4 tragedias que cambiaron la manera de vivir el rock en Latinoamérica
Foto cedida por Kiss que no se repita.
Música

4 tragedias que cambiaron la manera de vivir el rock en Latinoamérica

Quito, Buenos Aires, Lima y Santa María, Brasil, pasaron noches trágicas desencadenadas a partir de conciertos y fiestas. Las consecuencias políticas, sociales e incluso artísticas de aquellos sucesos aún determinan la vida nocturna en esas ciudades.

Mientras en el sur de Quito unos chicos se lanzan por las rampas de skate del “Parque de las Diversidades”, construido para recordar el incendio de la discoteca Factory en 2008, en Buenos Aires alguien cambia las flores del santuario de Cromañón, un memorial al aire libre que conmemora, entre pancartas, fotos y tenis la ausencia de 194 jóvenes que murieron en 2004 en ese local de conciertos del barrio de Once. En Lima, mientras tanto, la gente sale llorando de los cines luego de ver “Utopía”, una película estrenada el año pasado que tomó su nombre de la disco donde 29 personas fallecieron en 2002. En Santa María, Brasil, la fachada del ex “baile” Kiss se cubre de carteles dedicados a personas que ya no están, porque una noche de 2013 muchos fueron a un concierto y 232 no volvieron más. La manera de vivir el rock en América del Sur cambió a partir de cuatro incendios que transformaron la vida nocturna y las leyes de Perú, Argentina, Brasil y Ecuador. Vice en Español reconstruye el camino que va desde el dolor hasta la manera en que hoy se organiza la cultura rock y su memoria colectiva en algunos de los principales centros urbanos del continente.

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Cromañón, Buenos Aires: 194 víctimas, un Jefe de Gobierno destituido y una nueva forma de entender la noche

Todos los que de alguna manera fuimos testigos indirectos de una de las peores tragedias no naturales de la historia Argentina nunca vamos a olvidar esa sensación de ver la cifra de víctimas subir y subir mientras las horas pasaban. Muchos éramos adolescentes. O ni siquiera. La noche del 30 de diciembre de 2004 tenía 12 años y las palabras “muerte” y “música” aparecían ligadas en mi cabeza por primera vez.

Esa noche Callejeros –una convocante banda del denominado “rock barrial” de Buenos Aires– tocó para 4.000 personas en un lugar que estaba habilitado para mil, tenía las salidas de seguridad trancadas y había sido recubierto de materiales inflamables que al entrar en contacto con los fuegos artificiales —muy usados y “ritualizados” por las bandas de rock de entonces— se incendiaron enseguida. Murieron 194 jóvenes. El barrio de Once, uno de los más populosos de Buenos Aires, fue epicentro de una desesperación pocas veces vista y pocas veces transmitida con tanta crudeza en estas latitudes.

Esa noche también empezaría a derrumbarse la administración del entonces alcalde Aníbal Ibarra, destituido por un juicio político dos años después, y responsabilizado por la corrupción que fluía entre la Dirección de Fiscalización de la ciudad –encargada de habilitar y controlar los venues– y empresarios del entretenimiento nocturno como Rafael Levy, dueño del complejo donde funcionó Cromañón, Omar Chabán, empresario argentino difusor del rock, y Raúl Villarreal, su socio.

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Esa noche, además, una manera de vivir la música en vivo en Argentina empezaba a cambiar para siempre. El periodista Walter Lezcano, autor de “Luces Calientes”, novela que narra la historia de un personaje sobreviviente de la tragedia, explicaba en una entrevista: “Me parece que Cromañón marcó el fin de una época que ya se venía perfilando: el cambio de siglo. Las discográficas estaban muriendo y se estaba avecinando la masificación de Internet. Lo que vino después tuvo que ver con el cambio de la relación de las bandas con su público; el público empezó a ser un poco más autoconsciente del lugar que ocupaba en un espacio. Y también fue el fin de una manera de concebir el rock, ese eslogan de que el rock rompe los decorados de la vida cotidiana. La inconsciencia empezó a tener un límite: buscando la alegría, se podía encontrar otras cosas también. El rock argentino empezó a buscar un nuevo sonido y a armar un nuevo circuito: la independencia no como elección, sino como la única salida que tiene una banda cuando recién empieza”.

Y es que luego de Cromañón la revisión de los locales de shows en vivo fue mucho más ajustada y las clausuras no se hicieron esperar. Así, los espacios para tocar se redujeron drásticamente. Un fenómeno que, como marca Lezcano, se dio en paralelo a la disolución de la inconsciencia como mística del rock.

En el video anterior, la banda que protagonizó el siniestro de Cromañón aparece tocando en Obras, otro recinto cerrado de Buenos Aires donde el público encendió bengalas. Esa costumbre, el extremo como parte de un folclore compartido y un peligro al que se le hace la vista gorda, era tan común que incluso aparecía en portadas de discos. Lo que antes era un ingrediente de la mística, ahora es condenado. Al menos en espacio cerrados…

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Entre el control y la memoria

Christian Pereyra, es profesor de educación física y sobreviviente del incendio. En la conversación que compartimos completa parte de lo delineado por Lezcano: “Yo durante un tiempo fui fan de la banda y los seguí yendo a ver. Me costó verlos como responsables hasta que pude relacionarme con padres de víctimas. Fue un cambio de conciencia para mí. Yo hoy veo un cambio de conciencia en los músicos. Quizás por miedo, quizás por realmente tomar consciencia del uso de pirotecnia en los shows. Pero eso está. Es tremendo que haya tenido que pasar eso para que pensemos en lo que estábamos haciendo. Eso sí, creo que a nivel dueños de lugares no se avanzó de la misma manera. Todavía veo lugares que dicen ser bares, pero luego se transforman en discos durante la noche. Y si no están habilitados ni cuentan con la infraestructura para eso, es muy peligroso”.

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Plaza en memoria de Cromañón en Buenos Aires (Wikimedia)

A cargo de inspeccionar los locales nocturnos de la Ciudad de Buenos Aires mencionados por Christian está la Agencia Gubernamental de Control (AGC). Consultados por este medio, desde el ente explicaron: “Desde el inicio la Agencia Gubernamental de Control nació como una respuesta ante la necesidad de regular lo que sucedía con las habilitaciones de los locales nocturnos de Buenos Aires. Prácticamente la Agencia nace a partir de lo que provocó Cromañón en la vida de la ciudad. A partir de esa alteración es que impulsamos políticas como el Catálogo de Espacios Culturales Independientes, un registro obligatorio y público destinado a regularizar la situación de todos los espacios de cultura no industriales de la ciudad, que muchas veces no tienen los recursos de una sala comercial. Esto era algo que no existía antes y que producía un vacío legal peligroso para la vida nocturna”.

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Asimismo, desde la Agencia destacan que “el personal de seguridad de los locales bailables tiene que estar registrado y para eso articulamos con el Ministerio de Seguridad” y que “se creó el primer registro público de ‘locales bailables’ de la ciudad, para tener una idea más cabal de cuáles son los espacios que existen y cómo funcionan”.

Para tener una dimensión de cómo Cromañón cambió la forma de vivir la noche en Argentina, pero principalmente en Buenos Aires, casi todas las regulaciones de la vida nocturna en esa ciudad fueron renovadas luego del accidente: son posteriores a 2004. Entre algunas normas, la ley obliga a los locales a: respetar el número mínimo de salidas de emergencia según capacidad del venue (dos salidas de 1,50 metros de ancho para lugares de más de 300 personas), contar con un plano de evacuación aprobado por la Agencia, exhibir un cartel que indique la actividad habilitada, el titular del local y la capacidad del inmueble, acondicionar acústicamente el espacio solo con materiales ignífugos y tener matafuegos inspeccionados por empresas que figuren en el registro de fabricantes de la ciudad. De hecho, la resolución 268, que regula los espectáculos en vivo, comienza: “En atención a los dramáticos acontecimientos ocurridos en esta Ciudad de Buenos Aires el día 30 de diciembre de 2004 en un local bailable…”.

Más allá de la pugna de la AGC por ganarle a la conocida gambeta argentina, la identidad cultural de la música joven del país también empezaba a experimentar cambios. La sinopsis de “Más o menos bien: el rock argentino post Cromañón”, libro del periodista Nicolás Igarzábal, los resume muy cabalmente: “Cromañón marcó un antes y un después. Comenzó un periodo marcado por las restricciones y la desaparición de muchos de los lugares pequeños y medianos donde las bandas under solían presentarse, y producir conciertos se transformó en una tarea casi imposible. El crecimiento de Internet, la telefonía móvil y las redes sociales fomentaron que pequeños circuitos de bandas formaran sus propios sellos y se inclinaran por la autogestión a la hora de grabar, editar, distribuir, promocionar sus discos y presentarlos en vivo. Entre los diversos estilos que tomaron la posta, influenciados por la ética de trabajo que pregonaban predecesores locales como Daniel Melero o Suárez, y por el llamado rock independiente estadounidense, se configuró una escena indie local”. En paralelo a la crisis del modelo de negocio discográfico, el cambio de espíritu y formas y la atomización que proponían las redes impactó en la morfología del rock argentino que hoy no tiene, como en los 90, grandes nombres de proyección nacional o internacional.

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Mural en memoria a las víctimas de Cromañón (Wikimedia Commons)

Y quienes todavía luchan por un último cambio en la geografía porteña son los familiares y sobrevivientes de Cromañón: la Justicia decidió devolver a Rafael Levy el inmueble siniestrado aun cuando el empresario cumplió cuatro años de condenas por coimas. Reclaman que esa propiedad pase a estar en poder de las asociaciones de familiares y sobrevientes para transformarlo en una institución de la memoria. Hoy un santuario está en la calle de Cromañón, a la intemperie. Adentro quedaron las prendas, las pertenencias y las marcas de las manos de las personas que intentaban salir. “Me parecía más que bien que nos den ese lugar porque nunca volví a entrar después de que me sacaron desmayado”, afirma Christian. Y resume: “Sé que algo mío quedó ahí adentro”.

Utopía, Lima: una catástrofe, un nuevo Código Penal y un pedido de justicia aún sin resolver

Hacia julio de 2002 el espacio nocturno de Lima tenía un centro de gravedad: la discoteca Utopía. Emplazada en el shopping mall Jockey Plaza, barrio de Surco, la disco preparó para el 19 de ese mes una fiesta electrónica a la cual acudieron 1.000 personas, que casi triplicaron la capacidad permitida del lugar, de 400. Para entonces, “Utopía” era la disco con más hype de Lima y la fiesta que se iban a tirar esa noche intentaría poner la vara aún más alta: con una propuesta de electrónica trance, de vanguardia para la época en Perú, y una ambientación selvática que incluyó monos y un tigre enjaulado. El rave se promocionaba como exótico y su “nombre” iba en ese tono: era la fiesta “Zoo”.

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Pin de entrada para "Zoo" (Wikimedia Commons).

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Para añadir más “exotismo” a la propuesta se preparó un espectáculo de fuegos artificiales en la cabina de los DJ que desencadenó un incendio incontrolable: el venue no tenía las salidas señalizadas, ni aspersores, ni extintores y el material aislante que revestía su interior, planchas espuma de poliuretano, era inflamable. Murieron 29 personas. Los empresarios responsables del lugar fueron enjuiciados, pero solo Percy North, administrador de la discoteca en aquel entonces, recibió y cumplió condena de siete años. Edgar Paz Ravines, accionista de la discoteca, se fugó, fue capturado en México a finales del 2018 y aún no fue extraditado, y Alan Azizollahoff, el otro accionista, permanece prófugo. Los familiares de las víctimas creen que está en Sudáfrica, de donde es oriundo.

Durante años, más allá de la condena a North, familiares y sobrevivientes vieron cómo la lentitud judicial diluía su intención de alcanzar a los responsables: hacia 2014, Ravines aún no había sido hallado, Azizollahoff seguía libre y ocho padres habían muerto sin que se los sometiera a juicio. Pero la iniciativa de la productora audiovisual “Sin Argollas” de filmar una película sobre la tragedia volvió a poner el tema en la agenda, movilizó la sociedad peruana y agitó a la Justicia, que dio con Paz Ravines tras 17 años al margen de la ley.

Una película demasiado real

El director de “Utopía”, el periodista y cineasta peruano Gino Tassara investigó durante cinco años y durante dos entrevistó a familiares y víctimas para realizar el film. En diálogo con Vice, detalló la importancia que tuvo el siniestro para la ciudad y el resto de país: “Para la vida nocturna del Perú hay un antes y un después de Utopía y hay tres instancias que lo muestran claramente. Antes del incendio la señalética no existía en el país. Había un reglamento, pero nadie lo implementaba. No existía. Nadie tenía detectores de humo o aspersores o señales de emergencia. A partir de Utopía y por orden gubernamental se impuso y controló esta reglamentación”.

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Y la orden vino de muy arriba. Interrumpiendo su agenda en la provincia de Puno, el entonces presidente Alejandro Toledo anunció a la prensa: “Las autoridades sancionarán con mano dura y firme y con todo el peso de la ley a los irresponsables que manejan esos establecimientos incumpliendo la ley”. El guante fue recogido por quien fuera el alcalde limeño, Alberto Andrade, que ordenó el cierre de los locales nocturnos de la ciudad por 60 días para revisar su infraestructura y las condiciones en la que estaban funcionando.

“Además —amplió Tassara— se creó la Dirección Municipal de Fiscalización y Control para mantener en reglamento los locales nocturnos, promover la seguridad y sancionar a los que no tomaran los recaudos por ley”. Más allá de esto, el periodista considera que uno de los cambios más importantes que provocó el incendio fue la reforma del Código Penal peruano: “Antes una falta que cometían los administradores de venues nocturnos era tomado por el sistema como una negligencia, como una contravención. Y a raíz de la movilización que causó Utopía estas faltas entraron al código penal como un delito”, amplía.

“Entiendo que la película ‘Utopía’ removió los cimientos de esta historia”, –concluyó Tassara. Los millennials y centennials conocieron lo que sucedió en el centro comercial más importante del Perú y las autoridades empezaron a moverse. Los dos prófugos de la causa volvieron a aparecer en los sitios del Ministerio del Interior como los más buscados, por ejemplo. Mientras la película estuvo en cartel, entre septiembre y noviembre de 2018, capturaron a Paz Ravines en México y a Azizollahoff lo hallaron en Sudáfrica, aunque Perú no tiene convenio de extradición con ese país. La película busca que se haga justicia, que el caso no se olvide y sirva para que nuevas generaciones no pasen por lo mismo y para concientizar a los empresarios que deben tener todas las medidas de seguridad”.

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Factory, Quito: una generación que aprendió a defenderse en medio del dolor

No era fácil ser gótico en la Quito de los dosmiles. Andar de negro y con el pelo largo era entonces sinónimo de ser un drogadicto, violento o, incluso, aunque Marcelo Negrete lo cuente con la voz sorprendida, satanista. En 2008 tenía 17 años y había encontrado en el heavy metal su espacio de identidad y una herramienta para denominar lo que pasaba en su mundo. Eran épocas de playeras de Hermética y V8, de cadenas y fraternidad metalera. Pero también de marginalidad y discriminación. Por eso cuando una vieja fábrica empezó a ser utilizada como espacio de conciertos de manera clandestina, a nadie le pareció extraño que su infraestructura fuera precaria. Ese lugar fue nombrado “Factory” y se incendió el 19 de abril de 2008. Murieron 19 personas.

El evento donde se desencadenó la tragedia se llamó “Ultratumba” y había sido pensado como uno de los encuentros más importantes de ese año para el movimiento gótico. Grupos como Zelestial, Hempírica, Lamento y Vendimia se presentaron en vivo y se pensaba presentar el compilado “Ecuador Gótico” y un documental sobre ese género en el país. Pero durante el show de Vendimia, que incluía el uso de pirotecnia, algunos fuegos artificiales alcanzaron el techo recubierto de espumaflex. Si bien el espacio no estaba sobrevendido, las salidas de emergencia estaban cerradas. Marcelo Negrete era uno de los espectadores. Tenía 17 años.

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“Tuve que pasar de fan y músico a sobreviviente y deudo, de ahí en activista político, de ahí en comunicador y de ahí en productor de eventos”, resume Marcelo el camino que tomó su vida después de la tragedia en la que murieron dos amigos, Bolívar “Bolo” Alarcón y José Luis “Jocho” Trujillo. “Al principio todo era muy pasional. Éramos góticos y como desde muchos medios de comunicación y desde la Iglesia nos decían que ‘buscábamos la muerte’ los primeros meses después del incendio fueron muy duros. Recuerdo, por ejemplo, pegarle a un periodista que buscaba fotos de mis amigos muertos. Pero en un punto comenzamos a pensar que había muerte, pero no a alguien a quien culpar. No había policía, no había habido violencia. Y, bueno, nos dimos cuenta de que existía un Estado que debía haber garantizado que ese lugar no funcionara de la manera que lo hacía”, me cuenta en un audio que le demoró varios días enviar. “Necesito acordarme algunas cosas, es un tema muy sensible aun para mí”, me había anticipado.

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Procesión por Factory (Foto por Fredy Landaburu; cortesía de Marcelo Negrete).

Esas primeras observaciones de los chicos afectados por el siniestro se convirtieron, años más tarde, en parte de uno de los documentos más detallados sobre un hecho de su tipo en América Latina, el Informe de la Fundacional Regional en Asesoría en Derechos Humanos sobre el caso Factory, del que Negrete fue coautor.

Allí se lee: “La muerte de estos jóvenes destapó el carácter de una sociedad excluyente y conservadora que no quiere mirar sus falencias. Quizás por eso de inmediato los medios domesticaron la tragedia en un discurso que claramente intentaba dejar intacta la imagen que la sociedad tiene sobre sí misma. Los medios abrieron “debates” sobre lo ocurrido, obviamente sobre ideas puestas previamente por los noticieros que informaron el acontecimiento. “Debates” que giraban en torno a la causa del incendio, los culpables del desastre, el rock, el ‘satanismo gótico’, la irresponsabilidad de los rockeros y sobre todo en torno a imágenes donde se mostraba el concierto, los jóvenes asistentes, los cantantes, escenas del incendio, los cuerpos de las víctimas, el dolor de los familiares. A partir de estos elementos, el hecho se empezó a configurar como público”.

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Y fue a partir de entender la naturaleza pública y política de los hechos que Pedro Subía, papá de Diego, comenzó a transformase en un activista: “Desde el momento del incendio y el entierro de mi hijo me propuse siempre estar de pie hasta que se haga justicia y continuar impulsando la cultura musical que es lo que él mas quería. Además de trabajar por la cultura quiteña, al día de hoy con algunos padres continuamos protestando frente al edificio del Gobierno municipal todos los 19 de cada mes. Es otra manera de pedir justicia por nuestros hijos y de mantener el recuerdo de lo que pasó. Mantenemos este recuerdo porque nuestra preocupación son los jóvenes. Pensamos que ellos tienen que poder realizar todos sus proyectos y vivirlos sin temor, pero siempre respetándose primero a ellos mismos y luego a los demás. Que sean conscientes de que tienen que divertirse en lugares seguros, que así lo van a disfrutar con mayor placer”.

Cómo poner la diversidad en el corazón de Quito

“Nos dimos cuenta de que era una lucha política e institucional -cuenta Negrete- y cuando entendimos eso empezamos a ganar espacios para que se visibilice y no se discrimine la cultura rock en el país”. Recuerda también el día que se le ocurrió cambiar, literalmente, la geografía de su ciudad: “Un día pasé con el bus por Factory. Estaba cerrado. Olía a muerte. Pero alcancé a ver que una empresa de agua había estado metiendo los envases ahí para hacer como una bodega. Y mientras me iba pensé en hacer de ese lugar un espacio cultural. Entonces tomamos el espacio, aunque algunas organizaciones de los barrios se nos opusieron, e hicimos el primer concierto de rock gótico en homenaje a los chicos allí".

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Concierto tributo a la tragedia de Factory (Cortesía de Marcelo Negrete).

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“Tuve el respaldo de los familiares, que fue lo más importante —recuerda. Con el tiempo hicimos jornadas culturales, talleres, clínicas. Que ocupáramos el espacio no le gustó a mucha gente que tenía interés en el predio y se generaron noticias falsas y versiones contra mí. Fue desgastante y decidí salir después de discutir con el presidente de la fundación de Factory. Pero para entonces ya habíamos dejado listo el plano del futuro “Parque de las Diversidades”. Al final se inauguró en 2016 y toda la gente que se nos había opuesto ahora lo podía disfrutar. Desde la fundación me llamaron, me pidieron disculpas y volví a trabajar. Ahora estoy cursando una maestría, pero siempre estoy una vez al mes o dos trabajando. Hoy pensamos en articular con la gente de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales para hacer actividades, crear conciencia. Es el primer espacio donde las culturas urbanas conviven en la ciudad y eso era algo imposible de pensar hace unos años”, concluye Marcelo.

Kiss, Santa María: todas las noches la misma noche

Con 239 víctimas, el siniestro de la discoteca “Kiss”, en Santa María, Río Grande do Sul, es uno de los incendios más graves de la historia de Brasil. Ocurrido el 27 de enero de 2013, el contexto y la dinámica del hecho repite el patrón de los siniestros narrados anteriormente: hacinamiento, puertas de emergencia cerradas, uso de pirotecnia, material inflamable por doquier. Esa noche se presentaban el grupo rock Pimenta e Seus Comparsas y la banda de folclore brasileño con influencias rock Gurizada Fandangueira. Fue durante el show de los últimos –que siempre presentaba un espectáculo de fuegos artificiales– que ocurrió la desgracia.

La periodista Daniela Abaxe investigó durante años lo que pasó y cristalizó sus averiguaciones y entrevistas con familiares y sobreviviente en su libro “Todos los días la misma noche”.

Consultada por este medio, cuenta: “Para que la gente tenga una idea de cómo esto afectó a la gente que lo vivió, cada vez que voy a Santa María encuentro a los padres de una manera diferente a la anterior. Muchos luchan con la depresión, otros han sufrido ataques cardíacos, algunos han tratado de suicidarse y hay un caso en el que una madre intentó matar a su hija sobreviviente. También me impresionó mucho el alcance del trauma de los profesionales de la salud: algunos dejaron el trabajo de emergencia después de este episodio y muchos guardaron silencio durante esa noche durante años. Algunas personas se han ‘perdido’ y aunque tienen otros hijos, es como si no hubiera ninguno. Es como si se hubieran escapado de la vida, por eso elegí titular el libro ‘Todos los días la misma noche’, porque muchas vidas se detuvieron en esa noche”.

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Protesta a las afueras de Kiss (Wikimedia Commons).

Según su perspectiva, “la tragedia impactó a Brasil y traumó a la ciudad, pero con el tiempo la mayoría que no fue afectada por lo que pasó decidió seguir su rutina y olvidar”. “Son los padres sobrevivientes y familiares quienes luchan para que esto no se vuelva a repetir. La Asociación de Familiares de Víctimas y Sobrevivientes de Tragedia de Santa María ha luchado mucho para enjuiciar a los involucrados en este episodio”, destaca Daniela. Solo cuatro personas fueron a juicio, Elisandro Spohr y Mauro Hoffmann, los socios dueños del club, el músico que prendió la pirotecnia, Marcelo Santos, vocalista de Gurizada Fandangueira, y el productor de la banda, Luciano Bonilha, pero ninguno está detenido.

“Los padres han estado librando una batalla judicial para garantizar que estas personas sean juzgadas y solo ahora, seis años después, los acusados han sido considerados por la Justicia”, lamenta Abaxe. “Hablar de este dolor molesta, pero es muy necesario que Brasil aprenda cómo evitar estas desgracias”, remarca la autora.

A la par de los familiares y allegados a las víctimas, Luiz Roese, periodista colaborador de la Asociación de Familiares de Víctimas y Sobrevivientes de la Tragedia de Santa María, destaca algunos cambios en la noche gaúcha: “Desde mi lugar de observador, como todos los demás, creo que en ese entonces los clubes actuaban más libremente porque no fueron supervisados y las personas no solían prestar atención a la seguridad. Después de la tragedia de Kiss, todo este sector se mejoró con reglas más estrictas. Las personas generalmente comenzaron a preocuparse por cosas básicas que no habían sabido observar anteriormente, como la capacidad de las salas y el estado de las salidas de emergencia”.

Según su perspectiva “no solo ha cambiado la actitud del Estado en relación con los clubes nocturnos, sino en todos los lugares que pueden presentar algún riesgo. Hay reglas más estrictas en general, pero el Gobierno aún debería tener más responsabilidades y presencia. Se ha dado un paso, pero el camino aún es largo”.

“Creo –concluye Luis- que el principal problema es que la codicia y el afán de lucro están todavía por encima de la seguridad. Y si bien las personas que van a las discotecas están más atentas a las medidas necesarias, todavía hay cosas que pasan por alto. La gran lección, para todos, es que la seguridad no puede ser descuidada y que el Gobierno debe supervisar y actuar, no puede dejar que lugares como Kiss se abran, no pueden permitir que se repitan tragedias como esta”.

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Santuario de Kiss (Cortesía de Kiss que no se repita).

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