y evitar la erosión de la tierra.

Esta economía propia, autónoma, va un paso más adelante en las prácticas de agricultura tradicional, incluso en lo que tiene que ver con tecnología, o así lo explica Robert Daza: “A veces pensamos que lo campesino es lo sufrido, lo atrasado. El campesinado tiene que comenzar a pensar en otras formas de tecnología: si antes había caballo, ahora hay moto. Si antes tocaba regar con manguera, ahora métale sistema de riego por goteo. Si se hacía la limpieza con machete, entonces métale una guadaña. Y si tocaba hacer la preparación de la tierra con pala y azadón, pues ahora métale una surcadora o un monocultor”.

Que el TECAM desarrolle una economía campesina propia le garantiza a esta su independencia. No solo monetaria, sino alimentaria: hace que sus habitantes participen en procesos de transformación artesanal e industrial de las propias cosechas, liberándose un poco de los cambios en los precios de compra y de los intermediarios; también facilita el intercambio de semillas, alimentos y conocimientos, y ayuda a acceder a sistemas de comercialización justa tanto para el productor como para el consumidor.

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“Producir lo que se come y comer lo que se produce”, dice Robert Elio a modo de resumen.

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Luego de día y medio en la finca de Robert Elio es hora de regresar. La mañana está nublada y después de la verbena de anoche en el pueblo, que se extendió hasta hace pocas horas, El Carmen se encuentra sumido en el silencio bendito del guayabo. Después de mucho tiempo buscando un transporte, dos motos nos sacan a La Unión para tomar un bus a Pasto.

La vista de “El Corral” se aleja y nos llenamos de arbustos llenos de rocío a lado y lado de la vía mientras empieza a caer una lluvia que nos acompaña durante todo el regreso.

Robert Elio y Alba Sonia se despiden a lo lejos.

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De Alba Sonia sale una voz pausada y suave que invita a las personas presentes en la terraza (en su mayoría mujeres) a tomarse de las manos, cerrar los ojos y poner dentro de un círculo todo aquello que hace parte de sus vidas: sus sueños, sus luchas…

Estábamos en el Colegio INEM Luis Delfín Insuasty Rodríguez, de Pasto, cuyo auditorio, y la terraza situada a la salida de este, servían como locación para el Primer Encuentro Departamental de Mujeres del Movimiento Agrario de Nariño, un evento donde cerca de 200 mujeres discutieron sobre sus derechos y reivindicaciones. “Pongan en el círculo las alegrías, las ganas de vivir y de defender el territorio… Todo lo bonito que hemos construido”.

La mística campesina es un compendio sincrético que se compone de varios momentos y lugares. La relación espiritual con la naturaleza convive con la religión católica, cristiana y evangélica en una fusión de culto donde se le da igual importancia tanto a la Virgen del Playón de San Pablo como a las lagunas sagradas del territorio.

Las mujeres rodean el círculo, un mandala dibujado con maíz desgranado. En su centro se veía la figura de una mujer campesina en ruana y sombrero que carga a sus espaldas una mochila tejida de azul con motivos morados. Alrededor de la mujer, semillas de café rellenan lo que sería el departamento de Nariño, a su vez delineado por chiles amarillos y rojos intercalados.

Un ramo de rosas rojas envueltas con un papel del mismo rojo está tendido dentro del círculo. Afuera, a punta de flores y semillas, se lee claro: “1er Congreso de Mujeres Campesinas”. A lado y lado hay semillas de aguacate, una jarra de agua, maíz y el característico bastón de chonta.
“Campesina es quien cultiva la tierra”, dice Carmen Rosa, asistente del evento. “Nace, vive y defiende su territorio… Siempre quiere su pedacito de tierra para cultivar”. En Santa Cruz, un corregimiento de San Lorenzo, Carmen Rosa siembra yuca, plátano, guineo, maíz, café, caña y fríjol.

Una a una, las mujeres van pasando en grupos, rodeando el mandala, para prender velas y ofrecer frutos y semillas. Una abuela deja unas revistas mientras menciona la importancia de la comunicación al interior del movimiento. Una joven pide un minuto de silencio por las mujeres líderes que han dado su vida por la defensa del territorio y los derechos de todas.

El ritual de inauguración del evento terminó con un Padre Nuestro que vino después de gritos de arenga: “¡Sin el agua no hay vida, sí al agua, no a la minería!”, “Guardia, guardia, guardia, fuerza, fuerza, fuerza” o “Mujer campesina: ¡presente, presente, presente!”. Todos los elementos del ritual eran una muestra del universo místico del TECAM, la identidad campesina y la utopía que han ido construyendo.

La mística campesina es un compendio sincrético que se compone de varios momentos y lugares. La relación espiritual con la naturaleza convive con la religión católica, cristiana y evangélica en una fusión de culto donde se le da igual importancia tanto a la Virgen del Playón de San Pablo como a las lagunas sagradas del territorio, así como a los cuentos de duendes que enseñan a afinar las guitarras, a tocar el violín y que asustan cerca a las quebradas y arroyos.

Milagros, apariciones, mitos, leyendas e historias transmitidas por tradición oral, y con elementos moralizantes, componen el universo cultural de los campesinos de nuestro país: la Patasola y las brujas, por ejemplo, arrastran a los borrachos incautos o a los infieles, por eso hay que tomar con cuidado y volver a casa.

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El derecho a que nuestro campesinado tenga garantizado un territorio no solo tiene que ver con las principales formas económicas de esta población, sino con su reconocimiento como un grupo cultural ―más que étnico― con una identidad propia que requiere de una protección especial por parte del Estado.

“Más que ser minoría y ser vulnerables por haber vivido y aguantado prácticamente toda la guerra en Colombia”, explica Robert Daza, “hay otras características nuestras que son particulares y propias como, por ejemplo, la relación con la tierra”. Robert es consciente de que la descripción típica del campesino colombiano es la del productor de alimentos, una característica que se mantiene, pero que no es la única.

“La gente de la ciudad seguramente a veces no tiene la conciencia de dónde vienen las cosas”, continúa. “Abren la llave y ahí está el agua, abren la nevera y seguramente ahí están sus alimentos. Y si no, van al supermercado, a la tienda de la esquina y ahí están sus alimentos, sin saber de dónde vienen. Pero la gente del campo sí lo sabemos”.

Foto: Pablo David G.

Robert, como tantos campesinos del TECAM, asegura que el Gobierno solo le mira los brazos. “Los poderosos, los dueños del gran capital miran los brazos únicamente; no miran ni la mente, ni la cabeza, ni al ser humano que existe en el campesinado”.

No sería impopular decir por estas tierras que donde hay agua y tierra hay comida. Que donde hay comida hay vida y que si hay vida hay paz. Y, desde hace años, el TECAM ha venido trabajando en esta fórmula elemental, pero efectiva.

Hasta ahora, estas 17 poblaciones lo han logrado. Lo que viene probablemente sea predicar desde el campo, y su abundancia, un modelo utópico, pero realizable.