Fotografías de Paulina Munive.
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Cultură

Don Panchito, el huesero oficial de Xochimilco

Lo mismo ha atendido a la Selección Mexicana de Futbol en un Mundial, que a los miles de fracturados, diabéticos y hasta desahuciados que llegan a su consultorio en Xochimilco.

Artículo publicado por VICE México.

Francisco Flores es el huesero más famoso del pueblo de Xochimilco, al sur de la Ciudad de México. No hay vecino de la zona que no sepa que él, don Panchito, es el responsable de que muchos adoloridos, descompensados y hasta desahuciados se hayan ‘curado’. Según cuentan quienes lo conocen, aún no existe dolencia que se resista al poder de sus manos.

El hombre tiene 66 años, un abdomen abultado imposible de ignorar y es más conocido que el mismísimo delegado, de acuerdo con los taxistas que llevan a cualquiera hasta su guarida. El lugar se encuentra hasta el final de una subida empedrada digna de respeto, a casi una hora y media en auto del centro de la ciudad.

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Hasta allá llegan sólo los necesitados, los achacosos reincidentes, los que confían ciegamente en los ‘milagros’ de los que él es capaz.

Don Panchito es un hombre de casa, pero su fama ha llegado tan lejos, que una vez lo contrataron para que fuera el sobador oficial de la Selección Mexicana de futbol en el mundial de Corea-Japón, en 2002. Sus servicios también han sido requeridos por grupos de chinos millonarios, que se lo han llevado hasta Shanghái para que les cure sus males.

Él siempre tiene más historias sorprendentes por contar.

El cuarto de los remedios

Dentro de la recámara donde atiende gente cuatro días a la semana, el hombre nacido en Guanajuato revisa una placa radiográfica con los ojos entrecerrados. Es la pelvis de un chico que ha llegado cojeando por un dolor en las rodillas. Después de unos minutos de valorar el caso, le informa el veredicto: es la ciática.

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Luego le ordena al muchacho acostarse sobre la cama “para componer jorobados”, como la llama él en broma. Una vez boca abajo, le alza un poco la playera, toma con los dedos un poco de bálsamo hecho con veneno de abejas y comienza a embadurnarle la espalda.

“Es para que mis manos se le resbalen mejor sobre la piel y no lo lastimen; para que truene como Dios manda, pues”, dice, mientras su sometido ocasionalmente gime de dolor. “Además, se vale llorar. Siempre se los digo. A final de cuentas yo siempre los dejo bien arregladitos, como si tuvieran 15 años.”

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El huesero, o quiropráctico, como él se hace llamar en su tarjeta de presentación, lanza órdenes y groserías como si le pagaran por ello. Cubrir los 250 pesos que cuestan sus servicios lleva aparejada la obligación de escuchar, en menos de los diez minutos que dura la sesión, uno que otro albur, un montón de instrucciones y quizá hasta un regaño.

Una vez que ha llenado de ungüento al chico, anuncia un veloz “ahí te voy”, y en un santiamén presiona fuerte por aquí, entierra el codo por acá y hunde los dedos un poco más allá. Sus movimientos son bruscos y se suceden siempre de una cascada de chasquidos de huesos. El cliente puja, chilla, se retuerce, muchas veces llora. Don Panchito sólo se ríe y acaba con un “ya te chingué, ‘mano. Y quedaste como nuevo.”

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Y así, con cerca de 50 personas más al día, los martes y los miércoles, religiosamente de 7 de la mañana, a 3 de la tarde. Los sábados y domingos, en cambio, son más pesados: el promedio de consultas esos días es de 80 o hasta 120 clientes por jornada, en el mismo horario y con la única interrupción de la hora de desayuno que el hombre se permite todos los días, cada que dan las 10 de la mañana.

Por eso no es difícil de imaginar que sobre esa diminuta cama hayan pasado ya cientos de miles de dolencias. Unas más aparatosas que otras.

Si de algo tiene fama don Panchito, es de ser cumplidor. Y eso incluye haber tratado y curado hernias, diabetes, caderas desviadas, nervios aplastados, caídas no reparadas, vías urinarias casi irreparables, envidias somatizadas. Todo, explica, “sólo con sus manos y con bastante colmillo”.

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Verlo en acción dentro de una pequeña estancia de cinco por cinco metros —en donde cuatro niños dioses y varios santos sobre una mesa escalonada siguen de cerca sus movimientos— es un lujo que no pueden darse quienes no soportan escuchar tronidos provenientes de un cuerpo humano; quienes no están dispuestos a que por momentos su consulta quiropráctica se torne en una sesión de terapia psicológica; ni quienes no conciben la vida existe más allá de la medicina que se enseña en las universidades.


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La estrella más grande del barrio

Además de las consultas, Don Panchito obtiene ganancias de los productos naturistas que a veces le sugiere adquirir a sus clientes, así como la venta de antojitos tradicionales que ofrece a quienes llegan desde las 3 de la madrugada a conseguir una ficha para que los atienda.

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Pero no siempre fue así de exitoso. En realidad, su auge de ahora es como el sueño que siempre tuvo desde que empezó a ser consciente del mundo en su pueblo natal, Loma de San Antonio, perteneciente a la ciudad de Salamanca.

Según cuenta, él tiene un don especial para curar a la gente, y le viene desde la cuna. “Desde que era niño, mi familia y yo nos dimos cuenta que tenía la capacidad de sanar a alguien, con sólo tocarlo. Y en cuanto cumplí 11 años empecé a ponerlo en práctica más seriamente”, asegura.

El hombre recuerda que su infancia fue de muchas limitaciones económicas. Eso lo llevó a trabajar desde que era muy pequeño. Fue campesino, albañil, mandadero, y al mismo tiempo sobaba enfermos en sus tiempos libres. Hacer sentir alivio a la gente, dice, lo hacía muy feliz.

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Luego una mujer, que era asidua a sus curaciones, le confesó que sus manos eran maravillosas, pero muy ásperas por los trabajos rudos a los que las sometía todos los días. Le sugirió que sólo se dedicara a ser huesero; que ese era su destino, que el campo, el cemento y los mandados estaban de más. Y le hizo caso.

Un día simplemente llenó una maleta, se despidió de su familia y salió de Guanajuato para probar suerte en la capital. Vivió en Chapingo, en Texcoco, en San Nicolás Totolapan y, finalmente, en Xochimilco, donde se asentó hace más de 30 años.


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Al principio, siguió aceptando los oficios que se le ponían enfrente, pero con el tiempo se convenció de que la sobada era lo suyo y abrió su primer consultorio, a una media hora en auto de donde está el actual.

Desde entonces, su fama ha crecido día con día. La leyenda de que sus manos han curado la diabetes, y han puesto a caminar a personas que llegan postrados en sillas de comedor o mecedoras le ha dado la vuelta a toda la ciudad, algunos estados de la República y hasta puntos remotos en otros continentes. Don Panchito es la estrella más grande del barrio.

“Soy tan feliz, que por eso no me enfermo”

Si se le pregunta, el hombre afirma que lo que más le gusta de su trabajo es lograr que la gente truene. “Me pone contento ayudarlos a sentir alivio. Pero me da mucha más satisfacción escuchar cómo sus huesos se alinean, cómo en un dos por tres los dejo como nuevos”, dice.

No obstante, también tiene vida fuera de ese cubo que ha visto desfilar tantas dolencias. Don Panchito es padre de seis hijos, esposo de una mujer que él considera guapísima, dueño de un ranchito en el que los fines de semana organiza carnes asadas y donde tiene un huerto de frutas, y amante hasta el tuétano de las peleas de gallos.

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“Creo que soy tan feliz haciendo lo que hago, que por eso no me enfermo. Claro que eventualmente sucede, pero hasta para eso tengo solución: yo solito me arreglo. Y si de plano no funciona, para eso está el tequila”, dice sonriente, al tiempo que su paciente en curso se prepara para la próxima embestida de sus manos poderosas.

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