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Dejar todo para empezar de nuevo: así es huir de Venezuela para vivir en Ecuador

Un inesperado suceso me obligó a dejar a mi familia y salir apresuradamente de mi país.
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Foto vía Wikimedia.

Este artículo publicado por VICE México es una colaboración con La Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR).

Un inesperado suceso me obliga a salir apresuradamente de mi país. Me despido de mi padre con un fuerte abrazo; lo veo tan triste, ¡cómo ha envejecido! Luego de mi madre, tan frágil, con su cabecita parecida a un copo de nieve. De mis hermanos y, finalmente, de mis hijos. Las lágrimas, el dolor de la despedida, todo es tan rápido. Mi emoción está contenida. Mi adrenalina supera sus límites normales y me hace estar alerta.

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No me despido de mis demás familiares y amigos. Envío cartas de renuncia a mis trabajos, pero mis jefes creen que se trata de una broma. No quieren dejarme ir. En Venezuela se han ido marchando muchos profesionales de mi área y me piden que regrese. No cesan de llamarme por teléfono, aún mientras voy en el camino:

“Doctora, no nos deje, le aumentamos el sueldo”.

Lamento no haber podido dejar a alguien en mi lugar y decido cerrar ese capítulo. Llevo solo una pequeña maleta con muy pocas cosas. Pienso en llegar al sur, a la Patagonia si fuera preciso.

En el camino, me entretengo en la lectura de un libro que me dedicó una tía, en donde narra la historia verídica de mi bisabuela de origen hebreo, quien siendo una niña de unos tres años de edad, es rescatada por un compasivo soldado de una muerte segura en un campo de concentración Nazi junto a sus padres. La historia es fuerte y me cala muy hondo. Trata de mis antepasados, pero en esas circunstancias considero que, de alguna manera, también estoy pasando por un genocidio. No logro controlar mi llanto.

Un señor nacido en Venezuela, pero de padre ecuatoriano, que venía en el mismo autobús se interesa en mi situación:

“¿A dónde va?”, pregunta.

“Quiero llegar a Argentina”, respondo.

“Con ese abrigo que trae no llegará a Argentina. Hay una parte muy fría hacia el desierto chileno. Tome mi abrigo”.

“Pero, ¿seguro que no le hará falta?”

“Tengo otro, tranquila.”

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Llegamos a Ecuador. Es tarde. Quiero averiguar en cuánto me sale el pasaje para Perú y el señor me dice:

“Ya está en Ecuador y es de noche, ¿me imagino que no tiene donde llegar?”

“No”.

Me lleva a la casa de una familia, amigos suyos. Allí saco cuentas y veo que no tengo suficiente dinero para proseguir mi viaje. Él me anima:

“Vayamos al Perú”.

“No, prefiero conocer mejor esta ciudad porque me está gustando”, digo.

“Yo debo seguir, pero te recomiendo que vayas a HIAS, ellos te podrán ayudar”.

Me dirijo a la organización que me comenta y efectivamente recibo su ayuda. Comienzo a recorrer la hermosa ciudad de Quito. Observo con asombro que casi no tiene insectos como hormigas, zancudos y menos aún roedores, que es posible tomar agua de cualquier lavamanos sin sufrir de parásitos, y cuyos jardines se llenan de hermosas flores sin el mayor esfuerzo. Admiro esta tierra de escarpadas montañas y numerosos volcanes, donde la arquitectura colonial es conservada como una antigua joya.

Llego al centro de la ciudad y quiero tomar muchas fotos, de tantos monumentos históricos y hermosas casas. Me parece que el tiempo no ha pasado por aquí, siento que estoy en la época de la Colonia, cuando además veo pasar a varias personas indígenas con sus bellos trajes típicos; las mujeres ataviadas con faldas, blusas y sombreros delicadamente bordados, hombres y mujeres con largas cabelleras, muy bien cuidadas, que exhiben con orgullo.

Observo a muchos vendedores ambulantes. Algunos son indígenas, otros de diversas nacionalidades, pero mayormente ecuatorianos, venezolanos y colombianos. Veo que es posible vender cualquier producto, pero yo no tengo nada, solo traigo unos cuantos libros de poesía de mi abuela y comienzo a declamar. Al principio se hace muy difícil porque no puedo dejar de llorar. Poco a poco voy tomando fuerzas y vendo algunos libros en 1 dólar. Algunos, más compasivos, solo me dan una propina y me dicen que me quede con el libro. Recibo muchas bienvenidas y buenos deseos.

La ciudad se agiganta, a cada paso se hace más grande y yo más pequeña; rostros indiferentes, apresurados, alegres, bondadosos, malvados, tristes, pero todos desconocidos. No sé si llorar o reír. Todo es nuevo para mí. Cada calle, avenida o casa, esconde algo inesperado. El mundo se ha vuelto pleno de nuevas experiencias y ahora me imagino que esa misma alegría mezclada con curiosidad es la que sienten los niños cuando empiezan a caminar.

En este corto espacio de tiempo, se han agolpado en mi mente tantas experiencias y circunstancias diferentes. He aprendido tanto, cuando pensaba que ya solo me tocaba enseñar y descansar. Aún no he podido ejercer mi profesión, esa en la que me especialicé con varios posgrados y en la que he ganado experiencia durante los mejores años de mi vida. Pero ahora percibo que todavía me queda mucho por hacer, si es que mi salud lo permite. Estoy trabajando en mi propia línea de cosméticos y escribiendo una novela, motivada por las experiencias vividas en este difícil trance de mi vida y que forman parte de esta nueva realidad que vivimos los ciudadanos de Venezuela. Estoy convencida de que vale la pena ser contada de una manera íntima y particular.

Este relato es solo una pequeña parte de lo que será mi novela.