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pólvora

Lo que aprendí en mi visita a El Vaquero, la polvorería más grande de Colombia

Un pequeño viaje a Soacha me dejó clara la legalidad detrás de los estallidos del 31 de diciembre

Imagina que lo enciendes. La llama se traga la mecha y lo ves arder. Se levanta entre luces de colores, entre chispas y arañas amarillas. Se hace medusa en el cielo y amenaza con volver de piedra a quien lo mire de frente. Arde, arde y brilla. Cuelga del fondo negro que da la noche y vuelve al pavimento en migajas incandescentes. Lo miras, te invade. Hiciste fuego y te sientes Dios. Vulcano ganando guerras. Prometeo entregando a la tierra lo que pertenece al Olimpo. Y entonces, estalla. Se hace azul, verde, rojo, blanco. Se fija en tus en pupilas y garabatea en el aire. Se agita, se ensancha, se extingue. Hiciste fuego y fuiste enorme. Hiciste fuego y te dijeron “¡Ahhh!”. Hiciste fuego, lo hiciste tú.

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Pero imagina, también, que lo enciendes. Que se levanta entre luces de colores, chispas y arañas amarillas. Que una se escapa y se cuelga desprevenida de tu camisa. Que has visto de frente la medusa y ahora eres de piedra. Que arde, arde y quema. Bajo los puños renegridos de tus mangas, sobre la piel desnuda de tus manos. Te retuerces, gritas. Ruegas a Dios aunque ya no creas y te abandonas al miedo. A la pericia de otros, a tu mismísima suerte.

Foto de cortesía de El Vaquero.

Cualquier historia tiene varias partes.

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El 8 de diciembre de 1995, Wilmer Castillo Martínez, un niño de siete años, quemaba volcanes de luz en el barrio San Francisco de Bogotá. Su papá lo vigilaba de cerca y su mamá se deshacía en ruegos para que entrara a almorzar. Las cuentas de Wilmer fallaron, una de las mechas se prendió antes de tiempo y la pólvora estalló en su mano izquierda. No es difícil inferir lo que vino después. Quemaduras de segundo grado, una ambulancia, quizás el carro de un vecino. Médicos, quirófanos, padres esperando carcomidos por la culpa. Cuando despertó en el pabellón de quemados del Hospital El Tunal, confundido y con una mano vendada, supo que le faltaban dos dedos: el índice y el pulgar.

“Un sólo niño quemado y la pólvora pierde sus licencias de distribución”, había anunciado Antanas Mockus, alcalde de Bogotá para ese entonces. “Uno sólo y queda prohibida su venta en la ciudad”. Ese niño fue Wilmer. Dos días más tarde, se expidió el Decreto Distrital 791 de la Alcaldía de Bogotá. Los comerciantes tenían dos días para entregar sus productos a la policía y cualquier ciudadano con pólvora en su poder debía desactivarla públicamente antes del 23 de diciembre. Más decretos endurecieron la norma y se dio potestad a los alcaldes municipales y distritales para hacerlo también. Se castigó el uso, el transporte y la distribución de cualquier artículo pirotécnico. La única excepción estuvo siempre en los fuegos artificiales que operaban los profesionales.

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Las cifras comenzaron a bajar. Los niños quemados a desaparecer de los pabellones de los hospitales y los puestos ambulantes cambiaron sus chispitas por luces y adornos para el árbol. “Enciende la vida, apaga la pólvora”, decía la Alcaldía de Bogotá. “Prende la fiesta sin pólvora”, insistía el Bienestar Familiar. “Con la pólvora no se juega”, cerraba el comercial de un municipio antioqueño. Años más tarde, el asunto estaba vetado. Lo penalizaba la ley y lo señalaba la moral. Se hizo clandestino y para disfrutarlo había que tragarse primero el mal sabor de lo prohibido.

“Había un problema, pero también un gremio que se sentía vulnerado”, dice Carolina Carvajal, Gerente Comercial de El Vaquero y Directora Ejecutiva de la Federación Nacional de Pirotécnicos —Fenalpi—. Según sus cifras, más de 25 mil familias viven de la pirotecnia en Colombia y para ellos la prohibición es una violación directa del derecho al trabajo. “La solución no está en prohibir, sino en regular”, dice. “En aprender a hacerlo para hacerlo bien”. En el 2001, los fabricantes buscaron ejemplo en Alemania, Estados Unidos y algunos países del sudeste asiático. Llegaron al Congreso de la República y luego de varias negociaciones, el uso de la pólvora en Colombia quedó amparado bajo la ley 670 y la sentencia C-790 del mismo año.

“La pólvora no está prohibida, está reglamentada”, dice Carvajal. Se clasifica en tres categorías de las que sólo los productos de las dos primeras pueden usarse sin restricciones: luces de bengala que generan un impacto visual. Volcanes de pólvora fría, inofensivos a un metro de distancia. Son cerca de diez referencias que resultan seguras para cualquier adulto. Es legal, pero hay reglas: ser mayor de edad, no estar en estado de embriaguez y haberla obtenido de un distribuidor legal. “Ese es uno de los problemas más grandes, hay 25 mil familias viviendo de esto y sólo 160 licencias expedidas por el Ministerio de Defensa”, explica Carolina.

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Es legal, sí, pero las reglas para serlo no se cumplen del todo. Los artesanos se niegan a formalizarse, los registros en la Cámara de Comercio les resultas dispendiosos y los requisitos normativos de Icontec imposibles. A falta de puntos autorizados es más rentable vender en la calle y los mejores pagos siguen siendo los productos prohibidos. La culebras, las mechas, las papeletas, los voladores. Hay reglas, pero aún así la cifra de quemados es escandalosa: 141 niños y 152 adultos en lo que va del mes según el Instituto Nacional de Salud —INS—. Son 293 en total, 19% menos que el año pasado, pero muchos aún.

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Imagina que lo enciendes. El olor a pólvora en la cuadra te devuelve la niñez de un tajo. Otra vez tienes seis años y esperas ansioso que se acaben los rezos, que se callen los villancicos y te premien tanta paciencia con un par de chispitas. Con un volcán si estás de suerte. Te embutes de afán un par de buñuelos y buscas un adulto que te acompañe a la puerta. Imagina que lo enciendes, que ahora eres tú el adulto de turno. Que tus amigos viajan en sus propios recuerdos mientras hacen estallar aviones y rositas cracker. Que celebran entre risas nerviosas y aplauden con cada bengala de luz que aparece en la noche.

Ya no imagines, que yo te cuento. Algún vecino da aviso a la policía y en minutos ves llegar la patrulla. Que está prohibido, que tiene multa. Entregas tu cédula y te enfrascas en discusiones alrededor de normas y decretos. Alegas y una y otra vez que no estás haciendo nada ilegal. Que cumples las tres reglas: tus amigos pasan los 30, ninguno ha bebido y tienes factura de todo lo que compraste. Que es un sitio público, que no se puede, que lo dice la ley. Que sí, que la ley tiene incisos y todos te cobijan. Pasan las horas, llueven argumentos y la discusión sigue con más fastidio que ganas. La policía se rinde y te deja ir. Sin multas, sin sanciones y con una caja llena de velas y volcanes que te faltan por quemar.

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Te vas tranquilo. Tenías razón. Ganaste. Pero no. Una circular firmada el 30 noviembre por el secretario distrital de Gobierno prohibe a cualquier ciudadano comercializar o manipular elementos pirotécnicos entre el 1 de diciembre y el 14 de enero del 2018 e impone una multa de 787.000 pesos a quien la incumpla. Ganaste, pero sólo porque la policía sabía menos que tú. Cada navidad, las alcaldías y gobernaciones adoptan medidas de contingencia para proteger la vida, endurecen las normas y a partir de los mismos incisos con que antes regularon la pólvora, la prohiben de nuevo.

“Este es un asunto de opinión pública y es difícil que desde la política se promueva el uso responsable y no la prohibición”, dice Carolina. “Nosotros queremos unirnos a los esfuerzos del Estado para que no haya más quemados, pero somos conscientes de que nadie va a hablar bien de nosotros. En eso estamos solos”. Más de veinte años de campaña siguen haciendo eco. Pocos saben de sus regulaciones y son muchas las voces que se unen para desincentivar su uso. No son sentencias, son consignas. “Piensa bien dónde pasarás la navidad. Nunca toques la pólvora”, dice la más reciente.

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Sobre la vía Soacha-Granada, a un kilómetro de Bogotá, queda una de las empresas de productos pirotécnicos más de grande de Latinoamérica. Con puntos de venta en todo el país y 150 empleados en su sede principal, El Vaquero ha sobrevivido prohibiciones, censuras, cierres y traslados. La historia comienza hace setenta años, cuando Carlos Alberto Carvajal, manizalita y distribuidor de Fósforos El Rey, quiso llevarse un cartón de martinicas —también conocidas como totes— para el eje cafetero.

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Luego dos, luego cuatro. Luego cinco toneladas que lo convirtieron en uno de los distribuidores más grandes de la región. Para 1984 ya era el dueño. Fósforos El Rey abandonó su línea polvorera y aceptó vendérsela por 100 millones de pesos. La fábrica estaba en Bosa y tras la prohibición de Antanas Mockus, tuvo que reinventarse en Soacha. Una casa, una bodega y una mesa que hacía las veces de escritorio. La industria completa se tambaleaba, los proveedores le exigían pagar de contado y la policía incautaba camiones enteros en las fronteras.

No quedaban muchas esperanzas, la pólvora se había vuelto ilegal y la empresa de Carlos Alberto se ahogaba entre prohibiciones. “Ya estábamos grandes, mis tres hermanos y yo”, dice Carolina Carvajal. “Crecimos viendo a mis papás llorar con cada cargamento perdido y un día dijimos: no más, tiene que haber otra alternativa”. Fue así como dieron con los puntos de venta autorizados. El Vaquero dejó entonces de venderle sus productos a terceros para tener tienda propias. En Cajicá, en Fusagasugá, en Melgar, en Sogamoso. En el Valle del Cauca, en Antioquia, en Santander, en Nariño, en el Atlántico. Más cuarenta contando con afán.

El Vaquero fabrica sus propios productos. Sin fósforo blanco ni cloratos como dice la norma. Con mechas verdes de combustión lenta y con etiquetas e instrucciones de uso. No le vende a menores de edad, ni a personas en estado de embriaguez. No vende artículos prohibidos y encabeza la Federación Nacional de Pirotécnicos. Sigue las normas, cumple con todos los registros y promueve la formalización de las demás empresas. Pero acepta también que el camino es largo “Existe mucha informalidad y transformar la cultura de un gremio como este es complicado”, dice Jaime Rodríguez, Asesor Administrativo. Existen regulaciones, pero son contados quienes las cumplen.

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Imagina. Corren los primeros minutos del 2016 y tras repartir abrazos y buenos deseos, te escapas a la terraza para ver el show pirotécnico de tu cuadra. Estelas doradas que se desvanecen en el aire, abanicos metalizados que se agitan en el cielo. Algo se estrella contra tu ojo derecho y el mundo se hace negro. Ya no hay luces. Ni brillos. Ni abanicos. Sólo gritos y ese olor ferroso de la sangre caliente. Imagina que tienes 13 años y llevas dos semanas en la Unidad de quemados del Hospital Simón Bolívar. Que nunca has prendido pólvora pero acabas de perder un ojo por culpa del volador de un vecino que equivocó su rumbo. Imagina que eres Juan Esteban Orozco y tiemblas de miedo cada 31 de diciembre. Que no pudiste volver a boxear y llevas una prótesis que tu cuerpo rechaza. Imagina, por un momento, imagina.

El 20% de los quemados con pólvora durante el 2016 eran sólo espectadores.