Residentes y colaboradores de Radio La Colifata en acción en El Borda
Residentes y colaboradores de Radio La Colifata en acción en El Borda, un hospital psiquiátrico de Buenos Aires, Argentina.

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Salud

Terapia radiofónica

Cómo los pacientes de un hospital psiquiátrico de Buenos Aires encontraron una vía de escape creando un programa de radio.

Este artículo aparece en "El número del agotamiento y el escapismo " de nuestra revista. Subscríbete aquí.

En 1991, Alfredo Olivera (por aquel entonces un estudiante de psicología de 24 años de edad) pasó el fin de semana trabajando como voluntario en el Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial José Tiburcio Borda, un hospital psiquiátrico situado en Buenos Aires, Argentina, más conocido como El Borda. Durante sus visitas, Olivera quedó impresionado por el modo en que los pacientes que vivían allí no solo sufrían psicológicamente, sino que también, en la mayoría de los casos, habían perdido todo contacto con el mundo exterior. Cuando le mencionó esto a un amigo que casualmente presentaba un programa de radio, el amigo le ofreció que acudiera a su programa para contar sus experiencias con unas personas a las que él llamaba “los lunáticos”. Olivera hizo una contraoferta: ¿por qué no dejaba que fueran los internos los que hablaran?

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Aquella misma semana, Olivera fue al hospital con una pequeña grabadora. La colocó sobre la mesa y pidió al grupo de residentes exclusivamente compuesto por hombres que hablaran sobre su locura. “¿Mi locura?”, dijo el primero. “¿Por qué no hablamos de mujeres? ¡Ese tema es muchísimo más interesante!”.

“Una casa sin una mujer es como un barco sin capitán”, dijo otro.

“Dios se cebó con el hombre y le arrancó una costilla”, apostilló un tercero. Y otro interno se rió y dijo, “¡Devuélvele su costilla!”.

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Fernando Aquino, un antiguo paciente del hospital, es uno de los presentadores.

La conversación se emitió en el programa de radio del amigo. Cuando Olivera regresó al hospital una semana después, trajo un nuevo tema de debate para la radio, además de mensajes, comentarios y preguntas de los oyentes que les habían escuchado desde sus hogares y sus oficinas con una mezcla de miedo y curiosidad.

Aquel fue el comienzo de lo que más tarde se convertiría en Radio La Colifata, el primer programa de radio del mundo en emitir desde el interior de un hospital psiquiátrico. El proyecto revolucionó la forma en que los profesionales y el público en general pensaban acerca de su relación y su conexión con los hospitales mentales, y acabó por inspirar proyectos similares en Alemania, Suecia, España, Francia, Italia, México, Uruguay, Chile y otros países.

El Borda es un edificio enorme situado en una zona inhóspita de la parte sur de Buenos Aires, que abarca casi 50 acres. Fundado en 1863, comenzó como centro de investigación para neurobiología, psicopatología y psiquiatría. Actualmente alberga unos 500 internos, todos hombres, y proporciona atención ambulatoria a aproximadamente 5.000 pacientes al mes, aunque cuando se camina por sus pasillos podría llegar a pensarse que el lugar está abandonado. En el interior, en un pequeño, patio, La Colifata graba.

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Cada domingo a las 13:30, dos psicólogos y dos estudiantes de periodismo colocan las sillas y preparan el equipo de grabación: la consola y los micrófonos. Esperan la llegada de los residentes, unos 40 pacientes del hospital que participarán en la emisión. Los vecinos que escuchan el programa también acuden, junto con estudiantes de psicología y enfermería y sus profesores.

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Un paciente de El Borda viendo la televisión.

“Cuando está en antena, el paciente es capaz de tomar la palabra y los terapeutas se le unen, creando una clínica improvisada”, me dijo Olivera. “Trabajamos en el campo de lo subjetivo, pero al mismo tiempo se crea un espacio de socialización. Este proyecto crea un ‘bucle’ que invita a los oyentes de fuera de la institución hospitalaria a reflexionar y a plantear preguntas”.

Olivera, que ahora está trabajando en el desarrollo de un proyecto radiofónico con los internos de una institución psiquiátrica en Francia, afirma que empezó a ver el efecto terapéutico de La Colifata cuando la interacción entre los oyentes y los pacientes no solo provocó una reducción de los prejuicios y el estigma en torno a la salud mental, sino que también —gracias a la reacción del público— muchos de los pacientes empezaron a mejorar su estado clínico.

El programa inicialmente se titulaba La columna de los internos del Borda y se emitía semanalmente en la radio pública argentina. Un día un paciente preguntó, “Si fuera nuestro programa de radio, ¿cómo lo llamaríamos?”. Empezaron a barajar nombres pero no consiguieron llegar a un acuerdo. Olivera, que por entonces era el productor del programa, propuso que uno de los pacientes hiciera una encuesta informal por los pasillos del hospital y preguntara a pacientes, médicos, enfermeras y visitantes cuál debería ser el nombre del programa.

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Después de recopilar un montón de nombres, había demasiadas opciones para elegir solo una. “¿Qué os parece si lo deciden los oyentes?”, sugirió un participante. Se llegó al acuerdo de que los oyentes votarían para elegir el nombre. Las 40 sugerencias se enumeraron en antena: Radio Capitán Piluso, Radio Spika, Radio del Plata, Westinghouse y muchos más. Entre todos los nombres, el ganador fue el único que hacía referencia a la locura. En un argot popularizado por la clase obrera argentina durante la segunda mitad del siglo XIX, colifato era una manera tierna de llamar a las personas que padecían una enfermedad mental.

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El Borda da servicio a unos 500 pacientes internados y proporciona asistencia a unos 5000 pacientes cada mes.

“¿Qué hacemos? ¿Lo aceptamos sin más?”, debatieron entre ellos. Los oyentes, personas convencionalmente “cuerdas”, votaron que el programa de radio creado por internos de un hospital mental que trataban de de erradicar el estigma de la palabra “locura” debía llamarse de algún modo que la fortaleciera y la reforzara. Finalmente se tomó una decisión: tomar posesión del nombre que había llegado desde fuera de las paredes del hospital psiquiátrico se consideró como una oportunidad para reflexionar sobre, deconstruir y finalmente romper con el estigma asociado.

Cuando Fernando Aquina, de 25 años de edad, fue ingresado en El Borda en 1996, pensó que nunca le dejarían salir. Estaba aterrorizado. Ni los médicos ni las enfermeras le explicaban por qué estaba hospitalizado. Se le diagnosticó esquizofrenia. Las palabras de su padre se grabaron a fuego en la memoria: “Ese lugar es un almacén de personas”. Aquina recuerda sus primeros días con gran nitidez. Después de que le inyectaran haloperidol —un antipsicótico que reduce la excitación en el cerebro y se emplea con frecuencia para tratar la psicosis, la esquizofrenia y el síndrome de Tourette— afirma que se arrastró contra una pared, sintiéndose atrapado en su propio cuerpo, sin ningún control sobre el movimiento de sus brazos y piernas, incapaz de reaccionar ante aquella tensión interna. Los médicos le dijeron que llevaba tiempo ajustarse a los efectos secundarios de la medicación y que su cuerpo se acostumbraría lentamente a ella. Pero afirma que vio a muchas personas que habían tomado el mismo fármaco durante 15 o 20 años y seguían teniendo la misma mirada empañada.

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Un año después de su ingreso, Aquina regresó a casa. La medicación había erradicado mucho más que únicamente los síntomas que se suponía que debía paliar. “Antes de ir a comprar un paquete de tabaco, ensayaba cómo pedirle al dependiente [la cajetilla]”, me explicó. “Mis síntomas habían desaparecido pero una gran parte de mi consciencia se había marchado también”.

Cinco años más tarde, Aquina ingresó de nuevo en el hospital. Esta vez empezó a asistir a talleres de poesía, mimo, guiñol y teatro. Esos talleres le permitieron reconectar con experiencias que la medicación había borrado. Poco a poco, recuperó su sentido del yo y fue capaz de conectar con otras personas. “Cuando la locura se instala, te quedas sin amigos”, indica. “Todo el mundo se aleja de ti”. Todos los sábados acudía al patio del hospital para observar la grabación de La Colifata. Empezó a escuchar hablar a los demás residentes. Con el tiempo, consiguió desarrollar la valentía suficiente para presentar una emisión él mismo.

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Murales pintados adornan los muros del jardín en el hospital.

Hoy, Aquina trabaja de mozo de carga. Solo visita el hospital los sábados para su programa de radio. También participa en un taller de formación en el estudio La Colifata, situado en el vecindario de Villa Ortúzar, y también actúa en un teatro local. “Manejo mi locura de este modo”, dijo. “No lo oculto porque sé que lo tengo bajo control”.

Quizá el mejor modo de comprender la dinámica de La Colifata es a través de la historia de un paciente llamado Sr. V. En los primeros días de la emisión, los arrebatos de gritos del Sr. V interrumpían casi todas las grabaciones. Con vehemencia, gritaba “¡Vida privada para los diez apóstoles!” a intervalos aleatorios. Todo el mundo podía oírle y los presentadores no estaba seguros de si debían seguir hablando o permanecer callados para darle la palabra mientras continuaba gritando la misma frase una y otra vez. Algunos de los internos sugirieron echarle de aquel espacio. Otros querían que explicara qué pasaba con los apóstoles.

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El programa de radio al final se convirtió en un lugar de debate: ¿qué hacemos con el Sr. V? Tras mucha discusión, se le asignó el nombre de Interrumpidor oficial de Radio La Colifata y se convirtió en el único miembro del equipo a quien se permitía intervenir en cualquier momento durante las conversaciones. Sus interrupciones eran breves y puntuales, y la mayoría de los miembros del equipo aceptaban su imprevisibilidad. Otros eran más reticentes, pero siempre le trataban con el mayor de los respetos.

“Lo más importante es no reforzar el frenesí del paciente”, explicó Olivera. Es una cuestión de comprender que cada persona brilla de la mejor manera que puede a través de su forma personal de expresarse. El propósito de La Colifata es crear las condiciones que permitan contextualizar esta forma de ser en particular, un espacio que permita a los residentes narrar su percepción del mundo. Eso hace posible que se cree una auténtica comunicación y conexión.

El Sr. V siempre interrumpía con el consentimiento de los demás. Los presentadores le cedían unos segundos para su mensaje y después continuaban con el programa. Tras haberse ganado esa aceptación, le ofrecieron su propio programa. Para poder presentar debía abandonar su papel de Interrumpidor Oficial. Al aceptar presentar su propio programa, ahora está obligado a esperar su turno.

“No corregimos ni presionamos a nadie que se haya perdido en el universo de las palabras para que vuelva al redil”, explica Olivera. “Al contrario, nosotros llevamos agua a un lecho vacío para que pueda volver a ser un río.”

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Un nublado sábado a mediodía, se dispusieron sillas de plástico en semicírculo en el patio de El Borda para una grabación de La Colifata. Dos micrófonos se fueron pasando de mano en mano mientras los internos presentaban un segmento llamado “Entrevistas con los visitantes”. Un residente vestido con pantalones vaqueros y una camisa de estampado floral agarró el micrófono y se acercó a los dos miembros del público más cercanos de un grupo de más de 50 estudiantes de enfermería que acababan de llegar.

Una de las asistentes, una locuaz mujer, morena y musculosa, se presentó como Valeria. Era estudiante en la Universidad de Merlo y quería especializarse en salud mental. “¿Cuál crees que es la diferencia entre las personas de fuera del hospital y los que vivimos aquí?”, preguntó el presentador.

“Ninguna. No existe ninguna diferencia”, contestó ella.

“Bien, pues entonces”, intervino uno de los psicólogos que coordina el programa, “¿por qué están tan lejos?”. Hizo un gesto trazando la línea imaginaria que separaba el semicírculo entre los internos y los espectadores. Unos 6 metros les separaban.

“¡Venid! ¡La locura no es contagiosa!”, gritó un residente, riendo a carcajadas. Era como si mencionar esa distancia revelara un claro prejuicio inconsciente. Casi inmediatamente, todo el mundo acercó su silla para cerrar ese vacío.

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