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el número de la desesperanza

Que no te atrapen

Cuando eché un vistazo a mi alrededor, me di cuenta de cuánto potencial tirado a la basura hay en la cárcel, cuánta gente viviendo con remordimientos y que nunca tendrá la posibilidad de hacer algo bueno. Es demasiado tarde.

Yo en la actualidad, disfrutando del parque en Williamsburg, Brooklyn, donde solía ir de picnic cuando estaba en libertad condicional.

H

e estado metido en la venta de drogas desde la primera vez que fumé hierba, a los 13 años. Para mí tenía sentido ganar pasta para drogas también vendiéndolas. Nunca se me ocurrió que estuviera haciendo nada malo; mi iniciativa empresarial pintó sonrisas en muchos rostros y, además, yo lo hacía mejor que otros, porque me presentaba a la hora acordada y no era un cabrón embustero y codicioso. Abusaba de mi propio alijo con bastante frecuencia, pero tenía suficiente autocontrol para evitar que las cosas se me fueran de las manos.

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   De niño fui a colegios de élite, jugaba a hockey todo el año y me acabaron aceptando en el Skidmore College, donde, sin llamar la atención, seguí vendiendo narcóticos, en su mayor parte a mis compañeros de estudios. No tardé en estar ENGANCHADO, viviendo como un marqués con el dinero de la droga. Conducía por todo el noroeste como un loco, haciendo trueques y trapicheos con coca, hierba, éxtasis, setas, cualquier cosa que pareciera poder ponerte a cien. Eso sí, me mantuve alejado del jaco y el crack. En algún sitio hay que poner una barrera.

   Tan chulo era yo que ni me pasó por la cabeza que la policía podría ir tras de mí. Me daba igual que lo que hacía fuera ilegal y mi bienestar no me importaba lo bastante como para estudiar o siquiera prestar atención a las leyes. No tardé en averiguar que la ley sí me prestaba a mí gran atención.

   Un viernes noche de febrero de 2004 me encontraba delante de un Barnes & Noble con mi hermano mayor y su hijo cuando un estirado poli de paisano con pinta de vivir tirado en un parque de caravanas me pidió que me identificara. Viéndolo ahora, hubiera preferido que me robara todo el dinero en vez de ponerme las esposas delante de mi sobrino de seis años. En ese momento mi cerebro no dejaba de darle vueltas a un millón de trolas que explicaran mi arresto en vez de aceptar la realidad de pesadilla de lo que iba a pasar después. Los cerdos tenían una orden de registro y fueron conmigo a mi choza para escarbar en mi alijo privado. Había material suficiente como para tener que afrontar cinco delitos y, potencialmente, de 12 a 25 años en la trena. Yo tenía 23.

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   Pasé la noche en la cárcel del condado y, por fortuna, me dejaron salir bajo fianza a la espera de juicio. Era mi último semestre en la facultad y hasta entonces había estado más contento que un lechón mamando de una teta ante la idea de graduarme por fin junto a todos mis colegas. El futuro era brillante y, a diferencia de los otros estudiantes, yo tenía fondos. Tenía un montón de pasta ahorrada. Ya tenía billetes de avión y reserva en un hotel para ir a Italia con mi novia. Eso se acabó. Pasara lo que pasase en el juicio, mis padres se sentirían devastados (más de lo que yo lo estaba) y probablemente sería expulsado de la universidad.

   Terminé aceptando de mutuo acuerdo mi culpabilidad, con una sentencia de tres a nueve años en la cárcel estatal. Mi larga condena se debió, al menos en parte, a un caso de estar en un mal sitio en un mal momento; 2004 era año de elecciones y los políticos de Saratoga Springs, donde yo vivía y traficaba, pensaban que la ciudad tenía un problema de drogas. Es probable que el fiscal del distrito creyera que poner a la sombra a un estudiante universitario “relacionado con un círculo de tráfico de drogas de Nueva York” (así se refirieron a mí en un periódico local) sería una buena demostración de la firmeza de la ciudad ante las drogas. Me usaron para dar ejemplo.

   Acepté el acuerdo en agosto y me dijeron que ingresaría en prisión en octubre. En casa, viviendo en mi propio apartamento, pasé ese verano en una especie de extraño infierno: estaba libre, técnicamente, pero en breve no lo estaría. Cada día que pasaba me acercaba un poco más a El Fin. Fue una horrible cuenta atrás. Nunca en mi vida, ni antes ni después, he deseado tiempo para quedarme sin hacer nada.

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   Cuando llegó la mañana de aquel día aborrecible yo ya iba tarde. Salí tambaleándome de casa de mi novio, con resaca y falto de sueño. La dejé en la cama, sollozando sin remedio. No soportaba la idea de ir al juzgado y ver cómo se me llevaba la policía. Estábamos juntos desde hacía dos años, y aquel era el modo más horrible de decirnos adiós que se yo puedo imaginar. Solo la muerte habría sido peor.

   Al llegar allí mis padres estaban esperándome dentro del coche aparcado en la calle, serios como estatuas y con lágrimas en los ojos. Se preocupaban tanto por mí que se habían mudado temporalmente a Sarasota Springs, alquilando un apartamento para tenerme a la vista mientras agotaba mi libertad bajo fianza, asegurándose de que no cometía alguna estupidez antes de que se me llevaran. Probablemente lo habría hecho de no haber estado ellos allí. Todavía me causa vergüenza el dolor que les provoqué a mi padre y mi madre. Me sentí como una mierda humana.

Mi foto en el álbum de curso anual. Asistí a la Millbrook School, cerca de Poughkeepsie, New York.

A

ntes del juicio, mientras esperaba mi sentencia en la cárcel del condado, había conocido a unos cuantos matones de poca monta que trataron de meterme el miedo en el cuerpo con la clásica escenita de las duchas. “Estás en las duchas y un garrulo se dirige a ti con un cuchillo en la mano, y te dice, “De aquí me voy a ir con sangre en la polla o con sangre en la filosa. ¿Qué va a ser?” Pero esto nunca me sucedió. En vez de eso acabé ocho meses en un centro de internamiento para delincuentes sin antecedentes de violencia, en Nueva York, cumpliendo lo que se conoce como “encarcelamiento de choque”. Recibí el mismo castigo, de tres a nueve años, que le impusieron a 50 Cent por una acusación por drogas similar, y cumplí el mismo programa.

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   Nadie me violó allí, pero a punto estuve de que me pegaran una paliza de las buenas. Un recluso de choque tiene que estar en pie y obligado a hacer algún tipo de cosa absurda 18 horas al día, supervisado por unos inspectores, en realidad un hatajo de repelentes paletos, que te humillaban gritándote cosas como “¡Cállate, limpiapollas, puta tragaleches!” Muchos de estos tíos duros quiero-y-no-puedo no tienen ni una educación ni experiencia militar de ninguna clase; son simples pueblerinos a los que les gusta joder a los urbanitas. Algunos eran legales, buena gente, pero otros eran unos sádicos cachomierdas que abusaban de su poder más allá de lo imaginable. Vi reclusos siendo estrangulados, golpeados en la cara y maltratados hasta hacerles llorar. Pese a todo conseguí pasar más o menos inadvertido. También hice un par de amigos dentro de mi pelotón. Esto hizo que el tiempo pasara un poco más rápido, pero la verdad es que tampoco tienes mucho para contarte la vida cuando estás siendo acosado y cargado de tareas todo el día y parte de la noche.

   Los reclusos de choque no tienen permitido libros, juegos, música o recibir paquetes de casa. La idea es que, a semejanza de un servicio militar, a un nuevo recluso se le despoje de todo para después ser reconstruido. El objetivo consiste en cambiar al individuo con tendencias criminales antes de que sea demasiado tarde. No creo que hiciera mucho por mí, tal vez porque me enfrentaba a la monotonía actuando como un robot y no prestaba mucha atención. Ejercía el mínimo de energía necesario para escurrirme sin que nadie me causara problemas. Recuerdo haber estado muy afectado ante el triste hecho de que mi novia, muy avergonzada por no haberse despedido bien de mí, dejó de escribirme y visitarme al cabo de tres o cuatro meses. Un tiempo después recibí una carta de un amigo en la que me contaba que se la había encontrado dándose el lote con un tipo al que yo consideraba chusma y que probablemente tenía un grave caso de herpes. Puede que hoy no parezca tan devastador, pero durante tres o cuatro meses estuve al menos diez horas al día preso de una furia fuera de medida. No me lo podía quitar de la cabeza. Todos mis planes se habían ido por el retrete: un romance de dos años en su mayor parte excelentes, mi primer auténtico amor, se estaba ahora revelando como era mientras yo estaba impotente en prisión. El confinamiento de choque acabó con muchas relaciones. Solo se nos permitían diez minutos al teléfono dos veces al mes, cuando en una cárcel normal puedes hablar cuando quieras mientras haya un teléfono disponible. Todo lo que tenía era papel y bolígrafo. Las tres o cuatro cartas mías que mi nena recibía a la semana sin duda la habrían hecho llorar, pero todavía sigo sin saber si tan siquiera se preocupó de leerlas.

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: Recuerdo que de niño era bastante hiperactivo y locuelo. Más tarde ya me calmarían las drogas.

S

alí de la cárcel en 2005 justo a tiempo para mi vigésimoquinto cumpleaños, y a las dos o tres semanas ya estaba yendo al Bronx a pillar coca y éxtasis. La culpa es mía y solo mía, pero volví al tráfico de drogas empujado por una chica a la que había conocido antes de ingresar en prisión; se me acercó una noche y me dijo que yo siempre le había molado. Era una razón lo bastante buena como para acabar desnudo con ella en la cama. Esta chica, una stripper de pura cepa con la que al poco tiempo estaba saliendo, me animó a trapichear, y pronto me estaba sacando dos de los grandes a la semana. Además siempre estaba invitado a fiestas, la mayoría de las veces con otras strippers farloperas semidesnudas que no dejaban de meterse rayas y lloriquear acerca de que sus padrastros les habían violado o que sus madres vendieron sus desnudos cuerpos preadolescentes a un camello de crack. Desde aquellas noches no he podido volver a ver a las strippers de la misma manera ni me ha atraído ir a un bar de tetas. No había mucho tiempo para pensar –ni cuando quería hacerlo– y me mnetí de lleno en el caos. Fue una pésima decisión volver a esa vida con tanta rapidez. Debería haberles dado una oportunidad a la honestidad y el trabajo duro… o al menos haber esperado a dejar de estar en libertad bajo palabra antes de volver a las andadas.

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   Y por supuesto, acabaron pillándome. En febrero de 2006, con mi chiflada nena sexy también acusada. Es una experiencia vergonzosa que te arresten por segunda vez. Haces añicos cualquier confianza que te hayas podido ganar, decepcionas a la gente y reafirmas a tus detractores.

   Esta vez, sin embargo, decidimos luchar ante el juez porque la poli nos había registrado de forma ilegal. Cuando estábamos a punto de ir a juicio, a mi novia, en libertad bajo fianza, la volvieron a arrestar por una serie de cosas y decidió señalarme a mí, firmando una declaración escrita con alguna verdad y un montón de falsedades que en conjunto me presentaban como un camello maltratador de mujeres. Después de eso, estaba jodido. Tuve que rendirme y aceptar que había vulnerado los términos de mi libertad condicional. Esto me dejaba en mala situación. Tuve que cumplir dos años más de mi primera sentencia y luego rebotar de la cárcel del condado de Saratoga a un “centro correccional” en Lyon Mountain y Hale Creek. Me recorrí todo el norte del estado de Nueva York.

   En Saratoga el tiempo se movía a veces muy lentamente, ya que estábamos confinados todo el tiempo en un solo y enorme bloque de celdas. En invierno ni siquiera salíamos fuera una hora al día, de modo que no vi el cielo durante meses. Lyon Mountain, que clausuraron no hace mucho, era una aceptable prisión de mínima seguridad donde formé equipo de trabajo con otros reclusos cortando césped, quitando nieve con una pala y otras mierdecillas de mantenimiento. Hale Creek se centraba en los programas antidrogas, así que me tiré un montón de horas en insoportables sesiones de terapia de grupo. El único entretenimiento allí fue cuando se descubrió que uno de los terapeutas se lo montaba con algunos reclusos. Se montó un buen follón y al tío lo despidieron.

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   Tras cumplir mi sentencia en Hale Creek me concedieron el tercer grado y me trasladaron a Manhattan. El tercer grado es para los convictos no violentos y da la oportunidad de salir de la cárcel a diario con un permiso de trabajo; si demuestras buen comportamiento durante unos meses recibes permiso para dormir algunas noches en tu casa, en tu propia cama. Estuve casi dos años en un centro para reclusos en tercer grado en Harlem, trabajando sin sueldo en una empresa publicitaria en el centro de Manhattan. Mis tareas no podían ser más sosas, pero yo me sentía bendito por tener un empleo decente. Y mi situación era más surrealista que nunca; ahí estaba yo, en el mundo real, trabajando como un ciudadano normal, como el Burykill que podría haber sido de no ponerme a vender drogas. Pero después del trabajo, en vez de ir con mis compañeros a tomar algo a un bar e intentar pescar a la secretaria, cogía el tren para estar a las 7 de la tarde de regreso en la cárcel, donde después tenía que soportar más terapia de grupo junto a los demás convictos. Pasaba las noches junto a 80 tipos poco recomendables, durmiendo en una incómoda litera metálica sobre un delgado “colchón” que más parecía algo que un pájaro hubiera podido construir con pedacitos de cartón reciclado y otras basuras.

   Con el tiempo conseguí algunos privilegios, cosas básicas como conservar mis cheques (cuando empecé, me asignaban un quince por cierto de lo ganado como estipendio, guardando el resto en una cuenta a la que no podría acceder hasta obtener mi libertad) y alquilar mi propio apartamento. Me esforzaba en vivir una vida normal, pero tenía este embarazoso secreto: tenía que dormir en la cárcel dos noches cada semana. Durante ese tiempo estuve con un par de pavas, que acabaron cabreándose ante el hecho de tuviera obligación de quedarme tras las rejas tan a menudo. Entonces conocí a mi novia actual, quien en contra del sentido común demostró gustarle lo que le hacía con la picha lo bastante como para enamorarse de mí. A pesar de la refulgente nube de afecto que nos llenaba las napias, ella no podía decirle a sus padres el por qué de mis raros, impredecibles horarios. El estrés me estaba matando. Transcurrido un año me las arrglé para obtener un 7-0; esto significaba que tenía permiso para dormir en mi casa todas las noches, con unas cuantas horas que tendría que pasar en el penal un par de veces a la semana. Y así llegó el día de mi audiencia ante la junta que podía concederme la libertad condicional.

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En la cárcel, en 2007. Esas pinturas hechas a mano que hay detrás se llaman “click-clicks”, y a los reclusos les encantan. Les enviaba esta foto a las chicas a las que trataba de impresionar.

Comparecí ante la junta la mañana del 2 de julio de 2009, un jueves. Tenía fe en mis posibilidades de quedar en libertad. Me comporté con humildad, admití mi delito y expresé arrepentimiento y desagrado ante el modo en que había vivido. Hasta alabé la rehabilitación que recibí durante mi encarcelamiento. Llevaba 18 meses trabajando en el mismo puesto, había recibido promociones y ascensos, y de todo ello aportaba documentación. Sin embargo, durante la entrevista tuve la impresión de que nadie se había leído las cartas de mis jefes respondiendo por mí y mi buen carácter; no a tenor de las preguntas que me hicieron. La junta administrativa toma a veces decisiones de manera arbitraria, o eso es al menos lo que creen aquellos pobres desgraciados a quienes sus dictámenes les joroban la vida. A pesar de mis esfuerzos y buena disposición, la junta me comunicó que seguiría en tercer grado dos años más. Y lo que era peor, revocaban mi 7-0, lo que significaba que volverían a congelar mis pagas y ya no podría hacer frente al alquiler del apartamento. La junta dijo estar descontenta con la entrevista que me hicieron. Pensaban que les había mentido en todo. También dijeron que si me dejaban en libertad volvería con toda seguridad a cometer el mismo delito. Aunque eso ya lo había hecho una vez, llevaba 18 meses por las calles sin meterme en líos, ni con la policía ni con nadie. Me senti frustrado.

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   Y por supuesto, siendo yo como soy, volví a vender hierba, coca y éxtasis y mudándome a la sala de estar de un amigo, un tío que se metía parte de las drogas que yo vendía. Era divertido, pero no la situación ideal para alguien siendo supervisado de cerca por tres ramas diferentes del Departamento Correccional del Estado de Nueva York. Fuera como fuese, yo estaba más allá de la amargura y empecé a ponerme hasta el culo con regularidad. Nunca he pretendido ser el mejor ni el más listo tipo en la ciudad, pero todo ese verano estuve más pasado que el demonio. El más tonto entre los tontos, un idiota con el coeficiente mental de un retrasado.

   Un par de meses después de que la junta me tumbara, en el centro para reclusos me detectaron restos de droga tras un análisis de orina. Su postura fue la mierda de la tolerancia cero: “Tienes suerte de estar aquí, al norte hay miles de reclusos listos para ocupar tu plaza… LO SENTIMOS”. No tuvieron en consideración que llevase 20 meses portándome bien, o al menos evitando que me pillaran en nada ilegal.

   Tras mear positivo se me permitió una última visita de mi novia en mi celda en el penal mientras esperaba mi traslado al norte. Las nuestras fueron lágrimas de dolor, de pena y angustia.

   Era triste, estúpido y patético que estuviera a punto de echar por al borda meses de trabajo y esfuerzo por haberme querido pegar la fiesta. Nos quedamos sentados cogidos de la mano como dos memos; nunca olvidaré su desconsuelo mientras yo trataba de contener mis lágrimas de culpa, sabiendo que pasaría un año antes de que pudiéramos estar los dos solos con el culo al aire. Me torturaba pensar que ella no aguantaría, y en la babosa piara esperando a yo que desapareciera para tratar de follársela. Ese año que yo calculaba resultó una vana ilusión; pasaron 24 meses antes de que pudiéramos echar un clavo. Un castigo demasiado severo únicamente por haber expulsado un resto de drogas por la uretra.

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   La prisión norteña a la que me trasladaron, Riverview, tenía vistas a las lejanas luces del puerto internacional Ogdensburg-Prescott, que cruzaba el río conectando con Canadá. Fue en los inicios de esta nueva etapa cuando tuve una sensación, una especie de premonición, de que me iba a hacer escritor. Durante el primer mes que estuve en esta jaula tras el test de orina les envié cartas a mi novia y mis padres diciéndoles que me sacaría los fantasmas de la cabeza a base de escribir, y que no necesitaría mucho de ellos (sí, ya).

   Llegado a este punto yo ya sabía que era un egoísta cacho de mierda y lo más bajo entre lo bajo. Lo mejor que podía hacer era plasmar esos sentimientos en papel intentando llegar a la conclusión de cómo alguien en apariencia inteligente y (relativamente) normal, como yo, podía hacerse esto a sí mismo. La respuesta a algo así siempre se escapa. Hablando en términos clínicos, lo que yo padezco es un trastorno de adicción, ¡pero a la mierda con eso! Me niego a aceptarlo. La única dolencia que estoy dispuesto a aceptar es una que provoca que acabe esposado; una de la que sólo me puedo recuperar –según la ley– tras las rejas.

   La cárcel me ha quitado muchas cosas, y me había propuesto emplear mi experiencia para recibir algo a cambio.

No es sencillo ser un pillo.

Desde mi primera detención he vuelto a la cárcel en cuatro ocasiones. A veces, obviamente, por haberme comportado como un redomado zoquete. En otras, sin embargo, me enchironaron por hacer cosas que los que están en libertad condicional tienen prohibido y los que no tienen cuentas pendientes con la ley, no. Todas me enviaron a chirona sin excusas ni preguntas: beber una cerveza, conducir un coche, estar en la calle después de una hora.

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   En total he pasado seis años tras las rejas, y hoy estoy en libertad pero me quedan dos años en tercer grado. ¿De verdad mis acciones merecían el tiempo y el dinero que se han gastado vigilándome? Para muchos ciudadanos sensatos, yo no llego a la categoría de criminal –nunca he causado daños físicos a nadie, sólo he vendido sustancias que la Ley no quería que vendiera– pero a día de hoy me pueden encerrar en cualquier momento por hacer cosas por las que a un ciudadano corriente no le pondrían ni una multa.

   Pondré un ejemplo. A comienzos del año pasado me encerraron después de que unos polis creyeran que estaba forzando un coche cuando, en realidad, un amigo mío estaba arreglando la ventanilla de mi coche. Cuando el cerdo soplapollas comprobó que yo estaba en libertad condicional por un delito de drogas, decidió –quebrantando él la ley– registrarme a mí y a mí vehículo. Salió con las manos vacías y me dejó marchar, pero notificó al funcionario encargado de mi expediente que me había “entrevistado”, y al poco fui arrestado porque todo esto había sucedido justo después de mi toque de queda, las 9 de la noche. Lo que más me jodió fue que alguien que está en libertad condicional debe comunicar posibles incidentes a su funcionario responsable, pero yo tenía el convencimiento de que eso solo era si te detenían o te ponían una multa. Los polis hasta se disculparon después de registrarme, pero por lo visto arreglar la ventanilla de mi coche minutos después de mi toque de queda era un delito lo bastante serio como para enviarme a la cárcel del condado dos meses.

   Así fue cómo entré en mi tercera década en este planeta atrapado en una habitación con otros 59 tíos a quienes se les había quitado la posibilidad de llegar a nada. Bastantes de ellos nunca regresarán a casa, pero cada dos años, en las audiciones ante la junta, seguirán aferrándose a la esperanza de que volverán a ver el mundo y jugarán cualquier posible carta para tratar de salir. Luego estamos aquellos a los que los condenados de por vida sin posibilidad de apelación odian y quieren matar porque volvimos a tener una oportunidad en el mundo libre y en un par de meses estamos de nuevo en la cárcel. Es un fenómeno bastante habitual. De los aproximadamente dos millones de norteamericanos en libertad condicional, según los buenos muchachos del Departamento de Justicia, unos cien mil acaban cada año de nuevo en la cárcel por pequeñas faltas. Cuando me encerraron, me acuerdo de un recluso en concreto –un tío que, en plena laguna mental por el alcohol, mató por accidente a un amigo suyo aplastándole la garganta– al que no le gustábamos nada los que fallábamos la condicional. Poco después de ingresar yo en Riverview me acojonó enseñándome sus papeles, que decían en esencia que era un auténtico asesino. Cuando supo que yo estaba ahí por joder el tercer grado se puso rojo de ira. Estaba convencido de que yo iba a ser el siguiente de su lista.

   Su mirada, el ardiente rencor en los ojos de un hombre condenado de por vida, me lo dejaron claro: necesitaba desesperadamente vivir, con cautela, haciendo lo que fuera necesario para evitar oír ese horrible sonido de las puertas cerrándose detrás de mí,. Es básico encontrar formas de distraerse en la cárcel, mantener de algún modo la cordura. Pero cuando miro a mi alrededor puedo ver cuánto potencial malgastado hay ahí dentro, cuánta gente vive carcomida por sus errores y que nunca tendrá la oportunidad de enmendarlos. Es demasiado tarde.

   Todo esto no es únicamente una lección sobre cómo enfrentarse a la cárcel. Es una lección sobre cómo afrontar la vida; una de la que soy culpable de olvidar continuamente. Ha pasado casi una década desde que he sido capaz de sentirme feliz conmigo mismo. Antes de eso me sentía feliz por motivos erróneos. Ahora sólo tengo que convencer a mi chica de que tenga un poco más de paciencia, que espere y esté tranquila mientras yo intento que cosas buenas sucedan. Mientras no esté encerrado siempre cabe la posibilidad de que me toque la lotería, o de que mi novia meta a una chica exótica en nuestra cama. Esas cosas nunca te van a ocurrir si estás en la cárcel.

Retrato de Christian Storm

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