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Cuento Ilustrado: El dolor y la gloria de ser artista

El cuadro está casi terminado, el autorretrato de Sebastián por fin empieza a lucir como él.

Ilustración x 

David Miguel

Dos Sebastianes

El cuadro está casi terminado. Después de tantos bocetos al carbón, ensayos en formatos menores y los días de espera de cada pátina de óleo, el autorretrato de Sebastián por fin empieza a lucir como él.

La iluminación parece apropiada: como Rembrandt posó para sí mismo en un perfil de tres cuartos procurando que la luz le desprendiera esa sombra triangular debajo del ojo. La mezcla de pigmentos rojizos del fondo está tan oxidada como la vida del pintor desde que ella quedó embadurnada contra el muro de contención. A partir del incidente todo lo que ve pasa por un velo rojo como si la sangre de su esposa estuviera impregnada debajo de los párpados. La atmósfera de la pintura está cubierta por el tinte ideal: no hay otro color que pudiera acompañar la imagen del hombre jorobado que ahora reposa en el banco frente al caballete.

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Su mirada de agobio corresponde con la de su gemelo que baja desde el tercio superior del lienzo. Contempla y compara la figura que lo emula. Entre los ojos tensos de óleo y carne vibra un secreto como el susurro de una navaja presionada contra el vientre. El hombre de aceite —frío e inmóvil— pronuncia con fidelidad el tono derrotado de la piel, cada vello de las agrietadas manos se tuerce en la dirección precisa; pero el pintor lo siente inexacto, mediocre. El cuerpo fresco del lienzo, —encorvado y vencido— le parece una representación burda de sí mismo. Aunque ha trabajado con toda minuciosidad, todavía no osaría llamar Sebastián a la imagen frente a él.

Miope, el pintor toma una lupa para ver el error que le impide dar por terminada la obra. No está en la cara. Tampoco en el cuello, la postura o los brazos. Al pasar el dedo por la barriga fresca del cuadro, mira la propia y se percata del error. Posa la mano en el estómago y siente una infinidad de percusiones. No han dejado de sonar desde que sintió la mano gélida de Mariana en la morgue. El hombre del cuadro no escucha los tambores, no conoce el peso de la ausencia.

El pintor saca la espátula que guarda dentro de la caja de pinceles y le contempla las esquinas como si quisiera seducir el filo del aluminio. Desliza el índice hasta la punta y presiona. El metal traspasa las primeras capas de la dermis, debajo gorgotea un color salvaje que nunca pudo emular con los óleos de Winsor & Newton. Embebido por el rojo que emana del dedo, hunde la espátula hasta el tope del hueso. Rasca como si tratara de levantar una capa seca de pintura debajo del músculo. Levanta la mano y debajo de ella pone una brocha a remojar en el líquido que cae a borbotones. Frenético, la pasa de izquierda a derecha por el fondo del cuadro: sangre y aceite unidos en un estallido cáustico de color. De la mano desollada cuelga un triste capullo de piel que arranca como un pellejo. Lo extiende sobre la pintura que, todavía fresca, lo recibe con elegancia.

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Debajo de la quijada puntea una línea. Sigue el camino trazado con la espátula y de oreja a oreja el rojo se abre camino hacia la luz. Como un niño sofocado por una máscara incómoda, Sebastián se desprende de la cara que lo oprime. Se da un momento para contemplarla y decirle adiós. Con delicadeza, la aplana sobre el rostro de la pintura. El gesto de dolor del cuadro es uno solo con su modelo.

Sebastián, con los huesos pelados, contempla al hombre del cuadro. Ahora puede sentarse en silencio.

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