​A nueve comidas de la anarquía
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El número de los creyentes

​A nueve comidas de la anarquía

Cómo prepararse para el Apocalipsis en un campo de entrenamiento de catástrofes.

Este artículo pertenece a la revista de septiembre de VICE

El más joven vuelve a chillar en árabe: "¡La ilaha illa Allah!". La profesión de fe islámica: No hay más dios que Alá. Su compañero, que por su voz diría que es mayor, continúa apretándome la garganta con la mano mientras me susurra al oído: "Se acabó". Y luego, gritando: "¡Conviértete o muere!".

Es primera hora de la mañana de un 10 de septiembre y ya hace calor en Los Ángeles. Estoy sentado con las piernas cruzadas en el suelo pringoso de una furgoneta blanca que recorre la vasta extensión de un polígono industrial cerca del aeropuerto. Estoy descalzo y esposado, y trato de dar bocanadas en busca de oxígeno mientras el viejo me coloca otra capucha más encima de la funda de almohada que me cubre la cabeza. "Esto va ser divertido", dice. Uno de los otro cuatro hombres encapuchados que me acompañan se niega a convertirse, lo que, aparentemente, no es buena idea. El viejo le ordena al joven que lo eche de la furgoneta. Cuando abren la puerta trasera, me llega la luz del sol a través de las capas de tela y puedo oír el viento y el rumor de los coches y cómo ríen nuestros dos captores. Luego la puerta se cierra y regresa el silencio y la oscuridad.

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Cuando llega mi turno trato de decir entre tartamudeos no sé qué sobre que soy ateo, lo que es cierto, por mucho que me encomiende a Dios en determinados momentos. Estoy en estado de estrés y ansiedad, lo que provoca que mi cuerpo transpire profusamente y me impide pensar con claridad. Ni siquiera yo me creo lo que digo. El que habla en árabe quiere saber si estoy casado, pero yo decido que lo mejor es permanecer callado, de modo que levanto la mano izquierda y le muestro el dedo anular. Él se lo toma como un desafío y me da un bofetón, y me promete que me espera un correctivo peor en cuanto lleguemos al "lugar seguro".

Me quedo sentado en silencio, con la cabeza gacha, rumiando mi respuesta, preguntándome qué vendrá a continuación. De repente, los captores gritan "¡Ataque de dron!", y el viejo me estampa contra el suelo de la furgoneta. Entonces, el vehículo se detiene, la puerta trasera se abre de nuevo y los dos secuestradores salen huyendo cerrando la puerta tras de sí. De repente y para nuestra sorpresa, nos hemos quedado solos. Al principio, nuestra capacidad de respuesta se ve afectada por la saturación de información y la adrenalina que inunda nuestro sistema nervioso, así que nadie se mueve.

Al poco rato, me sobrepongo y me quito las capuchas que me cubren la cabeza y aspiro ansioso el aire fresco. A continuación, centro mi atención en las esposas: Smith & Wesson, modelo estándar de la policía, niqueladas y con cerradura de seguridad. En los calcetines he escondido unos cuantos clips de pelo, de esos que usan las niñas, rosas con topos azul celeste, y tengo un par más enganchados en la cintura de los calzoncillos. Cojo uno y doblo la pata del medio hasta que se parte y me quedo con una fina tira de metal. La introduzco con la mano derecha en el espacio que hay entre los dientes de la cerradura y la placa externa y la empujo hasta que oigo un par de clicks y logro introducir mi improvisada ganzúa un poco más adentro. A continuación, tiro hacia arriba la muñeca y consigo extraer la cuña y liberar la mano. En pocos segundo consigo hacer lo mismo con la otra. Levanto la mirada y compruebo que los otros hombres también han conseguido liberarse. Nadie dice nada, pero todos reímos aliviados y también quizás un poco histéricos de lo fácil que nos ha resultado.

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Salimos de la furgoneta. En el exterior hace un día soleado y tranquilo. Estamos en un barrio de edificios de oficinas y almacenes anodino. En la distancia se oyen algunos hombres hablando en español. Nunca había estado en este lugar. Comenzamos a debatir qué es lo que debemos hacer y, mientras nos decidimos, me parece distinguir unos pasos que se acercan.

"¡Han vuelto! ¡Corred!"

Yo corro.

Dos días antes, Kevin Reeve, fundador y director onPoint Tactical, se sienta en la mesa de una sala de reuniones de un hotel cerca del aeropuerto flanqueado por los artefactos que utiliza en sus demostraciones: esposas, grilletes, ganzúas, cinta americana, un puñado de bridas, rollos de soga, paquetes de clips de pelo, horquillas y tuberías de plástico, entre otros.

Soy uno de los cinco participantes inscritos en el curso de tácticas de evasión urbana de onPoint Tactical; un taller de tres días en un contexto que Reeve denomina "DNAL" (Donde No Aplica la Ley). El curso incluye dos días de entrenamiento y teoría seguidos, al tercer día, de un "ejercicio práctico": un secuestro, durante el que los participantes deben liberarse de su cautiverio y alcanzar un lugar seguro, sea cual sea.

La decisión de apuntarme al curso de Reeve no responde a un miedo visceral a que me secuestren: no tengo problemas en pasearme entre los deprimentes bloques de pisos de protección oficial, peluquerías chinas y cafeterías cutres de Park Slope, en Brooklyn. Tengo tres hijos, un trabajo inestable y un aspecto ideal para trabajar en la radio y no escondo una granja de pollos clandestina ni un emporio de la informática en ciernes en mi garaje. Deberían secuestrar a la mitad de mi barrio para recaudar el rescate que pedirían por mí. Pero la ansiedad, esa vieja neurosis que mis freudianos padres me enseñaron a amar y a odiar a partes iguales, me persigue de todos modos. Cualquier miedo que se os pueda ocurrir, ya sea falso o fundamentado, criptorracista o abiertamente xenófobo, lo más seguro es que mi débil corazón no pueda resistirlo. Así que he venido hasta Los Ángeles en busca de Kevin Reeve para calmar mis nervios, poner a prueba mis capacidades y aprender un par de trucos por si la cosa se pone fea, lo cual estoy seguro que acabará ocurriendo, y tú también, inevitable, definitiva, justificada y tragicómicamente. Y puede que muy pronto.

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Reeve es un tipo corpulento de unos cincuenta años, con el pelo castaño cortado al rape, y unos ojos severos y profundos que recuerdan ligeramente a los de Clint Eastwood. Sus muñecas, ligadas con bridas, parecen dos cortes de ternera peludos atados con un alambre. "Esto está chupado", dice. "Enseguida aprenderéis a hacerlo". Reeve se deshace del cordón de una bota: una cuerda de paracaidismo de una resistencia de 250 kilos. Podéis tensarla tanto como queráis, jamás podréis romperla. Con un rápido movimiento, se pasa la cuerda entre la muñecas y las bridas y luego forma en los extremos unas lazadas de unos cinco centímetros que sujeta con las puntas de las botas.

"Aquí hay que andarse con cuidado", dice. "Cuando se rompan las bridas, con la inercia podríais golpearos la cara con los brazos".

Empieza a pedalear con los pies, haciendo que la soga seccione las bridas. Apenas diez segundos de fricción, una pequeña nube de humo y el dulzón aroma del plástico quemado anuncia que lo ha conseguido.

Reeve es todo un personaje en el pequeño mundo de los expertos en huida y evasión porque no tiene experiencia militar. Joel Lambert, la estrella del programa de Discovery Channel Manhunt: Acorralado, es un antiguo SEAL de la marina americana. Tony Schiena, el creador del tutorial antisecuestros en DVD Not Taken fue consultor del servicio de inteligencia de Sudáfrica y de empresas paramilitares. Reeve, en cambio, es un antiguo boy scout que creció en un familia de clase media en Pasadena (California), hijo de un profesor de escuela y de una ama de casa. En los años ochenta y noventa trabajó en Silicon Valley haciendo lo que sea que signifique "desarrollo organizativo" y "coaching ejecutivo" para Apple. Hasta que lo dejó y pasó de ser un empleado gris a la espera de que le llegara la jubilación y la muerte por causas naturales a convertirse en un reconocido survivalista, rastreador y asesor de seguridad. Hoy en día, Reeve forma policías, soldados, hombres de negocios que deben viajar al extranjero y periodistas que acuden a zonas de guerra para que sepan qué deben hacer si su vida se convierte en algo parecido al decorado de una película de acción pero sin los efectos por ordenador. Además del taller de tácticas de evasión urbana, onPoint ofrece cursos titulados "Sobrevivir a encuentros letales" y "Cuidados médicos en situaciones extremas". En el año 2011, Reeve protagonizó su propio programa en Discovery Channel titulado Off the Grid: Million Dollar Manhunt. Los concursantes debían sobrevivir un día en Los Ángeles sin que Reeve los atrapara. Ninguno lo consiguió. "Hay muy poca gente que se haya ganado el respeto de los Navy SEALS", dice Charlie Ebersol, el productor del programa. "Además, Kevin es un auténtico cabrón".

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Ya hemos estudiado las esposas. A cada uno de los participantes nos han dado un kit con ocho ganzúas. Pasamos al método del retorcimiento para liberarse de una ligadura, y luego a las técnicas para hacer garrotes, cortar, apuñalar y rajar usando "herramientas diseñadas para penetrar las cavidades corporales". A continuación, nos van a atar las manos con cinta americana y tendremos que arreglárnoslas para zafarnos.

Mis compañeros de clase son: un experto en efectos especiales de cine; un ejecutivo de una empresa del sector aeroespacial que realiza trabajos para el ejército; un escritor que estudió en Harvard; y Dan, un tipo flaco y calladamente intenso que tiene su propio negocio de supervivencia con varias delegaciones en California. Dan escucha atentamente las clases teóricas, hace pequeñas aportaciones de su propia experiencia y engulle paquetes de regaliz y otras chucherías.

Yo soy, sin discusión, el peor estudiante de la clase. Me enredo con las esposas y las paso canutas para hacer las lazadas con la soga de paracaidista. En una ocasión, consigo abrir un candado, pero no soy capaz de repetirlo. El contratista del ejército enseguida le coge el tranquillo al mecanismo de los candados, y el de los efectos especiales dice que a veces se lleva un par de esposas para impresionar a las mujeres en los bares (aunque no explica si le da resultado). Al novelista se le da muy bien el método del retorcimiento. Y Dan… Bueno, Dan lo hace todo bien.

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Reeve me enrolla cuidadosamente las muñecas con cinta americana. De cerca es un hombre de trato delicado. No tengo muy claro si es el tipo de conducta que cabe esperar de alguien que cobra 795 dólares [715 euros] por clase o si lo que ocurre es que le recuerdo al hombre corriente que era él antes de que tomara las riendas de su propia vida. Irradia la típica aura de autoridad masculina, de que sabe cosas que los hombres solían saber pero que últimamente parecemos haber olvidado. Y está dispuesto a compartir sus conocimientos. "Puedes hacerlo", dice. "Sé que tú puedes". Entonces esboza una sonrisa. "Pero te va a doler".

Respiro hondo un par de veces, levanto las manos hacia el techo y entonces las bajo rápidamente contra el pecho. Una bocanada de aire sale de mis pulmones y siento una oleada de calor subiéndome por el cogote mientras me rechinan los dientes de dolor. Me miro las muñecas: la cinta americana se ha roto.

"Muy bien," dice Reeve. "Con una vez basta. Ahora prueba de la otra forma".

Me dirijo a la puerta del lavabo y empiezo a frotar el borde de la cinta contra el canto del marco. La cinta se rompe casi al instante. Me vienen a la cabeza imágenes de todas esas películas de espías o de gángsters, de todos los thrillers de acción en el que los malos meten a la víctima atada con cinta americana en el maletero de un coche. Como dice Reeve, he "vencido" a la cinta americana.

"Déjame ver ese candado otra vez", le digo a nadie en particular. El instructor asistente de Reeve en esta clase es Jerry Cobb. Es un tipo alto, de aspecto tosco y con 22 años de experiencia en los Boinas Verdes. Lleva la cabeza afeitada y una barba canosa alborotada, y viste como un peón de obra, aparte del detalle de que lleva un par de botas que solo se me ocurre describir como sacadas de la operación Tormenta del Desierto. Al igual que Reeve, es mormón y vive a las afueras de St. George (Utah), en una casa preparada contra todo tipo de desastres. Un antiguo alumno que estuvo en casa de Cobb cuenta que había bidones de agua de veinte litros de pared a pared, además de un cargamento de lentejas de emergencia. Cobb dice que tiene una amplia experiencia de combate de sus "años locos". "Puedes pedirle que te dé más detalles", me dice Reeve, "pero lo más seguro es que no te cuente nada".

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A pesar de sus maneras toscas y de su imponente presencia, Cobb posee un excelente y muy necesario sentido de la oportunidad. Se queda sentado en la parte de atrás durante los dos días de clases, con los pies apoyados en una silla de oficina. A menudo se queda medio dormido para desperezarse en el momento oportuno y puntualizar algo de lo que dice Reeve. "En combate, me meaba en los pantalones constantemente", dice durante una discusión sobre el miedo en situaciones de guerra. "Ni sabría decirte cuántas". Y sobre la posibilidad de un atentado islamista en Los Ángeles: "Que se atrevan. A ver si tienen lo que hay que tener". Y luego se vuelve a dormir.

Pero lo que más le pone a Cobb no son las amenazas extranjeras, sino las domésticas. Sus opiniones sobre las pandillas callejeras podrían salir directamente del discurso de la reunión en el parque de la película The Warriors. "Estos tipos cada vez tienen más experiencia militar de la buena", dice. "Ahora la usan para entrenar a sus colegas del pueblo". (Dan asiente y luego me dice que le han decepcionado los escenarios escogidos para el secuestro —Marina Del Rey, Venice y Santa Monica— pues él hubiera preferido batirse con los pandilleros de la ciudad).

En la pared, Reeve proyecta la imagen de un mapa. Son las fronteras raciales de una importante ciudad americana: las zonas de color rosa son los blancos; las azules, los afroamericanos; las verdes, los asiáticos; marrones para los hispanos y un gris nebuloso para "otros". El mapa ilustra una situación que la mayoría de nosotros preferimos ignorar: la acusada segregación que existe en Estados Unidos, en la que cada comunidad vive refugiada es su propia área monocolor.

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Reeve nos pide que imaginemos un suceso DNAL. Podría ser en Nueva Orleans, donde trabajó como asesor de seguridad tras el paso de los huracanes Iván y Gustav. En Nueva Orleans, explica, más de 600 personas murieron por arma de fuego después del desastre del Katrina. Tengo la impresión de que esa cifra no es real. Cuando le pregunto de dónde la ha sacado, me dice que de un policía de Nueva Orleans, uno más entre los muchos que abandonaron sus puestos durante la inundación para "irse a casa y ocuparse de sus familias".

Según Reeve, las crisis, en cualquiera de sus manifestaciones, provocan una serie de patrones de comportamiento determinados. Durante la "fase de cooperación", que se caracteriza por la ayuda mutua justo después del desastre, el altruismo con el prójimo dura 24 horas. La gente comparte la comida, la electricidad y el agua y cuida de los niños de los demás. Pero al cabo de dos o tres días, la colaboración se acaba y la gente empieza a ser consciente de la escasez de recursos. Sigue sin haber electricidad, la comida en lata empieza a escasear y ya no quedan ni tiritas (cuantas más le dé a los demás, menos me quedarán para mí). Al tercer día, si la ayuda no llega, se cae en el tribalismo. "Nueve comidas es lo que nos separa de caer en la anarquía", dice Reeve.

En las grandes zonas urbanas, avisa, el tribalismo se ciñe a unos parámetros estrictamente raciales; los semejantes se agrupan entre sí. Cuando el suceso DNAL comienza, debe uno hacer lo que sea necesario para regresar a la zona de su color. "Yo no estoy a favor de que sea así", dice. "Solo describo la realidad".

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Mis compañeros y yo —residentes, racialmente hablando, de los sectores de color rosa del mapa demográfico de Reeve— nos movemos incómodos en nuestros asientos. El tono de la clase ha cambiado: hemos dejado de lado las recias virtudes de la autoconfianza para adentrarnos en las procelosas aguas de la paranoia y la ansiedad del hombre blanco. Las cosas vuelven a la normalidad, como suele ocurrir entre hombres, cuando hacemos la pausa para el almuerzo.

La parte de la persecución del taller empieza al tercer día. Reeve nos había avisado que el ataque del dron nos proporcionaría la oportunidad de escapar. Tenemos hasta las 4 p. m. para llegar sanos y salvos al "punto de extracción". Un grupo de cazadores, entre los que puede que esté el propio Reeve, sus profesores ayudantes y antiguos alumnos, nos perseguirá. Reeve no nos dice qué nos pasará exactamente si nos atrapan, pero insinúa que nos encadenarán a una valla en algún lugar remoto, o incluso que nos dispararán con una pistola taser. Para complicar más las cosas, debemos enfrentarnos a una serie de desafíos de tipo DNAL, desde abrir la cerradura de un lugar público a conseguir que un extraño nos dé dinero. Después de completar con éxito cada misión, podemos comunicarnos con Reeve a través de un mensaje de texto para que nos desvele el próximo paso para llegar al lugar seguro. (Tenemos prohibido usar los teléfonos para nada más).

De momento, lo único que sé es que se supone que debo dirigirme al norte, con lo que llego a un paisaje extraño de Los Ángeles extraño: dos cauces de agua que corren sobre un lecho de cemento y que se bifurcan en una estrecha península y, a los lejos, un amplio pantano —los humedales Ballona— rodeado de matas de salicornias y flores silvestres.

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Camino junto a una valla por un sendero a lo largo de uno de los arroyos y me detengo en seco. A menos de cien metros de distancia, más allá de unos árboles que hay donde el camino tuerce, distingo la silueta de un hombre. Está de espaldas, apoyado contra la pared de un edificio. Me escondo detrás de unos arbustos. Podría ser un cazador al acecho. Al rato, se gira, da una última calada a un cigarrillo y se mete dentro. Falsa alarma. Me siento estúpido, pero no sé cuántos cazadores tiene Reeve ni dónde se encuentran. Cualquiera puede ser el enemigo. Necesito desesperadamente escapar, mucho más de lo que me imaginaba. Puede que se trate de un juego, pero que me volvieran a capturar sería un fracaso humillante, de dimensiones casi existenciales. No tienes derecho a ser libre.

Al otro lado del cauce veo dos personas delante de lo que parece un túnel que pasa por debajo de una autovía elevada: una ruta cubierta hacia el norte. Corro por el sendero en busca de un punto por donde cruzar la corriente.

"No, tío. Yo no iría por ahí. Es un desagüe", me dice un tipo tatuado y fibroso, con aspecto fiero pero pinta de estárselo pasando bien. La mujer que lo acompaña camina hacia la parte más alejada de la península.

Tiene pinta de que he interrumpido una transacción entre una trabajadora sexual y un cliente insatisfecho, pero no estoy en disposición de preguntar. Debo seguir avanzando. El suelo está cubierto de basura, fragmentos de cemento, barras de hierro, latas de cerveza, envoltorios de comida, condones y papelinas vacías. El caos y el peligro nos han empujado a los márgenes de la sociedad, donde los subproductos de la vida moderna se muestran tal y como son. Toda una lección involuntaria que extraer de este taller.

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Al final de la península me encuentro con una chabola asombrosamente bien construida. Alguien ha edificado aquí un refugio a partir de acero corrugado, cuadros de bicicleta, cajas de cartón y carritos de supermercado cubiertos con lonas de nylon azul y coronados por una antena de televisión. Se oye el ruido de un generador de gasolina: tienen electricidad. En cuanto me acerco, dos chihuahuas salen a dar la alarma. Me agacho amigablemente para acariciarlos y la mujer del túnel de desagüe aparece acompañada por un hombre con actitud recelosa. Me explican cómo cruzar el pantano, les doy las gracias y reanudo la marcha.

Llego al Starbucks hacia el mediodía, con los pies doloridos, empapado en sudor y algo mareado de tanto merodear por los callejones tratando de mantenerme lejos de los cazadores. Voy de incógnito: bermudas azules, una camiseta de baloncesto sin mangas, gorra de béisbol puesta de lado y sandalias, prendas que compré en una de esas tiendas de ONGs la noche anterior, además de unas gafas de sol de cinco dólares que compré por algún motivo que no sabría explicar en una tienda de artículos de broma. Reeve nos ha enseñado a esconder algunos artículos de primera necesidad —ropa, ganzúas y un poco de agua— a lo largo de la ruta de escape. (Reeve también tiene sus escondrijos, de armas y de otro tipo de suministros, en su casa de St. George y en varios puntos de los alrededores. "Está bien disponer de un buen escondite. Los sintecho suelen tener varios"). Cuando salgo del pantano, me apresuro a buscar mi alijo almacenado la noche anterior detrás de unos arbustos altos cerca del puerto deportivo.

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Según explica Reeve en las clases, los cazadores tienen fotos de móvil de sus víctimas. Así que cuanto más cambiemos de aspecto, más oportunidades tendremos de evitar que nos atrapen. Reeve se explaya extensamente acerca de que llama los puntos de referencia de un entorno. "Es decir, el ruido, la actividad y la velocidad características de cada zona", explica. "Si consigues adaptarte a esos puntos de referencia, puedes hacerte invisible". Luego expone una serie de conceptos sobre tácticas de camuflaje, entre los cuales mi favorito es el disfraz de "hombre gris". Complexión normal, indumentaria convencional, comportamiento vulgar; el hombre gris es absolutamente ordinario y, por tanto, invisible. "Si eres capaz de verlo, entonces no es un hombre gris". (Cobb: "¿Os habéis dado cuenta de que no hablamos de una mujer gris? A todas las mujeres los hombres acaban mirándoles las tetas"). Reeve dice que tengo hechuras de hombre gris. Tienes un tipo de energía retraída, apocada. Lo dice como un cumplido (creo).

Me escondo detrás del container de un restaurante al otro lado de la calle de la cafetería en compañía del experto en efectos especiales y el tipo de la compañía aeroespacial. Debemos contactar con un "contacto" que nos proporcionará información esencial. Reeve nos ha dado una contraseña. Debemos decir "Hace frío, ¿eh?", a lo que el contacto responderá "No para ser invierno" (Por cierto, hace 32 grados de temperatura). Lo ridículo de la situación me pone de los nervios. Uno de los elementos clave del secuestro, al menos para mí, es el subidón de los niveles de estrés, la conciencia de enfrentarte al miedo y a dificultades de verdad. Para conseguirlo, debe uno suspender la incredulidad y dejarse llevar por la ficción. Al fin y al cabo, la realidad es que no me han secuestrado en un país extranjero ni me veo obligado a luchar por mi vida. Mantener esa ficción se convierte en todo un desafío cuando uno debe decirle sandeces a un extraño en la franquicia de una multinacional del café. Me recuerdo a mí mismo que debo dejar de actuar como un periodista y sumergirme en la historia.

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Caemos en la cuenta de que uno de los cazadores puede encontrarse en el local —saben adónde nos dirigimos— para atraparnos en cuanto entremos. Me ofrezco voluntario para ir primero. Así, si se confirma la amenaza, solo atraparán a uno de nosotros. (No esperes que nadie se convierta en héroe a menos que seas tú mismo).

"Esperad veinte minutos", les digo. "Si no vuelvo, es que me han cogido".

Lo único que sé sobre el contacto es que es un hombre y que lleva una gorra negra. Pero resulta que los trabajadores de este Starbucks llevan todos gorras negras, además de un par de los aspirantes a guionista que están pegados a sus portátiles bebiendo frapuccinos. Lo intento con uno de los camareros.

"Hace frío, ¿eh?", le digo. Pero no me contesta. Solo se me queda mirando. Lo intento otra vez, repitiendo exactamente la misma frase. Se me queda mirando sin variar el gesto. Percibo tal vez algo de tensión en los músculos del cuello. ¿Acaba de echar un vistazo disimuladamente a las cámaras de seguridad? No es él. Me retiro y veo un hombre joven, un poco barrigón y con los ojos saltones que me mira de reojo desde una de las mesas. Lleva una gorra de béisbol azul marino. El contacto se ha equivocado de gorra.

"Es para despistaros. Para ver cómo reaccionaríais", me dice. Reacciono cabreándome. Le pido que me deje beber de su vaso de agua con hielo, lo que parece que no le hace gracia. Me dice que debo completar una misión de "ingeniería social" en la cafetería. Reeve ya nos lo había comentado. Todo intento de huida incluye tratar de convencer a un tercero de que te ayude, a menudo en contra de su propio interés. Pero la prueba que ha pensado el contacto solo sirve para que arrancarme otra vez de la ficción. Debo convencer a alguien para que me dé el código del lavabo. Consigo que un camarero más simpático que el de antes me la da. Hago pis y vuelvo adonde el contacto.

Me pregunta si tengo información sobre los otros dos estudiantes, y yo decido realizar mi propio experimento de ingeniería social. Le digo que uno de ellos se ha hecho daño en el tobillo durante la huida y que nos espera en un "lugar seguro". ¿Podría dejarnos dinero para coger el autobús? Me dice que no, sin duda incómodo ante mi petición, pero parece preocupado.

"Llamaré a Kevin", me dice. "Él vendrá a buscarlo".

"No hace falta", le contesto, quizás en un tono más agresivo de lo necesario. "Era mentira. Solo quería comprobar si podía sacarte algo".

Me levanto y me voy.

El punto de extracción resulta ser una pizzería de manteles rojos en el paseo marítimo de Santa Monica. Llego casi de noche, lo mismo que el resto de mis compañeros, después de haber tenido que abrir candados, mendigar a extraños, adoptar identidades falsas, caminar durante muchos kilómetros y pronunciar contraseñas estúpidas. (Pregunta: "¿Cuál es el néctar de los dioses?" Respuesta: "Mountain Dew").

No nos han atrapado a ninguno, lo que me resulta un alivio a nivel personal y, al mismo tiempo, una leve decepción. Que hubieran pillado a alguien hubiera magnificado mi victoria. (Hubiera acabado siendo todo un héroe). Entre pizzas y cervezas, Reeve monta una reunión final junto a Cobb y los dos cazadores. Bryce, el interrogador joven de la furgoneta —el otro era Cobb— es un ex-marine con experiencia en la guerra de Irak. Me dice que en la furgoneta fui demasiado beligerante. "Se lo expliqué a Cobb, y él me dijo 'Es que es de Nueva York'". Rafael, que hacía el papel del otro cazador y también del contacto, acaba de montar una empresa de seguridad en Houston y ha venido hasta aquí para ayudar a Reeve y asistir a otro de sus talleres. Recreamos la escena en el Starbucks, y me asegura que se dio cuenta enseguida de que iba de farol. "Ha intentado manipularme", dice para que todos le oigan soltando una risita. "Pero no ha funcionado". (Por lo que a mí respecta, es una trola. El tipo me creyó).

La tensión de la jornada comienza a hacerse notar. Estoy agotado, física y mentalmente. Al mismo tiempo sigo nervioso y superalerta, escaneando cada habitación en busca de puntos de entrada y de salida. No es fácil desprenderse del estado mental de huida. Esa noche, en el hotel, me paseo por la habitación manipulando las esposas y practicando mi técnica con la ganzúa.

A la mañana siguiente, cojo un avión de vuelta a casa. Es 11 de septiembre y sigue siendo un mal día para moverse por un aeropuerto. En el equipaje llevo las esposas y el kit de ganzúas por lo que me pongo un poco nervioso en los puntos de control. Pero todo va como la seda. Por lo que parece, incluso en esta era de control total, sigue siendo legal viajar con artículos de retención de personas y artefactos de uso habitual entre ladrones. Me uno a la cola de gente que espera cansinamente su turno ante el escáner corporal. El personal de seguridad suelta aburrido la letanía de instrucciones sobre cinturones, calcetines y botellas de agua. Yo estoy tranquilo pero alerta, bajo el efecto de la adrenalina. Avanzo —lentamente, impasible— junto al tipo de seguridad del aeropuerto para recoger mis bolsas. He conseguido colar dos pequeñas ganzúas dentro de los calcetines. No se trata de que crea que alguien me vaya a esposar en pleno vuelo. Pero el futuro es impredecible. Si pasa cualquier cosa, no necesitaré la ayuda de nadie.