George Floyd
Mural en Berlín con el rostro de George Floyd / Wikipedia Commons.
Actualidad

El asesinato de George Floyd

OPINIÓN // La ira, el sufrimiento contenido en las protestas, es inversamente proporcional al valor histórico de la vida de una persona negra en los Estados Unidos.

El reporte policial asegura que George Floyd, de 46 años de edad, se resistió activamente al arresto por motivo de la falsificación de un billete de veinte dólares. Las cámaras muestran a cuatro policías de Minneapolis arrestándolo cómodamente. Uno de ellos, Derek Chauvin, se arrodilla sobre el cuello de Floyd durante más de ocho minutos hasta matarlo. La versión de los hechos del afroamericano asesinado por policías blancos es la siguiente: «¡Es mi cara hombre, no hice nada serio! ¡Por favor, por favor, por favor no puedo respirar, por favor hombre, por favor alguien, por favor hombre! ¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! ¡Por favor! ¡Hombre, no puedo respirar, mi cara! ¡Solo párate, no puedo respirar! ¡Por favor! ¡No puedo respirar, mierda! ¡Voy a…, no puedo moverme! ¡mamá, mamá! ¡No puedo! ¡Mi rodilla, mis huevos! ¡Ya terminé, ya terminé! ¡Soy claustrofóbico, me duele el estómago, me duele el cuello, todo me duele! ¡Algo de agua o algo, por favor, por favor! ¡No puedo respirar oficial, no me mate! ¡Ellos me van a matar! ¡Ya basta, hombre! ¡No puedo respirar, no puedo respirar! ¡Me van a matar, me van a matar! ¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar! ¡Por favor señor! ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Por favor, no puedo respirar…!»

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Parte del horror de los hechos sobrevivió a través de la agonía de Floyd, pero lo habitual es que estas historias mueran con la víctima e integren el silencio contenido en la larga data de racismo que ostenta los Estados Unidos de América. Las manifestaciones pacíficas, los saqueos, los enfrentamientos con la policía comenzados en Minneapolis como protesta contra la brutalidad policial han escalado a lo largo y ancho del país. Se han hecho frecuentes los toques de queda, las imágenes de multitudes indignadas contra el racismo, de negocios saqueados, de policías reprimiendo a los manifestantes, de policías solidarizándose con la causa y de policías vulnerando los derechos de los periodistas a documentar el clima de violencia en las calles. Lo anterior compone el imaginario de lo que en inglés se llaman riots, y son hoy el centro de atención de la sociedad norteamericana.

Un breve repaso por la vida de Floyd nos da la medida del potencial simbólico que posee su muerte. Se sabe que fue criado en las viviendas sociales de un barrio históricamente afroamericano del estado de Texas; que, según su maestra de segundo grado (1981-1982), Waynel Sexton, de niño quería ser juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos y que admiraba la figura de Thurgood Marshall, el primer afrodescendiente en convertirse en juez de esa institución en 1967; que jugó al fútbol americano y al basquetbol como parte de un proceso de integración con varias instituciones escolares en Texas y en el Sur de la Florida; que volvió a Texas e integró la escena del Hip Hop; que fue preso en 2009 por cargos de robo a mano armada y que cuando le preguntaron a uno de sus amigos, Meshah Hawkins, sobre este asunto, dijo: «cayó entre las muchas cosas que los chicos del barrio estaban haciendo»; que después de su salida de la cárcel en 2013 trabajó en apoyo a una organización caritativa religiosa; y que se mudó a Minneapolis en 2014 para laborar como guardia de seguridad en un club-restaurante hasta que la pandemia de Covid-19 le quitó el trabajo.

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Dentro de las «muchas cosas» que menciona Hawkins que ocurren en los barrios, la delincuencia es uno de los modos de sobrevivencia a los que han sido empujados los afroamericanos por la precariedad y la marginación. El propio hecho que provocó el arresto último de Floyd es considerado un delito de pobreza. La crisis económica actual ha eliminado de facto un 40 % de empleos en América y ha matado tres veces más afroamericanos que personas blancas, aun cuando esta comunidad representa una minoría del 13% de la población del país. De ahí que las protestas no deban entenderse desde un aspecto superficial de las luchas contra el racismo: una lucha histórica de fenotipos. Debe incluirse la dimensión de clase social, un marco más amplio que incluye la inequidad del sistema y las relaciones de dominación que establece el capital. La razón por la que existen blancos pobres es porque la cantidad de personas pobres negras o latinas o asiáticas que necesita el sistema para sostener la desigualdad social no son suficientes. Pero la pobreza está estrechamente vinculada al racismo.

Las protestas no deben entenderse desde un aspecto superficial de las luchas contra el racismo: una lucha histórica de fenotipos. Debe incluirse la dimensión de clase social.

El saqueo de una tienda de Gucci o de Prada no es una manifestación vandálica simple, más bien es una manifestación del deseo que sostiene esta desigualdad, que le da forma. El deseo de un hombre negro por vestir de Louis Vuitton es parecido al deseo de la niña Pecola Breedlove (el célebre personaje de la novela Blue Eyes de Toni Morrison) por tener los ojos azules. Este deseo ha sido, en este caso, externalizado por el mercado de la industria de la moda como extensión del cuerpo blanco. Es el mercado también, ante todo, una institución blanca sustentada en siglos de explotación y colonialismo. No es que el saqueo esté bien por sí mismo, ni la violencia, pero estos deben ser leídos como consecuencia de un sistema que se estructura sobre el privilegio del «hombre blanco» de cara a la propiedad pública y privada, al comercio, a la acumulación de riquezas, al ejercicio de la ciudadanía. Solo en Minneapolis, las estadísticas demuestran que más de un 70 % de personas blancas son dueñas de sus casas, mientras menos del 25 % de la población negra se encuentra en la misma situación.

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Black Lives Matter, el movimiento que lidera las luchas interraciales contemporáneas desde una perspectiva de derechos humanos, enfrenta hoy debates sobre sus métodos de pelea similares a los que se dieron históricamente dentro de la comunidad afroamericana desde los tiempos de los Derechos Civiles. Por un lado, la figura del reverendo Martin Luther King: «Paz no es sólo una meta distante que buscamos, sino el medio por el cual llegamos a esa meta». Por el otro, Stokely Carmichael: «La política del Doctor King era que, si tú no eras violento, si tú sufres, tu oponente verá tu sufrimiento y cambiarás su corazón. Eso está muy bien. Si hacemos una suposición falsa. Para que la no-violencia funcione tu oponente debe tener conciencia. Los Estados Unidos no la tiene». Carmichael lideró el movimiento de Black Power y fue el primer presidente honorario de Black Panter, una organización diseñada para la autodefensa del «pueblo negro».

En un video de VICE sobre un grupo de antifascistas en Filadelfia (The Black Bloc: Inside America’s Hard Left), una persona identificada como Violet declara: «Es importante que no le demos al Estado el monopolio de la violencia». Donald Trump recientemente acusó a las organizaciones antifascistas de terroristas, pero el argumento de Violet no puede acogerse más a la Segunda Enmienda de la Constitución norteamericana, que establece el derecho a la autodefensa y al uso político de la violencia. Este es uno de los tantos privilegios de la América blanca de derechas que, según el escritor e investigador antirracista Ibram X. Kendi, «ha colonizado la Segunda Enmienda de los Estados Unidos». Para Kendi «el instinto humano de defender el derecho a la vida es considerado divinamente humano en el hombre blanco, pero bestial en el resto». Estas palabras fueron escritas a propósito del linchamiento con armas de fuego de un joven negro de 25 años, Ahmaud Arbery, a manos de dos personas blancas, mientras corría como parte de una rutina de entrenamiento. Un juez calificó el asesinato como un legítimo ejercicio de autodefensa. El hecho ocurrió en febrero pasado en el estado sureño de Georgia, solo tres meses ante de la muerte de Floyd en Minnesota, un estado del norte.

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La ira, el sufrimiento contenido en las protestas, es inversamente proporcional al valor histórico de la vida de una persona negra en los Estados Unidos. No es solo un problema cultural, es sistémico, y la acumulación es la evidencia. Casi todos los métodos se han intentado para luchar contra el racismo: la protesta pacífica, la violencia, los riots, pero nada de esto ha evitado la explotación, ni las muertes. Ante Oxford Union Society, Malcolm X advertía sobre «una sociedad que, en 1964, tiene métodos más sutiles, engañosos para hacer que el resto del mundo piense que está limpiando su casa, mientras que, al mismo tiempo, nos están sucediendo las cosas que sucedieron en 1954, 1924 y 1884. Llegaron a un proyecto de ley de derechos civiles […] y después de que se firmó la ley tres trabajadores de derechos civiles fueron asesinados a sangre fría». Uno de los videos más emotivos que se han compartido por estos días en las redes sociales muestra a tres hombres negros de diferentes edades (45, 31 y 16) que se encuentran en las calles para reclamar sus derechos. Discuten entre ellos, puede verse la indignación en sus caras, el hombre de 31 le dice al adolescente: «Lo que estás viendo ahora va a pasar dentro de diez años y, a los 26, tú estarás haciendo lo mismo que yo estoy haciendo ahora».

No hay sutileza en los riots, como no hay sutileza en la retórica racista ni en las amenazas que Donald Trump le hace a la democracia. Hace unas semanas, Trump atentó contra el federalismo de los Estados Unidos luego de instigar a sus seguidores a «liberar Michigan», a «liberar Minnesota» de los esfuerzos de sus gobernadores locales por mantener medidas de cuarentena para protegerse del coronavirus. Los manifestantes de extrema derecha armados con rifles de asalto y equipo militar, además de las calles, tomaron el capitolio del estado de Michigan. El presidente los calificó de «buenas personas» en un tuit, mientras que en otro, más reciente, llamó «matones» a quienes protestaban por la muerte de Floyd. La corta caminata de Trump desde la Casa Blanca hasta su Iglesia, tras gasear a los manifestantes, es una imagen que bien podría integrar el repertorio simbólico de las cruzadas. El caballero cristiano que prevalece sobre los infieles y que jura ante Dios mantener el orden por medio de la espada, en este caso, el ejército.

No hay sutileza en los riots, como no hay sutileza en la retórica racista ni en las amenazas que Donald Trump le hace a la democracia.

Las protestas raciales no pueden ser otra cosa que antisistema y deberán integrar otros factores que empujen a los Estados Unidos a un escenario más justo. Todo tipo de protesta es legítima, en tanto deriva de una violencia ejercida con anterioridad e implícita en el contrato social que la sociedad norteamericana ha diseñado para relacionarse con la comunidad afroamericana y con las clases más pobres. Incluso, los negocios afectados cuyos dueños pertenecen a minorías raciales son un producto de la fragmentación de este contrato a manos de la misma violencia que lo engendró. El reto está en rediseñarlo.

La imputación de cargos justos para los oficiales que participaron en el hecho que acabó con la vida de Floyd es un comienzo. Sustituir el espectáculo de armaduras, vehículos no convencionales y equipos que dan muestra de la inversión en la militarización de la policía por más inversiones en las comunidades afroamericanas o la seguridad social pudiera ser otro paso. Lo que parece una utopía de la voluntad política de izquierdas ha sido confirmado como una necesidad por la dimensión y la intensidad de las protestas. A las consignas de «la vida negra importa», «no puedo respirar», «no hay justicia, no hay paz», se le ha sumado la de «cómete al rico». Los riots, hasta ahora, no son la peor manifestación de la desigualdad social. Hay, antes, algo más drástico: el asesinato de George Floyd.

Este texto de opinión fue publicado originalmente por El Estornudo.