FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

El otro 11-S

Mucho antes de que nacieras, un bombardero impactó en el Empire State.

9:30 de la mañana del 28 de julio de 1945

Betty Lou, una ascensorista de tan sólo veinte años, había acudido como cada mañana a su puesto de trabajo en el Empire State. Sin embargo, aquel día era especial; tras regresar su marido de la guerra, pensaba comunicar su cese para poder pasar más tiempo junto a él. Entró tranquilamente en la famosa mole de hormigón y tomó el ascensor número seis. Lentamente, el aparato comenzó la ascensión hasta el piso 75, tras lo cual las puertas se abrieron. Lou solamente pudo caminar varios pasos porque, de pronto, una increíble explosión la lanzó contra la pared. Cuando abrió los ojos, el aspecto de la oficina había cambiado. Había fuego, heridos y numerosos gritos. Se había desatado un auténtico infierno: los grandes ventanales se habían esfumado y un bombardero B-25 estaba empotrado a varios metros de ella.

Publicidad

8:45 de la mañana del 28 de julio de 1945

El teniente coronel William Franklin Smith, un piloto con una gran experiencia que incluso había sobrevolado Europa durante la guerra, pilotaba un bombardero B-25 Mitchell. Poco antes, el aparato había despegado del aeropuerto militar de Bedford, Massachusetts, y su destino era aterrizar en Newark, Nueva Jersey. No estaba solo. Durante aquel trayecto rutinario lo acompañaban el sargento Christopehr Domitrovich y el mecánico Albert Perna. Era un día gris y desapacible, así que se puso en contacto con las autoridades aéreas del aeropuerto de La Guardia, que le advirtieron de la escasa visibilidad en la zona de Nueva York; una espesa niebla, situada a muy baja altura, cubría el cielo. La torre de control le confirmó que era posible volar, siempre y cuando lo hiciese a más de mil quinientos pies. Junto a estas precauciones, le recomendaron aterrizar en este aeropuerto y, posteriormente, cuando el tiempo lo permitiese, llegar hasta Newark. Sin embargo, Smith, confiando en su pericia, decidió volar según las Reglas del Vuelo Visual (VFR, en sus siglas en inglés), en las que el piloto dirige su aeronave manteniendo en todo momento contacto visual con el terreno y respetando la separación de seguridad con cualquier obstáculo que vea.

Nueva York parecía haber sido borrada del mapa. De pronto, las torres de Manhattan se le echaron encima y estuvo a punto de chocar contra el edificio Chrysler, que logró sortear en el último momento. Asustados, Smith intentó enderezar el aparato y salir de la zona, pero ya era tarde. Instantes después, los neoyorkinos presenciaron algo sobrecogedor: un avión de guerra sobrevolaba sus cabezas a menos de ciento cincuenta metros a gran velocidad (más de trescientos kilómetros por hora), atravesando las avenidas hasta casi rozar el edificio Rockefeller.

Publicidad

Son las 9:40 de la mañana, y justo entre la Quinta Avenida y la calle treinta y cuatro un fuerte estruendo retumba en pleno centro comercial y financiero. Al levantar la cabeza, lo siguiente que vieron los neoyorkinos fue el terrible aspecto que presentaba el lado norte del Empire State; en los pisos más altos, entre los pisos 78 y 80, columnas de humo y lenguas de fuego salían con fuerza. El coloso estaba en llamas y había sido atacado por un artefacto de quince toneladas, un aparato armado que casi ha logrado atravesar el edificio. Toda la ciudad contiene la respiración.

El enigma del B-25

Nunca se supo con certeza porqué Smith condujo aquel avión contra el Empire State. Es posible que se hubiera desorientado al confundir y tomar como referencia el río Hudson, que confundió con el East River, y de este modo iniciase el descenso a tierra, pero toda la experiencia de aquel piloto, que contaba con un amplio historial de condecoraciones, entre las que se contaba la cruz del Vuelo Distinguido, la cruz de Guerra de Francia o la Medalla Aérea, entre otras, no fue suficiente para evitar la colisión. Lo cierto es que, desobedeciendo las recomendaciones del personal de La Guardia, decidió seguir adelante y llegar hasta Newark.

Tras el brutal impacto, los primeros instantes fueron de un terror pavoroso entre los espectadores y las mismas autoridades que logró resucitar el fantasma del terrorismo: América estaba siendo atacada por los temidos kamikazes japoneses, que tras atravesar las líneas de defensa sin ser detectados (volaban bajo, sorteando los radares) habrían logrado penetrar en el mismo corazón del país, golpeando en su centro financiero. Porque el "ataque" contra el Empire State sería el siguiente y casi evidente episodio tras el desastre de Pearl Harbour en diciembre de 1941, cuando el almirante Isoroku Yamamoto, al frente del temible Cuerpo Especial de Ataque (la célebre unidad formada por pilotos suicidas), desató entre los americanos la "psicosis de kamikazes"; cada alarma aérea lograba resucitar la imagen de los pilotos nipones proyectándose contra objetivos en tierra. Yamamoto visitando Nueva York.

Publicidad

Aquella hipótesis, que se descartó cuando se comprobó que se trataba de un avión americano, contaba además con una sincronicidad macabra, una casualidad nefasta. Domitrovich, que acompañaba a Smith, acudía al funeral de su hermano, fallecido en Okinawa durante el ataque contra el destructor USS Luce por parte de kamikazes japoneses. Ahora volaba para acompañar a sus padres, pero el destino hizo que inicialmente su aparato fuese confundido con uno de aquellos suicidas.

El agujero del choque fue enorme; medía unos cinco metros de altura por seis de anchura y, en su interior, el paisaje era de auténtico caos y destrucción. La suerte hizo que aquel día, sábado, tan solo estuvieran en el edificio unas mil quinientas personas. Si el choque se hubiese producido dos días más tarde, la cifra podía ser infinitamente mayor (unas quince mil personas, aproximadamente). La colisión provocó la inmediata muerte de sus tres tripulantes. Varias de las personas que estaban en los pisos afectados también sufrieron sus consecuencias; ocho empleados de la Conferencia Nacional de Asistencia Social Católica, que tenía su sede en el piso 79, fallecieron al instante (un desesperado empleado decidió arrojarse al vacío y su cuerpo apareció en una de las cornisas del edificio, varias plantas más abajo). Uno más ingresó en el hospital, pero murió poco después debido a la gravedad de las quemaduras.

Que la música no pare

Al impactar, el avión saltó en pedazos. Su motor, lanzado a toda velocidad, cayó por el hueco de uno de los ascensores y llegó hasta el sótano, produciendo un gran incendio en varias plantas. El otro motor y algunas partes del tren de aterrizaje, hicieron un vuelo corto por Manhattan. Una bola de fuego surcó el cielo y se estrelló contra el edificio Waldorf, justo en el piso de un escultor, que se salvó, pero cuyas obras fueron arrasadas. Repartidos en un radio de tres o cuatro manzanas, fueron encontrados algunos restos más del fuselaje. Lou, la joven ascensorista, tras sufrir la explosión fue socorrida por dos mujeres que la acompañaron hasta uno de los ascensores, intentando que, una vez alcanzase el vestíbulo, abandonase el edificio. Sin embargo, justo al cerrarse las puertas, el primer motor, que bajaba en caída libre, se llevó por delante su ascensor. La sorpresa fue mayúscula cuando, tras forzar las puertas, encontraron el cuerpo de Lou en el vestíbulo. Agonizante, Lou estaba viva, aunque con fuertes lesiones en la columna vertebral y piernas, pasando a ser la persona que ha sobrevivido a una caída libre desde esa altura en el interior de un ascensor.

Frank Adams, un periodista que al día siguiente firmó una crónica para el New York Times, aseguró que el hilo musical de los ascensores, entonces encargado a Muzak, la famosa y pionera empresa de música enlatada, siguió funcionando a pesar de la explosión. Su fundador había sido George Owen Squier, un general e inventor que había sido el primero en matar a otro por medio de un arma dirigida por control remoto, cuyo genio hizo que lo definiesen como un "audio arquitecto". Muzak dominaba el Empire State, asegurando que la música creaba un efecto tranquilizador al ir ganando altura y producía unos beneficiosos efectos sobre aquellos que, ante cualquier incidencia, quedasen atrapados en los distintos ascensores del edificio. Cuesta imaginarse la escena y el sonido de una pieza de música clásica en medio de las sucesivas detonaciones y los efectos de la brutal explosión.

El edificio generaba un efecto magnético. Su imponente presencia era como alcanzar a Dios. La sombra del suicidio estuvo asociada al Empire State desde su misma finalización en 1931. En 1947, tras varios intentos de suicidio (cinco personas se lanzaron al vacío en un extraño síndrome que duró tres semanas), se instaló una valla alrededor de la terraza del observatorio, aunque no pudo frenar sucesivas tentativas en los años siguientes. En plena Guerra Fría, el sistema diseñado por Muzak podía hacer frente a un ataque con bombas y se instaló pensando en la temida guerra nuclear. Tras realizarse las pruebas, se confirmó su fortaleza y los técnicos de la compañía aseguraron que soportaría cualquier contingencia, tal y como así fue.