La tragedia de oír música con otros

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Música

La tragedia de oír música con otros

La experiencia de escuchar música con gente puede ser muy desagradable.

¿Sabe cuál es la mejor canción? La que dejan oír completa.

La canción suena, pronto entrará la guitarra nuevamente. También se aproxima un solo de saxofón. En sincronía con el movimiento de ese músico que va acercando la boquilla a sus labios, alguien en la sala de la casa se levanta y se dirige al equipo desde el que se está programando la música. Algún otro le está hablando a la persona que puso la canción, pero él realmente está esperando a ese saxo, a esa entrada que tanto le agrada. Sus ojos se fijan en la conversación y no ven a esa persona que ya llegó al dispositivo. El saxo hace su entrada, suenan dos notas y… la canción se fue.

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Ahora suena otra, distinta, inoportuna. La conversación también se pierde. Hay una intervención triunfal de quien puso la nueva canción. Con voz pretenciosa la describe y explica todas sus virtudes, como si esto fuese posible. Quien esperaba el saxo mira a esa persona y… creo que usted sabe lo que se siente, ¿cierto?

Hay una discusión, un reclamo: "por qué hizo eso", "quería oírla mucho, perdón", "sí, pero no me quite la mía así", etcétera. Ya la conversación triunfa sobre la música. El fracaso rotundo del sonido sobre lo ruidoso. La nueva canción también se diluye entre la vanidad. Ya nadie la disfruta. En un acto de interrupción se mataron dos pájaros de un solo tiro.. La discusión se alarga, otra canción suena perdida detrás. Las personas, parece, no miden las graves consecuencias de interrumpir una canción. Un pequeño crimen que parece risible al lado de los terribles que denuncian los medios día a día pero que se esfuman, como la canción que suena ahora, en una discusión sin sentido, que no tiene las virtudes requeridas para romper con el silencio.

La experiencia de escuchar música con gente puede ser muy desagradable. No solo cuando alguien interrumpe la canción que suena por la incapacidad de dejar que las cosas tomen el tiempo que deben tomar, también porque un ejercicio de compartir se convierte en competencia. Como si oír música con otros fuera el espacio necesario para reivindicar nuestros gustos o juzgar los contrarios. También lo es por la impertinencia que caracteriza a ese sujeto que no es capaz de dejar que sean unas notas distintas a las que acostumbra oír las que prevalezcan en la noche. O porque siempre hay alguien, un alguien que no debería existir, que no comprende –como el mal músico- los tiempos en los que debe interpretarse una nota y quiere llegar al éxtasis de la noche, con tal o cual tipo de música, antes de que la noche haya empezado. O aquel otro que, en su incontinencia musical, no puede resistir a que llegue su turno para escoger una canción.

Afortunadamente, luego del conflicto, el silencio retorna y alguien, que inteligentemente abandonó la discusión bizantina, pone una nueva canción. Una de esas que logran lo que toda gran canción debe lograr: ese silencio cómplice entre quienes están compartiendo la experiencia de oír música. Una pausa, como en la música misma, que organiza y le devuelve la armonía a la reunión. Porque la experiencia colectiva puede también ser grata cuando descubrimos bandas y géneros, canciones y sonidos que nos llegan como enviados por un dios del Olimpo que nos quiso por un instante. Hay un intercambio de saberes y de anécdotas que se transmiten a través de una canción que jamás supuso contar esa historia. Se hacen confesiones del mal gusto, y resulta que aquel "pecado musical" suele ser aceptado por todos o la mayoría y nos damos cuenta de que la canción no era el pecado, sino la creencia en los estereotipos que la podrían definir.

También se cultiva la capacidad de selección. Escoger bajo la presión de los otros. Poner música es como si en un restaurante, al ordenar alguno de los platos de la carta, todos los que están allí fuesen a comer nuestra elección. A comerla con gusto, con placer. Y con suerte, con algo de suerte, esta experiencia puede derivar en un banquete –como aquel de Platón- en el que todos comen y hablan, beben y ríen. Sí, la música variada pero coherente, satisface a todos y permite hacer filosofía del amor. Sí, la experiencia de oír música con otros es grata cuando la conversación no es más que el pretexto, el acompañamiento de la música. No, como muchos creen, la música el trasfondo de la charla.

Oír música con otros es una tragedia, en el sentido clásico y griego de la palabra, se pasa, en los clics que van definiendo la banda sonora de la noche, del dolor a la alegría, del bien al mal, de lo agradable a lo desagradable, de la música al ruido. En esta dinámica trágica, en este ir y venir de lo bueno y lo malo de oír música con otros, se forjan las amistades. Y se forjan porque entre gustos sí hay disgustos y esos disgustos permiten que salgamos de la corrección política que nos quiere imponer la gente de bien –dueña de la razón y de la música cool- y nos paremos de nuestra silla, nos dirijamos al equipo de sonido para interrumpir esa canción horripilante que escogió el otro, no con el ánimo de oír una que queremos, sino con el ánimo de aguar la fiesta.