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Lady Di: 'La lucha de una mujer por lograr su independencia'

Con motivo del 20º aniversario de la trágica muerte de Lady Di, su secretario personal relata la triunfal visita a París de la Princesa en 1992.
Foto de Bettmann vía Getty Images.

Lo que sigue es un extracto reimpreso de Shadows of a Princess (Sombras de una princesa), de Patrick Jephson. © 2017 Patrick Jephson, utilizado con permiso de la editorial HarperCollins.

Este artículo fue publicado originalmente en Broadly, nuestra plataforma dedicada a las mujeres.

Con aquella atmósfera cada vez más tensa, fue un alivio partir hacia París un par de días después del Día de la Memoria para la siguiente visita en solitario de la Princesa. El viernes 13 de noviembre ―una fecha que podría haber vaticinado una mala profecía― resultó marcar el inicio de un viaje especialmente gratificante. Su indiscutible éxito finalmente arrojaba el guante a quienes figuradamente habían deseado que la Princesa "se metiera en un convento".

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Como responsable oficial del viaje, era dolorosamente consciente de la subtrama de políticas de Palacio que determinarían su éxito o su fracaso, como prácticamente todo lo que sucediera frente a las muchedumbres de París, que adoraban a la Princesa. Los medios franceses ya habían decidido de qué parte estaban. El Paris-Match mostraba en su portada una fotografía de Demarchelier junto a la exclamación "Courage Princesse!". No era la primera ni la última vez que nos entregábamos a nuestra misión de embajadores incómodamente conscientes de que era en extremo improbable que el éxito en el extranjero se tradujera en una aprobación universal de vuelta a casa. "¡Ya les enseñaremos!", dijo la Princesa con determinación, sus ojos azules mirando fijamente por la ventanilla del jet real. Parecía estar hablando a toda la ciudad conforme nos elevábamos por el cielo, sobre Londres. De hecho, sabía que sus palabras estaban más específicamente dirigidas a los ocupantes de un grupo de edificios al final de The Mall, a los medios de comunicación de la capital y a ciertos residentes de las casas de campo de Gloucestershire.

Resulta interesante, porque también había dicho "enseñaremos". Había llegado a reconocer esa primera persona del plural como un código de gran importancia. No era el "nosotros" real que tanto adoran los cómicos estúpidos. Era una invitación a la conspiración. Era una oferta de triunfo o culpa por asociación con su cruzada para lograr la independencia. Aquel plural le daba valor para buscar otras conciencias con las que compartir sus dudas.

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A menudo me provocaba pesadillas, pero a esas alturas ya era demasiado tarde para bajarme de la montaña rusa en que se había convertido su vida. Estaba demasiado vinculado a esta turbulenta Princesa para esperar la oferta de un puesto alternativo más seguro dentro de la maquinaria real. Y, de todas formas, el terror de ese viaje se había convertido en una poderosa droga. Estaba enganchado.

El viaje a París, aunque solo duró tres días, resultó ser un triunfo. Bajo la mirada benevolente del Embajador británico Ewen Fergusson, el programa se sucedió sin fisuras de un encuentro exitoso al siguiente. Todos ellos se produjeron en un entorno clásico en el que la deslumbrante belleza de la Princesa y su estilo afable y cercano podían desplegarse para obtener la máxima ventaja.

Brillaba bajo la intensa atención, respondiendo como era habitual al estímulo de la expectación del público ejerciendo una exhibición impecable de cómo ser una celebridad real. Cada gesto, cada mirada, cada paso revelaban a una profesional que se encontraba en la mejor forma posible y nadie, desde el presidente de la República hasta el miembro más cínico del circo de la prensa, era inmune a sus encantos. El presidente fue quizá particularmente proclive a ello. En el ornamentado esplendor del Palacio del Elíseo, él y su esposa celebraron una fiesta íntima. La diferencia de edad, idioma y estatus quedaron a un lado conforme la risa de la Princesa y la animación creciente de los anfitriones fueron derribando los formalismos del entorno.

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Cuando se despidió de los Mitterrand en lo alto de las escaleras del Palacio, aparecieron de repente montones de flashes que bañaron a la princesa en una sobrecogedora luz azul, congelando crudamente su imagen contra el histórico muro. De algún modo hizo empequeñecer no solo al jefe de estado, que quedó en un segundo término debido a la expectación hacia la Princesa, sino incluso también al imponente telón de fondo imperial.

Quizá fue la confluencia de símbolos poderosos lo que me hizo perder momentáneamente mi desapego profesional. Repentinamente fui golpeado por la realidad: estaba presenciando un momento decisivo e incluso entonces era profundamente consciente de que marcaba un hito que nunca más volvería a conseguirse. Subconscientemente, nunca olvidé el choque matrimonial que nos esperaba de vuelta en Londres. Subconscientemente, también sabía que, incluso aunque ganara su batalla por la independencia, la guerra podría costar a la Princesa su corona. Sin embargo, todo aquello estaba todavía por venir. En aquel instante, mientras la luz eléctrica convertía el atardecer parisino que nos rodeaba en una momentánea oscuridad, la Princesa brilló como nunca.

Menos de cinco años más tarde, en la misma ciudad y bajo los mismos despiadados flashes, yacía rota y moribunda entre los restos de un coche accidentado. Aquella vez no hubo escolta policial, solo paparazzi en motocicletas; no hubo ningún benevolente embajador a su lado, solo un novio playboy; y no hubo guardaespaldas que la vigilaran, bajo cuya atención a veces podía haberse sentido irritada, pero a los que había renunciado fatalmente.

Para mí, su viaje a París en noviembre de 1992 marcó el apogeo de la Princesa. Todavía le quedaban por conseguir muchos logros fantásticos y motivadores, pero en mi recuerdo estos siempre se veían empañados en cierta medida por las carencias y dudas que dejaba entrever su nueva independencia. París la vio, brevemente, sin ese empañamiento. A mis ojos, sabiendo lo que ya había soportado y lo que estaba por venir en el futuro más inmediato, había algo heroico en ella.

Y como sucede con muchos héroes, no carecía de defectos y muchos incluso eran resultado de algún miedo profundo. No obstante, aquella noche en París surgió con una enorme fuerza de espíritu, momentáneamente liberada de la acumulación de sentimientos falsos, en una sencilla apuesta por la supervivencia.