Ilustración por @lenny_maya
Drogas

La mujer que cuida el viaje de los yonquis

En un suburbio marginal de una de las ciudades con más heroinómanos de Colombia, Noemí salva personas con sobredosis.

La primera persona a la que Noemí le salvó la vida fue una chica de 20 años. Noemí estaba sentada en la sala de su casa cuando escuchó que de la habitación de los yonquis la empezaron a llamar: “Corra por favor, que se muere”. Entró a la habitación y encontró a la chica desgonzada en el suelo con los ojos cerrados. Se agachó y la notó lívida: el rostro de un amarillo morado. Noemí la puso de costado y le sostuvo la cabeza en sus piernas. Le hundió el filo de la uña sobre la parte más tierna del dedo gordo de la mano para causarle un dolor tan agudo que la despertara. Pero al ver que ni pestañeó con el pellizco, Noemí sacó un frasquito de naloxona. Extrajo el líquido con una jeringa y se lo inyectó a la chica tres dedos por debajo del hombro.

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El tiempo que siguió, que puede ser de uno, dos o tres minutos, Noemí me dice que fue infinito y que siempre es infinito. Que ella espera a que el cuerpo se mueva, que la naloxona neutralice el taponazo de la heroína, que la persona abra los ojos lentamente, regule la respiración y reactive su consciencia. Y aunque nunca le ha sucedido, no deja de sentir miedo de que sea tarde para la naloxona, que el cuerpo no envíe señales de vida y muera allí mismo, sobre sus piernas.

La chica medio abrió los ojos y los fue cerrando de nuevo. Noemí la reacomodó: la puso boca arriba con la cabeza en su regazo y esperó que volviera en sí. Al despertar, la chica le dijo: “Doña Noe, ¿qué me pasó?”. Los yonquis alrededor le respondieron: “Casi se muere. Una sobredosis. Si no es por doña Noe…”. La chica dijo que apenas recordaba el momento en que se estaba chutando, la heroína diluida bajando hacia su vena acolchada. No más. De ahí en adelante, solo negro. El hueco sin luz de fondo que podría ser la muerte. Y al ponerlo en palabras se llenó de pánico y de llanto, abrazó a Noemí y le dijo: “Gracias, gracias doña Noe”.

—Van varios —me dice Noemí— y ya reconozco las reacciones luego de la naloxona: se despiertan, pero quedan como sonámbulos, miran y miran y no reconocen nada. Ese instante es delicado. Yo me quedo junto a esa persona, le hablo, le pregunto cosas que le ayuden a despertar la memoria. Y solo me voy cuando noto que está en sus cinco sentidos.

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 ***

Noemí debe tener poco menos de cincuenta años. Es madre de familia habitante de un suburbio marginal en una de las ciudades de Colombia con mayor cantidad de heroinómanos. Por razones que ya diré, no conviene revelar nombres de locaciones. Baste decir que el barrio son dos calles —una pavimentada y otra empedrada— de casas amorfas recostadas sobre un barranco. Noemí reside al final de la empedrada, al pie de la pared de montaña, y para llegar a su casa hay que avanzar por un corredor frenético de mujeres y hombres jóvenes en harapos y descalzos, con los pies carcomidos por la intemperie; de mujeres y hombres jóvenes en ropa limpia del día, con zapatos lustrosos y motilado de estilo. Todos acurrucados o arrinconados compartiendo el vuelo del H, los ojos hundidos, la piel de los brazos trozada por las cicatrices de las agujas, los gestos de la desesperación y la calma a un solo tiempo.

***

Noemí llegó a este barrio hace diez años. Pagó arriendo unos meses y luego acogió la sugerencia de un vecino de limpiar el baldío que quedaba al final de la cuadra para ocuparlo levantando un rancho. El baldío era un tiradero de basura doméstica, escombros y cadáveres, que a nadie le importaba. Noemí empezó con una chabola de materiales reciclados a la que le dejó un descampado trasero, antes del barranco, para meter un corral de pollos y una marranera.

Por esos días, los jíbaros del H con sus yonquis ya abundaban en el sector. Se parchaban a lo largo de la calle pavimentada porque no estaba iluminada y hacía las veces de entrada principal, pero luego de que el gobierno local hubiera instalado postes de alumbrado y cámaras de vigilancia debieron correrse para la cuadra empedrada de Noemí.

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Con los jíbaros nadie se metía. Los vecinos agachaban la cabeza en su rutina. Les tenían miedo por las obvias razones de siempre: liaban una balacera a cada nada, hacían parte de una organización de venta urbana de drogas y eran hijos de gente del barrio. Los yonquis, en cambio, empezaron a ser discutidos: que se paraban todo el día al pie de las casas con su mirada de zombies, que se volvían agresivos y amenazaban con herir a los vecinos con sus agujas infectas, que los ancianos y los niños se veían obligados a contemplar la violencia de inyectarse, que las mamás ya no sabían cómo criar a sus hijos, que si bien los yonquis debían venir hasta esta cuadra a comprar el vuelo no tenían por qué quedarse, que se fueran para otro lado luego de comprar.

Eran quejas sin destino. Los jíbaros no iban a mover un dedo. Una tarde, el mismo vecino que la empujó a ocupar el baldío le propuso a Noemí que en la marranera dejara meter a los yonquis para que se chutaran sin que la gente los viera, que él hablaba con ellos para que le reconocieran cualquier moneda como pago. Noemí la pensó.

Hasta ese momento se había sentido ajena al consumo de drogas. No imaginaba cómo era el contacto íntimo con adictos, qué podía sentir cruzando palabras con rostros atormentados y no sabía si aquello podría complicarla con las autoridades. Lo consultó con su esposo. “Mija, si usted se siente capaz de lidiar con esa gente, hágale. Yo no tengo problema”, dijo él.

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***

Hace rato que Noemí y su esposo transformaron la chabola en una casa de materiales duraderos. Ladrillo, cemento, metales. No hay cielorraso y en el tejado, encima de la sala, se notan dos agujeros como ojales. Son perforaciones de balas perdidas luego del último tiroteo entre las bandas de jíbaros.

—Esto aquí era muy jodido —me dice Noemí—. De un tiempo para acá se ha calmado.

Estamos sentados al comedor y alcanzo a ver las dos habitaciones principales. Junto a la puerta de entrada, Noemí acomodó una tienda de abarrotes de limpieza y mecato: dos vitrinas, una nevera y un mostrador. Luego hay un corto corredor que lleva a una tercera habitación.

Los yonquis que no son habitantes de calle —patinetos, mujeres en uniforme de supermercado, barrigones que se me presentan como taxistas— entran a la casa. Sentada, Noemí saluda a todos por el nombre y los va anotando en un cuaderno. Hora de llegada y hora en que deben salir. Quince minutos, máximo, para cada uno.

—A estos los conozco hace rato —me dice—. Por eso los dejo entrar.

Los yonquis le ponen una moneda de quinientos pesos sobre la mesa y siguen hacia la tercera habitación, que es la de ellos. Allá se sientan en el suelo o en unas bancas. No hay ventanas y les cae una luz de bombillo blanco. No hay música de fondo. Conversan apenas, sonríen algunos, se miran en el chute, se dejan ir, cierran los ojos, se recuestan. Uno que otro prefiere el basuco. El humo endulzado asciende. Afuera, junto al comedor, Noemí tiene un ventilador dirigido hacia el techo de esa habitación para que rápido expulse el humo de la casa. En el cuaderno tacha los nombres de los yonquis que van saliendo. Alguno le pide tiempo extra, “Doña Noe, diez minutos más”, le pasa otra moneda y regresa a la habitación.

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En la pared más larga de la sala hay una ventana enrejada por la que se asoman los yonquis de calle. Saludan a Noemí: “Mamá”, “Amá”, “Ma”, “Madre”. Le pasan una moneda de cien pesos o de cincuenta y siguen hacia el patio trasero —lo que fue la marranera—. En el descansabrazos de la ventana, Noemí les deja una coquita con agua limpia.

—Unos llegan sedientos y se la toman. Otros la llevan para diluir la heroína.

Una esquina de ese patio trasero está bajo el techo de la casa. En la pared, Noemí acopló dos tablas que sirven de banca. Los yonquis de este patio se hablan con más cercanía que los de la habitación. Se cuchichean entre risas, se sienten iguales, una pareja se da besos y comparte la jeringa, alguno intenta cambiar el punto del chute —ya no el doblez interno del codo, que lo tiene roto de laceraciones— y hunde la aguja en las venas esquivas del antebrazo, arriba de la muñeca, y no parece muy hábil: mueve la aguja enterrada de un lado a otro, se hiere, le escurre una gota de sangre, empuja el H pero no entra en la vena, lamenta el desperdicio, mueve la aguja y sigue hiriéndose, no se queja del dolor, no flexiona ningún gesto, se rinde y saca la aguja, revisa el brazo, mira las venas, aprieta el torniquete, vuelve a punzarse y lo logra: el vaso de la jeringa se ocupa con sangre que luego baja empujada por el H. Al segundo, este joven de gorra caída sobre la frente se reclina contra una viga de la casa y todo queda en silencio.

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No ha faltado el yonqui de calle que le haga el reclamo a Noemí: “Amá, ¿usted por qué no me deja entrar a la habitación?”. “Ustedes saben —ha respondido ella—. Yo a ustedes no los menosprecio ni en la calle ni en esta cuadra. Y ustedes saben que por esa droga se roban lo que sea. Ustedes dicen que me respetan mucho, pero si les llega el momento se llevan algo. No lo pueden evitar”.

***

Luego de que su esposo le hubiera dicho que no había problema, Noemí empezó a recibir a los yonquis que le fue enviando aquel vecino. Una depuración al ojo: los más acostumbrados, los más cuerdos, los menos atemorizantes. Pero llegado el momento en que el consumo de H en la ciudad se salió de madre, la cantidad de personas que apareció en esa calle empedrada fue incontrolable y Noemí vio la necesidad —o la oportunidad— de hacer su separación de clases: los pudientes adentro, los famélicos afuera.

***

Hay redada. La policía acorraló la cuadra empedrada y está arrastrando yonquis de calle hasta el camión. Arrastrando: los doblegan a bolillo y quien se resiste termina sometido por varios patrulleros. Los pelaos piden auxilio y gritan: “¡No me llevan para allá, por qué me llevan para allá, allá le pegan a uno!”. En los últimos años, estas retenciones repentinas que rayan con la ilegalidad —la policía habla de “traslados preventivos” amparados en el Código de policía— ocurren más a menudo, como si existiera una orden ejecutiva detrás.

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Hace meses, al inicio de lo que parece una oleada de asedio contra los yonquis, Noemí confrontó a los agentes porque notó que solo venían al barrio a repartir porrazos e insultos. “¿Fue que los muchachos consiguieron papá en la calle?”, le dijo Noemí a un agente que le pegaba en la cabeza a cada yonqui que pasaba por su lado. “¿Qué pasa con los muchachos? ¿Cuál es el problema? Que sean habitantes de calle no quiere decir que ustedes les pueden pegar sin motivo”. Noemí me dice que ese agente la miró con la furia de alguien que siente que le arrebatan toda la autoridad con un plumazo. “¿Sabe qué, señora? Si usted sigue con esa alcahueteadera, le vamos a meter una extinción de dominio”. Noemí entendió la amenaza y supo que era una de las peores amenazas que alguien puede recibir porque provenía de un funcionario público que usaba la ley a su conveniente violencia. Pero Noemí también tenía la certeza de que darle lugar privado a los yonquis para que se chuten no es delito y contestó moderando el tono para no alargar inútilmente una discusión con un intimidador armado: “Yo no le veo nada de malo. Si ustedes ven a los muchachos en las avenidas, malo porque se están inyectando delante de la gente y los ven los carros y los peatones y dizque afean la ciudad. Si vienen para acá donde no los ve nadie, malo también”.

Pocos días después, un policía de alto rango visitó a Noemí para decirle que se ayudaran mutuamente: “Si usted le quiere colaborar a ellos, colabóreme a mí”, y le pidió que quitara la estopa con la que ella había cercado la marranera y que dejó para que los yonquis se chutaran aislados. “No quiero que armen cambuches de basura. Quite esa lona y déjelos al aire libre, no los encierre. Si usted los encierra, obvio yo voy a tener que venir a tumbarle esto”. Otra clara amenaza que ella también entendió, pero que no confrontó. Noemí, tragándose el sapo, desveló el patio trasero y se fijó barrerlo y limpiarlo con puntualidad corporativa. Para ese policía de alto rango permitirse basura en ese patio era permitirse una atmósfera apropiada para el delito. Un patético devoto de la teoría de la ventana rota —bisoños busquen en Google—.

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El más reciente encontronazo fue contra un miembro del Grupo de Operaciones Especiales (Goes) de la policía. El tipo en su uniforme negro mercenario hacía parte de una batida en la que estaban subiendo yonquis al camión. Cuando Noemí preguntó la razón para llevárselos, este agente cuestionó a Noemí por “alcahueta” y quiso asustarla diciéndole que su actividad era un delito y que en la policía judicial la estaban buscando. Al día siguiente, Noemí fue al comando de la judicial, muy segura de que no debía nada, entre otras razones porque a ella la distinguían los agentes judiciales de la ciudad. “El día que la necesitemos, sabemos dónde encontrarla”, le dijeron. “Si la estuviéramos buscando, ya hubiéramos ido por usted”.

***

Consulté con abogados penalistas y con un fiscal experto en narcotráfico urbano si había algo en la actividad de Noemí que pudiera ser calificado como delito y ameritara que la castigaran con la figura de extinción del dominio; esto es, quitarle la propiedad de su casa para luego demolerla. Las interpretaciones de los penalistas no fueron unánimes: uno me dijo que no había delito; otro que no había, pero que la podían joder si un fiscal se antojaba de elaborar una causa amplia contra la banda de jíbaros porque iba a encontrar la manera de relacionarla; y el último me dijo que sí había delito porque ella sacaba lucro de la venta de heroína en la medida que recibía —o cobraba— monedas por “facilitar” el consumo. “Pueden ser cincuenta miserables pesos, pero ante la ley no se distingue mil de un millón”. El fiscal, sin embargo, me dijo que nadie de su seccional se iba a poner a joderle la vida a una señora que no hacía parte de la banda y que claramente estaba reduciendo los daños colaterales de inyectarse en vía pública. “Pero, para curarse en salud, mejor resérvele la identidad en su artículo o no diga en qué lugar sucede todo. Uno no sabe si más adelante las presiones políticas hagan que un fiscal sí quiera joderla”.

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***

La redada sigue. Los yonquis que salen de la habitación se agolpan en la sala. No piensan abrir la puerta hasta que la policía no se vaya. El hijo menor de Noemí debe tener 13 o 14 años y saluda a todos los yonquis por el nombre mientras le da patadas a una pelota. Una niña de cuatro se trepa en el sofá y grita, salta, juega. Es nieta de Noemí. Los yonquis hacen bromas y yo percibo el olor del basuco. De repente me veo con una sonrisa adormilada. La primera vez que visité a Noemí la vi cuidando una bebé en coche hija de una vecina.

 —¿Cómo hace para que a estos niños no les vaya a dar por la heroína

—Yo les hablo, les explico. Y ellos ven cómo sufren los consumidores. Uno le dijo a mi hijo menor: “Míreme cómo estoy, todo lo que se sufre en la calle, me toca salir de acá así afuera esté lloviendo”.

No son pocos los yonquis de calle que, heridos o enfermos, buscan a Noemí para que les dé una mano. Cuando tiene, les pasa remedios —antibióticos, sobre todo— y los motiva para que vayan al hospital y se dejen valorar de un médico. También los alecciona sobre “lo bueno que es” ducharse, cambiarse de ropa, mantener limpios, para ver si así pasan por los refugios que el gobierno local dispone para atenderlos. Sabe, sin embargo, que lo más difícil es convencerlos de que la vida de drogas en la calle no es la única vida posible.

 —Una muchacha venía mucho, consumía mucho, lloraba. Yo le decía: “Usted es la que tiene que pensar que la droga no llega a sus manos, es usted la que viene a buscar la droga”. Eso hablábamos a cada rato. Hasta que un día no la volví a ver. Pasó un tiempo y luego me la encontré. Ya no era indigente, había aprendido barbería y trabajaba en un salón de belleza para hombres. Cuando me vio me dijo que mis consejos le habían servido mucho.

Tal como le han suministrado naloxona para que evite las muertes por sobredosis, los activistas le han dado cajas de jeringas para que ella las reparta entre los yonquis. Se trata de evitar al máximo la transmisión de enfermedades como el Sida y la Hepatitis C tras reusar y compartir agujas infectadas.

Por la ventana de la sala vemos irse al último policía, la última moto. La redada termina. Y los yonquis abren la puerta y se despiden: “Chao Ma”, “Mañana nos vemos amá”. Otro que no había vuelto hasta hoy le dice a Noemí parado en el vano de la puerta: “Oiga amá, me hacía una falta usted, volverla a ver”. Noemí me lanza una mirada complacida y me sonríe. Luego se despide del muchacho: “Que mi Dios lo bendiga, vaya con bien”.