El valor del viaje
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El viaje

El valor del viaje

Si queremos entender el fenómeno de las drogas y diseñar mejores políticas públicas para regular su uso, es importante que nos tomemos en serio al protagonista de ese fenómeno: el usuario.

Alejandro Madrazo es Investigador del Programa de Política de Drogas del CIDE.

Está de moda entrarle al debate sobre quién merece la etiqueta de “liberal”. Pues bien, en este viaje vamos a tratar de quitarnos un poquito lo liberales. No me malinterpreten: desde el liberalismo se han impulsado y logrado algunos de los cambios en la política de drogas más relevantes y positivos. Pero sin escatimarle méritos al liberalismo, hay que dimensionarlo. Es justo ahora, cuando la agenda liberal rinde frutos y empezamos a ver cómo emergen, con éxito, mercados regulados de mariguana que debemos entender qué ha logrado la agenda liberal y cuáles son sus límites.

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Existen dos grandes líneas de argumentación que han dominado la pugna contra el prohibicionismo: la “reducción de daños” y la posición que llamaré “libertaria”. La reducción de daños se inserta dentro de una lógica muy afín al liberalismo, el utilitarismo: busca maximizar el beneficio y minimizar el daño de cualquier intervención gubernamental. En su versión más conservadora, señala problemas específicos del prohibicionismo que maximizan los daños y riesgos asociados con el uso de drogas. El ejemplo clásico es el intercambio de jeringas. En muchos países —no en México— el gobierno restringe el acceso a las jeringas, pensando que así se evitará el uso de sustancias inyectables como la heroína. El resultado, sin embargo, es que al dificultar el acceso jeringas limpias, los usuarios comparten jeringas, lo que genera condiciones para la propagación del VIH u otras enfermedades como ciertos tipos de hepatitis. El contagio de estas patologías frecuentemente tienen consecuencias más graves para la salud pública que el uso de las sustancias que se buscaba inhibir. En Rusia, por ejemplo, más de la mitad de los nuevos contagios de VIH se atribuyen al que usuarios compartan jeringas sucias.

En contraste, la reducción de daños propone proveer espacios seguros para que los usuarios de drogas inyectables puedan contar con jeringas limpias, información y demás insumos que les permitan minimizar los riesgos a los que se exponen al usar drogas. Pero ojo: la reducción de daños cuestiona la idoneidad de la intervención gubernamental (restringir el acceso a las jeringas), no necesariamente la legitimidad de lo que el Estado busca: reducir o eliminar el uso. En el extremo, la reducción de daños avala tácitamente la finalidad de la política de drogas prohibicionista —que la gente no las use—, pero parte del supuesto de que lograrlo es imposible y procura, en consecuencia, que el gobierno intervenga en formas menos dañinas. El intercambio de jeringas es sólo la expresión mínima.

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Desde aquí se puede construir mucho, argumentando que la prohibición daña más que el uso una y otra vez. Por ejemplo, si comparamos los homicidios que el gobierno ha atribuido a la “guerra contra el narcotráfico” con las muertes oficialmente registradas por sobredosis en México, lo sensato sería ponerle un alto inmediato a la guerra. A esta tradición le debemos, por ejemplo, el mercado gris de mariguana en Holanda, o la tolerancia al uso de drogas en Portugal. No es poco. (Quizá sea buen momento para confesar que, por ser constitucionalista especializado en derecho a la salud, tiendo a adoptar esta postura cuando pugno por una reforma a la política de drogas).

Por otra parte, existen muchos y buenos argumentos “libertarios” para rechazar la prohibición. Estos suelen rechazar la legitimidad de la intervención gubernamental. La versión más sencilla de esta postura es que “de mi piel para adentro” el gobierno no tiene jurisdicción y, en consecuencia, la decisión de qué meter a mi cuerpo, incluso con el propósito de alterar mi conciencia, es mi decisión y de nadie más (siempre y cuando sea yo un adulto, capaz, y no dañe a terceros). Una versión moderada de esta postura fue la que usó la Suprema Corte de Justicia mexicana cuando, en el caso #SMART, sostuvo que el uso de la cannabis estaba protegido por el derecho al libre desarrollo de la personalidad.

Hasta aquí, el liberalismo —en cualquier de sus versiones— es una postura acertada. Su límite radica en que ni la reducción de daños ni la postura libertaria ponen atención a la experiencia misma del uso, al viaje. Los usuarios utilizan las drogas justamente para vivir una experiencia que altera sus conciencias; buscan el viaje. El liberalismo, como todo ismo, tiene en su cimiento un credo, un sistema de pensamiento (normativo) que parte de ciertas premisas que no se demuestran, pero tampoco se cuestionan. El credo liberal se construye, en su mínima expresión, a partir de dos premisas. La primera es que somos, antes que nada, individuos. La persona —no el grupo, ni la comunidad, ni la ciudad, ni la tribu, ni la familia— es la pieza fundamental de una sociedad. Nuestras preferencias y gustos son muy nuestras, individuales, casi caprichosas. La segunda premisa es que, a pesar de ser individuos, existe una racionalidad que —respetando el capricho de cada quien— es compartida, objetiva, verdadera. Esa racionalidad es el parámetro que nos permite tolerar —no valorar— la experiencia de uso de cada quién. Dentro de este marco, se minimiza importancia de la experiencia de los usuarios.

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Poco o nada importa, para la reducción de daños o para los libertarios, por qué y para qué las personas usan drogas. Usamos frases como “uso lúdico”, trivializando la experiencia del consumo como si se tratara solo de la búsqueda del placer; o dejamos la experiencia como una variable al hablar de “usos personales”, ya sabrá cada quién si imagina el uso como una forma de escapar a las presiones cotidianas, la búsqueda de la inspiración artística o lo que algún otro estereotipo nos indique. El viaje se convierte en una idiosincrasia tolerada dentro de un espacio delimitado por una racionalidad común y compartida.

Pero si nos tomamos en serio el que muchas personas usan drogas para alterar sus conciencias, apartándose deliberadamente de su experiencia ordinaria, debemos entender un poco más el para qué. Allí radica el valor del viaje. Puede o no ser placentero, inspirador o compulsivo, pero es siempre una alteración. ¿Por qué vale? La respuesta es variada, pero no debemos reducirla a una variable desconocida que poco importa. Por ejemplo, las plantas enteógenas (como el peyote o “los hongos”) se utilizan en nuestro país con fines sagrados y pedagógicos, para mostrar al usuario “una realidad aparte” y permitirle participar de ella. Su uso normalmente implica y a la vez posibilita toda una forma de entender y vivir la vida.

Para valorar la experiencia, es preciso abandonar una de las premisas del liberalismo: que todos compartimos una racionalidad dentro de la cual tenemos preferencias diferenciadas. La alteración de la conciencia propia expone a las personas a la experiencia de vivir más de una forma de dotar de significado al mundo. Si esto es verdad para una misma persona —el usuario que tiene experiencias diferenciadas cuando viaja y cuando no—, con mayor razón tenemos que reconocer que puede ocurrir entre personas, lo cual el liberalismo suele entender como mero resultado de la información incompleta de las personas.

Además, el viaje, cuando no se emprende aislado, nos revela que la diversidad de experiencias, no necesariamente es personalísima; puede ser también compartida. A lo largo de la historia y hasta la fecha, encontramos que los usuarios de drogas con frecuencia viajan juntos, ya sea para participar en un ritual religioso, en una terapia colectiva, en una inspiración compartida, o simplemente en una forma de socialización (cotorreo) alterada. Construyen colectivamente el significado de una experiencia compartida… distinta a otras experiencias compartidas “ordinarias”.

Si queremos entender el fenómeno de las drogas —y en consecuencia, diseñar mejores políticas públicas para regular su uso— es importante que nos tomemos en serio al protagonista de ese fenómeno: al usuario. Concretamente, es preciso entender el viaje (los viajes) que los usuarios buscan y emprenden.

Para muchos usuarios, es la exposición a esas otras experiencias (otras realidades) lo que se busca. Para eso se viaja. Si queremos entender las drogas, tomémonos en serio el viaje. Para ello, tenemos que prestar atención a los viajeros, no sólo darles un espacio que, como sociedad, estamos dispuestos a tolerar. El liberalismo no basta. Y por eso, en este viaje, exploraremos con más atención, en la siguiente entrega, algo sobre el viaje sagrado mesoamericano.