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Especial moda 2014

Es un secreto: el tiempo que pasé con Charles Sobhraj, el asesino del bikini

Un amigo me habló sobre un asesino en serie conocido como El Asesino del Bikini. Era guapo, carismático, ladrón de joyas ocasional y que se llamaba Charles Sobhraj y había operado en las afueras de Tailandia a principios de la década de 1970.

Una noche del verano de 1983, poco después de que viajara a Bangkok para trabajar en una película, un amigo me habló sobre un asesino en serie conocido como El Asesino del Bikini. Me dijo que era guapo, carismático, ladrón de joyas ocasional y que se llamaba Charles Sobhraj, que había operado en las afueras de Tailandia a principios de la década de 1970. Mi amigo había conocido a una pareja de Formentera, quienes se relevaban para pasar heroína del sur de Asia y que habían sido asesinados, en momentos diferentes. Eran dos de los muchos turistas occidentales cuyas vidas Sobhraj había segado en el llamado Sendero Hippie. Este camino se extendía desde Europa al sur de Asia, y era recorrido por occidentales marginados, que fumaban marihuana y establecían conexiones con los habitantes locales. Sobhraj desplumaba a estos sedientos viajeros de todo el dinero que tenían, pues desdeñaba su laxa moral.

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Algunos retrasos en la producción en Bangkok me dejaron tirado allí a mi suerte durante varias semanas. Era una ciudad que te desorientaba, olía mal y el tráfico era una locura; daba miedo con sus monjes mendigos, las bandas de adolescentes, motocicletas, templos, chulos asesinos, prostitutas espeluznantes, bares sórdidos, antros de strippers, vendedores callejeros, colonias de gente que vivía en la calle y una pobreza que te dejaba helado. Después de descubrir que se podía comprar fácilmente Captagon, una anfetamina bastante fuerte, me sentaba frente a mi máquina de escribir alquilada y me ponía a escribir poemas, entradas para mi diario, cuentos y cartas para mis amigos en rachas de 12 a 14 horas seguidas. La droga me ayudaba a escribir. Después de ese ritmo tan acelerado, para tranquilizarme me tomaba unos cuantos tragos de Mekhong, un whisky muy fuerte que supuestamente contenía un diez por ciento de formaldehido y se decían que causaba daño cerebral.

En fiestas y reuniones con expatriados franceses y británicos que habían vivido en Tailandia desde la ofensiva Tet, escuché más rumores sobre Sobhraj. Hablaba siete idiomas. Había escapado de la cárcel en cinco países. Se había hecho pasar por un académico israelí, un comerciante de telas libanés y mil personajes más mientras recorría el sur de Asia echándole el anzuelo a sus víctimas. La gente con la que hacía amistad mientras se tomaban unos tragos amanecía horas después en habitaciones de hotel o trenes en movimiento, sin sus pasaportes, dinero, cámaras y otras pertenencias.

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En Bangkok las cosas habían tomado un giro sombrío. Sobhraj se había convertido en el objeto de la pasión de una secretaria médica canadiense que había conocido en Rodas, Grecia; una mujer llamada Marie-Andrée Leclerc, que estaba de vacaciones con su prometido. Leclerc renunció a su trabajo, mandó a la mierda a su prometido y tomó un avión hasta Bangkok para estar con Sobhraj. En cuanto ella llegó, él le pidió que se presentara como su esposa o como su secretaria, según la ocasión lo requiriera. Tristemente para Leclerc, Sobhraj rara vez se la follaba, solo cuando el sentido común de la chica amenazaba con terminar sus fantasías románticas y floridas.

Viajaban de un lado a otro por todo el país, vendiendo droga a turistas y llevándoselos en un estado semicomatoso a un apartamento que Sobhraj alquilaba. Los convencía de que los médicos locales eran unos charlatanes peligrosos y de que su esposa, una enfermera, muy pronto les devolvería la salud. Algunas veces los mantenía enfermos durante semanas, mientras Leclerc les administraba una "medicina" hecha a base de laxantes, ipecacuana y metacualona, que los dejaba incontinentes, con náuseas, en letargo y confundidos, mientras Sobhraj se ocupaba de sus pasaportes y los usaba para cruzar fronteras, gastarse su dinero y quedarse con sus pertenencias.

En 1975 conoció a un muchacho indio llamado Ajay Chowdhury en un parque, quien se mudó con Sobhraj y Leclerc, y los dos hombres se dedicaron a asesinar a ciertos "invitados". Los "asesinatos del bikini" eran particularmente terribles, distintos a los crímenes previos que Sobhraj había cometido. Drogaban a las víctimas, las llevaban a zonas lejanas, las golpeaban con tablas, las rociaban con gasolina y las quemaban vivas, las apuñalaban varias veces antes de degollarlas o las semiestrangulaban para luego arrojarlas al mar, aún vivas.

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Sobhraj había matado a personas anteriormente, con sobredosis accidentales. Pero los asesinatos del bikini eran diferentes; eran cuidadosamente planeados y extrañamente burdos. Se llevaron a cabo durante un periodo muy breve, entre 1975 y 1976, como un ataque de ira que hubiera durado varios meses y después se hubiera detenido misteriosamente. Sobhraj y Chowdhury asesinaron a personas en Tailandia, India, Nepal y Malasia. No se sabe a cuántas: al menos a ocho, incluyendo dos homicidios por incineración en Katmandú y un ahogamiento en una piscina en Calcuta.

Sobhraj fue arrestado en 1976 en Nueva Delhi, después de haber drogado a un grupo de estudiantes de ingeniería franceses en un banquete en el hotel Vikram. Los engañó para que tomaran cápsulas "antidisentería", que varios se tomaron en el momento, enfermándose de gravedad veinte minutos después. El encargado del hotel, alarmado por tener a más de veinte personas vomitando en el comedor, llamó a la policía. Por suerte, el oficial que se presentó al hotel Vikram era el único en India que podía identificar verdaderamente a Sobhraj, por una cicatriz resultante de una apendicectomía realizada años antes en el hospital de una prisión.

En un juicio llevado a cabo en Nueva Delhi por una larga lista de crímenes, entre los que se incluía el asesinato, Sobhraj fue condenado solo por crímenes menores, lo suficiente para sacarlo de la circulación durante varios años.

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En Bangkok, sin poder dormir a causa de las drogas, comencé a pensar que Sobhraj no estaba realmente encarcelado en la India, como afirmaban los periódicos. Estaba muy paranoico y creía que como yo estaba pensando en él, él estaría pensando en mí. Soñaba con él en las pocas horas en las que dormía. Me imaginaba su figura ágil y letal vestida de negro, arrastrándose por los conductos del aire y la ventilación de mi edificio, como Irma Vep.

Charles Sobhraj y Marie-Andrée Leclerc en 1986. Photo de REX USA

En 1986, después de pasar diez años en la cárcel, Sobhraj se escapó de la Prisión Tihar de Nueva Delhi con la ayuda de otros internos y una banda que había montado con personas de fuera. Escapó después de drogar a todo un cuartel con un festín de regalo: fruta, galletas y un pastel de cumpleaños adulterados. India, que entonces no tenía tratado de extradición con Tailandia cuando Sobhraj fue arrestado en 1976, había aceptado crear una orden especial de extradición después de que hubiera cumplido su condena correspondiente en la India, una orden no renovable, válida durante veinte años.

Tailandia tenía pruebas de seis asesinatos en primer grado. Los asesinatos del bikini habían arruinado el turismo durante varias temporadas y Sobhraj había hecho parecer tontos a los miembros de la policía de Bangkok. Se pensaba que si era extraditado, lo matarían tan pronto bajara del avión.

Huyó de Delhi a Goa. Estuvo merodeando en Goa a bordo de una motocicleta rosa utilizando disfraces absurdos. Al cabo de un tiempo lo pillaron en un restaurante llamado O'Coqueiro, mientras usaba el teléfono. El propósito del escape era que lo volvieran a arrestar y pasara más tiempo en prisión por haber escapado; justo lo suficiente para que expirara la orden de extradición a Tailandia.

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Después de años de interesarme a temporadas en Sobhraj quise conocerlo. Así que en 1996 les propuse a Spin escribir un artículo sobre él. No es que quisiera escribir un artículo, y menos para una versión glorificada de Tiger Beat, pero estaban dispuestos a pagar, así que hice el viaje.

Primero contacté a Richard Neville, quien había pasado mucho tiempo con Sobhraj cuando estaba en pleno juicio en Nueva Delhi. Neville había escrito un libro, The Life and Crimes of Charles Sobhraj (La vida y los crímenes de Charles Sobhraj) y ahora vivía en una parte remota de Australia. Aún tenía pesadillas acerca de Sobhraj. "Deberías ir y satisfacer tu obscena curiosidad", me dijo, "y luego alejarte de esa persona lo más que puedas, y nunca, nunca más volver a tener trato con él".

Cuando llegué a Nueva Delhi, la condena de diez años de Sobhraj por haber escapado estaba a punto de expirar, junto con la orden de extradición. Me alojé en un hotel barato cuyo dueño era amigo de un amigo. Iba a menudo al Club de Prensa de la India en Connaught Place, un lugar frecuentado por periodistas de todo el país. El club se parecía mucho al vestíbulo de un albergue para vagabundos del Bowery de 1960. Un plato de cacahuates fritos con chile, el único plato comestible del menú, venía gratis al pedir una bebida. En las paredes había fotografías de periodistas a los que habían atropellado al salir del club muy borrachos.

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Mis nuevos colegas estaban llenos de anécdotas morbosas sobre Sobhraj; historias sobre su amistad con políticos encarcelados y empresarios que le habían ofrecido sumas extraordinarias de dinero por los derechos de su historia para hacer una película. Un corresponsal del Hindustan Times me aseguró que nunca lograría verlo. Sobhraj estaba en cuarentena de la prensa y todos los privilegios de los que alguna vez gozó en la cárcel de Tihar habían terminado una vez que entró la nueva encargada de la prisión.

La nueva encargada era Kiran Bedi, una leyenda del cumplimiento de la ley en India. Después de haber sido campeona de tenis se convirtió en la primera mujer policía en India. Era una conocida feminista y, paradójicamente, una seguidora ferviente del partido de derechas Bharatiya Janata. Increíblemente incorruptible en una fuerza policíaca tremendamente corrupta había recibido varios "mensajes de castigo" para desanimarla, pero ella se concentraba en cumplir con su trabajo con gran determinación —por ejemplo, giraba órdenes para que la grúa se llevara los coches mal estacionados de los ministros del país—, lo que la convirtió en una heroína nacional de la que sus jefes no podían deshacerse. Antes de la llegada de Bedi, Tihar era conocida como la peor cárcel de la India, que ya es decir algo. Bedi convirtió su castigo en un triunfo más de relaciones públicas al convertir Tihar en un ashram de rehabilitación, introduciendo un régimen inflexible de meditación por las mañanas, formación ocupacional y clases de yoga.

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Pasé una mañana sentado durante horas en el salón de la administración de la cárcel, cerca de una vitrina de armas confiscadas. Varios soldados apáticos pasaban bostezando y rascándose las pelotas. Un grupo de mujeres muy animadas llegó de pronto, algunas llevaban pantalones; otras, saris. Todas rodeaban a una pequeña figura que traía pantalones bombachos color blanco, con un corte de cabello muy masculino y una cara que parecía un puño cerrado. Era Bedi. Siguiendo el consejo de algunos amigos del club de periodistas, le dije que quería escribir un perfil suyo para una revista de Nueva York. Me bastó solo unos momentos para darme cuenta de lo grande que eran su ego y su astucia.

Me autorizaría pasar un tiempo en la prisión, me dijo. Pero si tenía planeado hablar con Sobhraj, ya me podía olvidar del asunto. Ella pondría en riesgo su trabajo si le permitiera a la prensa hablar con él. Fuera o no verdad, me quedó claro que ella pretendía ser la única celebridad en el recinto. Le pregunté cómo estaba Sobhraj.

"¡Charles ha cambiado!", me dijo en ese acento golpeado, como de pájaro del inglés de la India. "¡Gracias a la meditación! ¡Irá a trabajar con la Madre Teresa cuando sea puesto en libertad! ¡Nadie puede verlo ahora, está rehabilitado!" Cuando volvió a tomar aire me sugirió que me quedara en la India unos cuantos meses. Podría vivir muy cómodamente ahí, me dijo, si aceptaba escribir su autobiografía anónimamente. Me pareció muy extraño.

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Antes de que pudiera decir algo, me sacaron del lugar y me metieron en un automóvil que avanzaba a toda velocidad por la carretera que conectaba las cuatro cárceles separadas de Tihar, un enorme complejo con muchos espacios vacíos que parecía una pequeña ciudad. Llegamos a un puesto de control, donde fui llevado al final de una fila de dignatarios vestidos de civil. Abajo, dos mil prisioneros estaban sentados en flor de loto, varios de ellos adornados con marcas de polvo de colores. No tenía idea de qué estaba haciendo ahí, con mis tejanos rotos y mi camiseta de Marc Bolan. El discurso de Bedi fue una celebración de Holi, un festival religioso hindú que promueve el amor, el perdón y la risa. Y un polvo de colores para adornar.

Después de la ceremonia volvimos a la oficina. Bedi anunció que al día siguiente partiría a Europa a dar una conferencia y que estaría fuera durante varias semanas. Lo bueno para mí, su nuevo biógrafo, fue que obtuve acceso total al ashram de Tihar, pues ella escribió en un pedazo de papel un pase que me permitía entrar a las cuatro cárceles de Tihar. Estaba dentro. O algo así.

Cada mañana durante tres semanas me dirigí muy lentamente hacia la cárcel de Tihar a bordo de un taxi que intentaba abrirse paso a través de multitudes inamovibles y un tráfico confuso, esquivando elefantes y vacas hambrientas y lívidas. Todo brillaba bajo el calor apabullante. Pasábamos el Red Fort, el aire grasiento con el smog amarillo y el humo negro de los incendios de gasolina. Los mendigos se ponían en cuclillas en los pantanos detrás del camino, cagando con inocencia mientras miraban el tráfico.

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Mi pase era inspeccionado cada mañana —con el mismo escrutinio dudoso— en una barrera de seguridad cavernosa entre dos puertas inmensas de hierro. Cada día, el oficial de rango me asignaba un guardaespaldas para el día y yo trataba de favorecer a los guardias más jóvenes, que eran los más relajados y permisivos; me dejaban solo a menudo mientras se iban a fumar y a conversar con sus amigos.

Me mostraban todo lo que yo quería ver en Tihar: los jardines con cultivos, las clases de yoga, las clases de informática, los altares de Shiva y Vishnú cubiertos por narcisos e hibiscos, las celdas-dormitorios cubiertas de tapetes para rezar, círculos relajados de mujeres que conversaban mientras tejían, una panadería llena de hombres descalzos de todas las edades, con unos shorts que parecían pañales, echando harina con unas palas en hornos industriales. Conocí a nigerianos acusados de tráfico de drogas, cachemires acusados de lanzar bombas en ataques de terrorismo, australianos acusados de homicidio sin premeditación, gente acusada que había pasado largas temporadas en prisión, aún esperando fecha para su juicio. Los indios que esperan su juicio, a menudo cumplen con la condena máxima de lo que se les acusa antes de tener un juicio y si son absueltos, no tienen ninguna compensación por encarcelamiento bajo cargos falsos.

Vi todo menos a Sobhraj. Nadie podía decirme dónde estaba. Pero una tarde, después de tres semanas de visitas diarias tuve suerte. Me dio un dolor de muelas. Mi guardaespaldas me llevó al dentista de la prisión, en una pequeña casa de madera, fuera de la cual esperaban cerca de treinta hombres haciendo cola a que les pusieran las vacunas de la tifoidea.

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Mi guardaespaldas se distrajo hablando con una enfermera en la entrada mientras ella inyectaba a varios hombres con la misma aguja. Les pregunté a los hombres que estaban formados si alguno podía entregarle un mensaje a Sobhraj, y un nigeriano que llevaba un collar de cuentas brillantes tomó mi cuaderno y salió corriendo, volviendo después de mi cita con el dentista. Tenía la cara dormida por la novocaína cuando el hombre metió en uno de los bolsillos de mi kurti anaranjado una hoja de papel doblada.

Lo abrí horas después, cuando el joven guardia de la Prisión 3 me llevó de vuelta a mi hotel en su motocicleta. Sobhraj había escrito el nombre y número de teléfono de su abogado con instrucciones de que lo llamara esa misma noche. Una vez hecha la llamada me dijeron que me encontrara con el abogado al día siguiente a las nueve de la mañana en su oficina dentro del juzgado Tis Hazari.

El juzgado Tis Hazari era un lugar rarísimo, salido de la imaginación de William S. Burroughs. Una suerte de Leviatán en estuco color café con un océano de litigantes, mendigos, vendedores de agua y varias formas extrañas de la humanidad surgiendo afuera. Al fondo del edificio, un autobús volcado, completamente chamuscado, era el hogar de una familia de monos salvajes; estaban felices arrancando el relleno de los asientos, gritando, embistiendo y arrojándoles heces a los transeúntes. Una especie de barranco no muy profundo dividía las instalaciones del juzgado de una laberíntica explanada de bunkers de cemento achaparrados que servían de oficinas de los abogados.

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El abogado era un hombre que parecía no tener huesos, de edad indeterminada, de piel oscura y rasgos arios. Me dijo que dejara la cámara. Caminamos hacia el tribunal, pasamos a través de la multitud y subimos unas escaleras hasta una sala del mismo, cuadrada y en penumbras.

Reconocí a Sobhraj en una fila de demandantes, uno a uno acercándose al lugar de un juez Sikh repugnante que llevaba un refulgente turbante amarillo y que daba tragos, pensativo, a una Coca-Cola. El abogado nos presentó.

Sobhraj era más bajo de lo que esperaba. Llevaba una boina deportiva sobre un cabello entrecano. Una camisa blanca con rayas azules, pantalones azul marino y unas Nike. Se veía flaco, aunque era obvio que si engordaba, lo hacía de las nalgas. Usaba unos lentes sin montura que le hacían los ojos enormes y apagados, los ojos de algún mamífero marino fofo. Su rostro era como el de un actor de boulevard desmoronándose, que antes fuera famoso por su atractivo. Pasaba por toda una morfología de expresiones "amigables".

Trataba de no mirarlo a los ojos y me concentré en su boca. Detrás de sus labios carnosos tenía los dientes de abajo muy pequeños, con un vago parecido a las fauces de algún anfibio depredador. Me pareció que estaba leyendo demasiado en su boca y me focalicé en su nariz, que estaba mucho mejor formada.

Estaba esperando para declarar sobre algún litigio trivial de ésos que siempre estaba iniciando; sobre todo para salir de la cárcel durante un día y tener cierta presencia en los periódicos locales. "Tienes que esperar fuera", fueron sus primeras palabras. "El abogado te mostrará dónde". Me acompañó a un lugar debajo de una ventana alta y rectangular de la fachada del juzgado.

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Media hora después, el rostro de Sobhraj apareció en la ventana; estaba en una celda de detención con la luz apagada. Antes de que pudiera decirle algo comenzó a hacerme preguntas sobre mí: quién era, de dónde venía, en qué universidad había estudiado, qué tipo de libros escribía, dónde vivía, cuánto tiempo estaría en India, una verdadera catarata de preguntas para husmear sobre mi actitud política, mi religión (si tenía alguna), mi música favorita, mis prácticas sexuales. Mentí en todo.

"¿Dónde te hospedas en Nueva Delhi?", me preguntó, y yo respondí algo acerca del Hotel Oberoi. "¡Ajá!", exclamó Sobhraj. "El abogado que me dijo que lo llamaste desde un hotel en Channa Market".

"Es cierto, pero me estoy cambiando al Oberoi. Esta misma noche", dije enfáticamente. De pronto pensé en uno de los subalternos de Sobhraj, de los que siempre había varios fuera de prisión, que me visitaría de sorpresa y me propondría participar en cierto plan de apariencia inocente, que me permitiría entrar a la prisión sin necesidad de ningún pase.

Así de la nada me dijo: "Tal vez podrías trabajar conmigo escribiendo la historia de mi vida para hacer una película". De pronto se me hizo un nudo en la garganta del tamaño de un melocotón y le dije que solo estaría en India durante unas semanas. "Quiero decir después. Cuando salga. Podrías regresar".

Me sentí aliviado cuando un molesto periodista desgarbado comenzó a golpear la ventana y nos interrumpió, a pesar de que sobornaba cada quince minutos al guardia de Sobhraj para poder tener el privilegio de hablar con él.

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Poco después, Sobhraj salió de la celda, encadenado por las muñecas y los tobillos a un soldado que caminaba un poco detrás suyo. Tenía otros asuntos que atender en el juzgado. Se me permitió caminar a su lado o, mejor dicho, él me dijo que lo hiciera, sin que encontrara ninguna objeción por parte de sus guardias. Entramos en un círculo de hombres que tenían armas semiautomáticas apuntando hacia nosotros. Otros prisioneros que tenían asuntos en el juzgado simplemente caminaban al lado de un escolta desarmado, pero Sobhraj era especial; era un asesino en serie y una gran celebridad. La gente se abalanzaba rompiendo el cordón sanitario para obtener un autógrafo suyo.

Mientras caminábamos le pregunté: "Antes de que Kiran Bedi fuera la encargada de la prisión, la gente dice que tú estabas realmente al mando".

"¿Te dijo que estoy escribiendo un libro?", me preguntó de pronto, "un libro sobre ella".

"Algo me dijo, pero no recuerdo exactamente".

"Soy escritor. Igual que tú. En la cárcel no hay mucho qué hacer. Leer, escribir. Me gusta mucho Friedrich Nietzsche".

"Sí. El súper hombre. Zaratustra".

"Sí, exacto. Tengo la filosofía del súper hombre; es como yo: no le sirve la moral burguesa". Sobhraj se agachó, haciendo sonar sus cadenas, para doblarse el pantalón. "Te contaré cómo dirigía la prisión. ¿Conoces las pequeñas micro-grabadoras? Me las ponía aquí y debajo de las mangas. Hacía que los guardias hablaran de cómo aceptaban sobornos, de cómo metían prostitutas dentro de la cárcel".

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Me mostró unos papeles arrugados que traía en una cartera de plástico que llevaba en el bolsillo de la camisa.

"Estos son los papeles de un Mercedes que voy a traer ahí", me dijo señalando la puerta abierta de una oficina. "Lo tomarán en cuenta para mi fianza. Cuando salga de Tihar les tengo que dar dinero".

"¿Quieres decir cuando te permitan salir?"

"Sí, cuando me vaya a trabajar con la Madre Teresa", me dijo haciendo un gesto de asco.

"Quiero preguntarte algo, Charles", le dije con tanta firmeza como pude. Durante nuestra conversación (de la que esto es apenas lo esencial) noté que Sobhraj había hecho una especie de collage mental de todo. Le había contado cosas de mí mismo horas antes y estaba trayendo a cuento algunas partes de esa información con varias modificaciones, como revelaciones de mí mismo. Es una técnica común de los sociópatas.

"¿Tú también quieres un autógrafo?"

"No. Me gustaría saber por qué asesinaste a esas personas en Tailandia".

Lejos del terrible efecto que yo había esperado, Sobhraj sonrió como acordándose de un chiste y se puso a limpiar sus gafas.

"Nunca maté a nadie".

"¿Y qué hay de Stephanie Parry, Vitali Hakim y los muchachos de Nepal?" Un día de vacaciones de navidad, Sobhraj y Chowdhury, con Leclerc a la zaga, se habían tomado el tiempo para incinerar a dos mochileros en Katmandú.

"Estás hablando de drogadictos".

"¿Y no los mataste?"

"Probablemente habrían sido…", aquí buscó la palabra adecuada, "liquidados por alguna agrupación a causa de traficar con heroína".

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"¿Y tú eres esa agrupación?"

"Yo soy una sola persona. Una agrupación tiene varias".

"Pero le dijiste a Richard Neville que mataste a esas personas. No quiero ofenderte, pero quiero saber por qué lo hiciste".

"Te lo acabo de decir". Sentí que el tiempo se me iba de las manos. No me parecía prudente volver a ver a esta persona, y en cuanto concluyera su asunto del Mercedes, alguien me llevaría de regreso a Tihar.

"Bueno, puedo contarte algo sobre uno", dijo después de un silencio reflexivo. Se inclinó hacia mí para confiarme algo. Uno de los guardias tosió, recordándonos su presencia. "La chica de California. Estaba borracha y Ajay la trajo a Kanit House. Nosotros ya teníamos información sobre ella; sabíamos que consumía heroína". Entonces me contó cómo mató a Teresa Knowlton, una joven que definitivamente no tenía ninguna relación con la heroína y que quería convertirse en monja budista, más o menos de la misma manera en que se lo había contado a Richard Neville quince años antes. Su cuerpo fue el que descubrieron primero, con un bikini puesto, flotando en la playa de Pattaya. De ahí que lo nombraran el Asesino del Bikini.

Cuando terminó de contarme esa larga y horrible historia le dije: "No me interesa cómo la mataste. Lo que quiero saber es por qué lo hiciste. Aun si estabas trabajando para alguna agrupación criminal de Hong Kong debe haber alguna razón por la qué hiciste algo así y no otra persona".

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Un guardia nos dijo que Sobhraj ya podía entrar en la oficina. Se puso de pie haciendo un fuerte ruido con las cadenas. Dio algunos pasos al azar y luego me miró por encima del hombro.

"Es un secreto", me dijo con el rostro muy serio de pronto. Luego desapareció agitando los papeles del Mercedes, como un Yago hasta el final.

Yo pensaba que Sobhraj y Chowdhury debían tomar muchas drogas. A menudo pensaba que los asesinatos del bikini eran un ritual raro y homoerótico provocado por la psicosis que producen las anfetaminas. Quería decirle esto a la policía de Bombay, pero dado que yo mismo tomaba anfetaminas, tenía la paranoia de que si me acercaba a hablar, me harían una prueba de antidoping ahí mismo, en la oficina.

Me entrevisté con Madhukar Zende, un comisario de policía increíblemente fuerte, con aire gatuno, que me mostró un montón de declaraciones escritas a mano por los seguidores de Sobhraj, garrapateadas a lápiz o con pluma, confesando múltiples robos en Peshwar, Karachi y Cachemira, cometidos durante un periodo sorprendentemente breve. Zende había arrestado a Sobhraj dos veces: una en 1971, cuando Zende había cumplido 42 años de edad, después del robo de una joya en el hotel Ashoka de Nueva Delhi; y otra vez en 1986, después de que se escapara de la cárcel de Tahir.

Hablaba de Sobhraj con un irónico afecto, atusándose el bigote al estilo D'Artagnan mientras recordaba la década de 1970, cuando Sobhraj vivía en un apartamento en Malabar Hill y se había hecho popular en películas de Bollywood ofreciendo Pontiacs y Alfa Romeos robados a precios muy económicos. Para operaciones más peligrosas reclutaba asistentes en bares de segunda fila y hostales pulgosos en la avenida Ormiston, donde cometía su conocida práctica de drogar y robar a los turistas en el Taj o en el Oberoi cerca de India Gate para no perder la práctica.

"Le interesaban las mujeres y el dinero", dijo Zende suspirando. "Dejaba una estela de corazones rotos por dondequiera que pasaba". En 1971, Sobhraj estaba esperando una llamada de larga distancia en el restaurante O'Coqueiro en Goa cuando Zende, disfrazado de turista, lo atrapó.

Me senté cerca del lugar donde Sobhraj había sido arrestado, mirando unos lagartos fluorescentes diminutos que recorrían las verdes paredes del O'Coqueiro de arriba abajo. Era temporada baja en Goa. Los camareros estaban de pie sin nada que hacer en el comedor, como gigolós en una pista de baile vacía.

En la sombría terraza, Gines Viegas, el dueño del lugar, me ofreció ron y Coca-Colas mientras me contaba historias de sus años como agente de viajes en África y Sudamérica. Era una persona algo irritable, pero de vez en cuando añadía algunos detalles nuevos sobre las semanas en que Sobhraj aparecía en el lugar cada noche para utilizar el teléfono en el restaurante.

"Llamaba a su madre a Francia", me dijo Viegas. "Cada vez tenía una pinta diferente; usaba pelucas, se maquillaba toda la cara. Hacía que la nariz se le viera más grande con masilla. Cuando Zende vino aquí con su famosa vigilancia llevaba bermudas y camiseta de turista. De inmediato supe que era un policía".

Madhukar Zende ya está muerto. También Gines Viegas. Charles Sobhraj está vivo.

Los nuevos dueños del O'Coqueiro han puesto una estatua de Sobhraj en la mesa donde cenó la noche que lo detuvieron. En cuanto a Kiran Bedi, perdió su trabajo: víctima de un orgullo desmedido y, sin que sea sorpresa, del propio Sobhraj. Creyó tanto en su rehabilitación que le permitió a un grupo de documentalistas franceses que entraran en Tihar a filmarlo, dándoles a sus superiores una excusa para despedirla.

Al contrario de lo que dijo Zende, yo no creía que Sobhraj hubiera estado nunca interesado ni en las mujeres ni en el dinero. A pesar de toda la parafernalia que siempre le acompañaba para impresionar a la gente, su pasión era la acumulación. Nunca sacó más de unos cientos de dóalres de los mochileros que tuvo en Kanit House y que finalmente acabaron muertos. Si alguna vez consiguió una buena cantidad de dinero, inmediatamente voló a Corfú o a Hong Kong para fundírsela en un casino. Las mujeres de su vida nunca fueron más que atrezzo para sus planes criminales o para darse importancia. Si alguna vez Charles fue un semental, nadie lo dijo nunca. Y lo habrían dicho.

No sé por qué ocurrieron los asesinatos del bikini, pero en esa parte del mundo, este tipo de crímenes solían ser llamados "enajenamientos", una "locura provocada", observados por antropólogos por primera vez en Malasia a finales del siglo XIX. Cada vez ocurren con más frecuencia en Estados Unidos. Eric Harris y Dylan Klebold arrasaron con todo en Columbine. Adam Lanza arrasó con todo en Newtown, Connecticut. El evento que provocó lo ocurrido en Bangkok (y estoy seguro de esto) fue Ajay Chowdhury. Los asesinatos conformaron un breve capítulo en la estupenda y variada vida criminal de Sobhraj: una explosión prolongada de "matar en exceso" por un artista prisionero, sofisticado e incontrolable, que se enorgullecía de su autocontrol. Los asesinatos comenzaron cuando Chowdhury entró en escena y se detuvieron cuando desapareció.

Para tristeza de la gente que intentó impedirlo, Sobhraj salió de la prisión un año después de que lo entrevisteara. Como ciudadano francés con antecedentes penales fue expulsado de inmediato de India. Se estableció en París, donde supuestamente le pagaron cinco millones de dólares por los derechos de la historia de su vida y comenzó a dar entrevistas por seis mil dólares, en su café favorito de los Campos Elíseos.

Pero la historia no acabó aquí. En 2003 apareció en Nepal, el único país en el mundo en donde todavía era un hombre buscado. (Tailandia tiene un plazo de prescripción para todos los crímenes, incluyendo el asesinato). Él creía (o eso se dice) que las pruebas en su contra ya se habían derrumbado desde hacía mucho. Yo no estoy tan seguro de que lo creyera. Anduvo paseando en una moto por Katmandú como antes lo hiciera en Goa, levantando sospechas. En Nepal habían guardado cuidadosamente antiguos recibos del alquiler de un coche, así como muestras de sangre encontradas en el maletero y procedieron a arrestarlo, muy adecuadamente, en un casino.

Mientras escribía este artículo vi un video en YouTube en el que Sobhraj aparecía perdiendo su apelación final a una condena por asesinato en Katmandú. Ha pasado tanto tiempo desde los asesinatos del bikini que la manera en que él va a terminar ya no representa la tendencia de ciertos individuos a repetir sus patologías hasta llegar al punto de la autoinmolación. Lo que ilustra es la futilidad de todo a la luz del proceso de envejecimiento. Sobhraj ha envejecido; si no está cansado de sí mismo, seguramente se habrá vuelto estúpido. Si te centraras en su historia durante tanto tiempo como yo lo he hecho, un infinito camino de engaños y caos que sólo conduce al mismo punto de partida, una celda en una prisión, el dinero robado y perdido casi al instante en un casino, el perpetuo cambio sin sentido por distintos países y continentes, verías que Sobhraj siempre ha sido ridículo. La primera impresión que tuve con él cara a cara fue la de una ridiculez agresiva e implacable.

Sus víctimas fueron personas que entonces tenían mi edad; sin duda también recorrían el mundo en la misma neblina mental que yo cargaba cuando tenía unos veinte años. Sin duda la historia me atrajo desde hace mucho porque me pregunté si, en el lugar de ellos, yo también habría podido ser sentenciado a muerte por Sobhraj. En las fotografías de entonces él parecía alguien con quien yo me hubiera acostado en los 70. De hecho, igual que a muchas personas distintas con las que me acosté en los 70. No había manera de resolver esta cuestión conociéndolo. Ya no parecía alguien con quien yo me acostaría y yo ya sabía lo que había hecho. Un criminal como Sobhraj sería imposible ahora. La Interpol está informatizada; una persona no se puede subir y bajar de los aviones y cruzar fronteras solo con un poco de labia, sonrisas sexies y un montón de pasaportes mal falsificados; cada joyería del mundo tiene cámaras de vigilancia y pronto cada calle del mundo también las tendrán.

Pero tal vez lo entendí mal desde el principio. Durante años me imaginé a Sobhraj atrayendo a drogadictos incrédulos y no muy listos hacia su red mortal a través de un encanto sexy y de una mayor astucia que la de ellos. Pero, ¿qué pasaría si la gente que mató no le creía en absoluto, al igual que yo, sin importar lo atractivo fuera en ese entonces y sin saber nada acerca de él? ¿Qué pasaría si en lugar de una imagen de perfección vieran a alguien asiático, a un perdedor ridículo y de mala pinta, como un chulo vestido de traje, fingiendo ser un cliente más en un bar de strip tease, haciéndose pasar por francés, holandés o algo europeo, "como ellos"? ¿Qué pasaría si lo consideraban patético y divertido, pero también posiblemente útil? La mayoría no habían sido atraídos por su sensualidad ni por su pico de oro, sino por la idea de conseguir joyas caras a precios muy baratos. Es muy posible que sus víctimas creyeran que lo estaban estafando y lo veían tan ridículo como yo lo veía. Y tal vez creían, llenos de condescendencia, que una persona ridícula siempre es inofensiva.