Foto de Neil Leifer, Getty Images
Sigue a VICE Sports en Facebook para descubrir qué hay más allá del juego:Imaginémonos unos Juegos Olímpicos en Río sin Novak Djokovic, Serena Williams, Stephen Curry, LeBron James ni Neymar, por mencionar algunos. Sin deportistas profesionales, vaya. ¿Hasta qué punto afectaría nuestro interés por las Olimpiadas? Bastante, seguramente.Sin embargo, así eran los Juegos Olímpicos hace unos 30 años.Sí, hay grandes leyendas del pasado: Carl Lewis, Mark Spitz, Jesse Owens, Nadia Comaneci y muchos otros. No obstante, la teoría era que en su día estos atletas no se dedicaban profesionalmente al deporte: aquellos procedentes de la órbita soviética solían ser oficialmente militares (sí, bueno, claro, por supuesto); los occidentales siempre encontraban alguna forma de participar de todos modos.A partir de los años 70, el mundo del deporte evolucionó tanto que el ideal de amateurismo que el barón Pierre de Coubertain había querido dar a los JJOO tuvo que quedarse en una mera anécdota. A finales de los ochenta, para mantener las Juegos en el centro del calendario deportivo, el COI se doblegó y admitió lo que ya era una realidad: unas Olimpiadas completamente profesionales.El primer caso de profesionalización del deporte fue el tenis. La disciplina regresó al programa olímpico en Seúl'88 con los mejores atletas del panorama: no podía ser de otra manera, ya que dejar fuera a los miembros de la ATP y la WTA provocaría que el evento no tuviera el más mínimo interés. En ese año, la tenista alemana Steffi Graf no solo ganó los cuatro Grand Slams, sino también la medalla de oro olímpica: es el único atleta, masculino o femenino, capaz de lograr esta hazaña en un solo año.Cuatro años después, en Barcelona'92, la apertura del baloncesto dio un giro definitivo: el Dream Team, posiblemente el equipo con más estrellas que se hayan reunido jamás en cualquier disciplina, dejó claro que el deporte de élite estaba íntimamente ligado al negocio. No tenía sentido alguno hacer marcha atrás. El Comité Olímpico Internacional dio su brazo a torcer, se alejó de las crisis financieras que había sufrido en los años 70 y 80… y a la vez, aumentó el interés de los aficionados hacia los Juegos.Antes de que el COI se rindiera a la evidencia, sin embargo, hubo casos muy tristes de atletas que por cantidades de dinero irrisorias —literalmente irrisorias— fueron despojados de sus medallas o simplemente expulsados de los Juegos. Los 'parias' del amateurismo fueron, en algunos casos, peces gordos de sus épocas.El primer caso sonado fue el del estadounidense Jim Thorpe, ganador del pentatlón y decatlón en los JJOO de Estocolmo 1912 —un triunfo que le convertía en el deportista más completo de su época. A Thorpe, sin embargo, le retiraron las medallas: resultó que entre 1909 y 1910 había jugado al béisbol en ligas menores, y aunque su sueldo no sobrepasaba los 35 dólares por semana, el Comité consideró que su pecado era imperdonable.No fue hasta 1983, 30 años después de su muerte, que el COI restituyó a Thorpe sus méritos.Otro caso fue el de Paavo Nurmi, quien entre Amberes 1920, París 1924 y Ámsterdam 1928 acumuló nueve medallas de oro: en su día fue, pues, el atleta más laureado en los JJOO de la era moderna. Sin embargo, después de un largo viaje entre Finlandia y Los Angeles para participar en los Juegos de 1932, la Federación Internacional de Atletismo (IAAF) le comunicó que no se le permitía inscribirse.La razón era simple: Nurmi había recibido entre 250 y 500 dólares por participar en una carrera en Alemania un año antes de la contienda olímpica. De este hecho no había más pruebas que el testimonio de Karl Ritter von Halt, quien años después se convirtió en el Oficial de Deportes del Tercer Reich. Se sospecha que Von Halt actuó así a petición del entonces presidente del organismo rector del atletismo, el sueco Sigfrid Edström.Solo un deportista ha superado los nueve oros olímpicos en la Era Moderna: Michael Phelps. Nurmi podría haber sido el otro si las altas esferas no se hubieran opuesto a su reconocimiento.El crecimiento exponencial de la industria del deporte hace que hoy en día sea difícil de imaginar la exclusión de un deportista de superélite. El movimiento olímpico mantiene algunos límites con la comercialización —como impedir que los uniformes de los atletas y las sedes del torneo lleven publicidad—, pero ha integrado completamente el negocio en su seno.Los peligros a los que se enfrenta el COI, pues, han dejado de ser económicos y van más bien por otros derroteros: por un lado, la amenaza del dopaje sistemático planea sobre la cita olímpica y parece cada vez más concreta y temible; por el otro, la transformación del deporte en poco más que un 'show business' está empezando a sacudir los cimientos mismos del olimpismo.Está claro el siglo XXI no se excluirá a ningún atleta de los Juegos Olímpicos por cobrar dinero… pero entre tantos focos, tantos anuncios y tantos palcos VIP, no queda claro que nadie recuerde cuál era la noble idea original del barón de Coubertain.Sigue al autor en Twitter: @otero_rj
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