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Cultură

Mi mes sin sexo

Descubrí que tenía el virus del papiloma humano y fue todo lo contrario a lo que dicen en Girls.

Eventualmente, algunas mujeres van a escuchar estas tres palabras que les cambiarán la vida: “Tienes VPH”. Descubrí que tenía VPH (el virus del papiloma humano, primo del herpes, crece en el cérvix de la mujer y produce cáncer cérvico, una de las principales causas de muerte de mujeres en todo el mundo) hace dos años y medio, y fuera de permitirme hacer esas bromas sobre cómo voy a morir de cáncer antes de los 30, fue aterrador (por eso las bromas); todo lo contrario a lo que dicen en Girls.

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Por un lado, después de que tu prueba del papiloma sale positiva, te tienen que hacer una colposcopía (en la que el doctor te pinta el cérvix con un químico para analizar el crecimiento irregular de las células con sus ojos), y cuando por fin lo ve, te dice: “¡Éxito! ¡Hora de una biopsia!” lo que implica que va a cortar un pedazo de tu cérvix con unas tijeras gigantes mientras está ahí acostada, completamente lúcida y sin anestesia. Duele tanto como piensas. Después tienes que esperar un par de días para descubrir que tan avanzado está tu caso, en otras palabras, que tan probable es que desarrolles cáncer.

La primera vez que atravesé por este proceso, me dijeron que todo estaba bien, que me fuera y que todo se resolvería solo, lo que suele pasar con el VPH, y así fue. Dos años y medio más tarde, no he tenido tanta suerte.

Una semana después de mi increíble biopsia (mi segunda en dos años, deberían tener una tarjeta de cliente frecuente para esta madre), recibí una llamada de mi doctor.

“No se ve bien”, me dijo, “necesitas venir lo más pronto posible para que quememos tu cérvix con láser”. Estoy parafraseando, pero entienden lo que digo.

Inmediatamente llamé a una amiga que había atravesado por ese procedimiento. Me explicó todo, me dijo qué esperar y lo que sentiría, antes de soltar la bomba.

“No puedes usar tampones, y definitivamente no puedes tener sexo durante seis semanas, porque la herida tiene que sanar”.

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“Es broma”, le dije. Durante un instante, la idea de dejar de tener sexo me resultó más abrumadora que la noticia de que tenía algo en mi interior con el potencial para transformarse en cáncer.

“¿Puedes al menos jugar con el exterior?” pregunté.

Mi amiga se rio. “Que bueno que preguntas”, me respondió. “Tenía una amiga que se sometió al mismo procedimiento, y después de dos semanas lo necesitaba tanto que usó su vibrador sólo por fuera, pero eso fue suficiente para arrancar la costra en su interior, y tuvo que regresar al hospital para que la trataran de nuevo”.

Colgué el teléfono para enfrentar mi triste realidad, pensando en mi vida sin sexo y en mi vagina descompuesta. ¿Quién me va a querer ahora? pensé, siendo completamente irracional.

Y aunque no me mido como persona por cómo soy en la cama, el hecho de no poder tener sexo ni masturbarme me parecía completamente desencantador, y por extraño que suena, me enfrentó con mi mortalidad. Me hizo tener mucho más miedo del cáncer cérvico o de pecho; del tipo de enfermedades que nos pueden robar nuestra feminidad (o masculinidad, si eres hombre).

Estoy consciente de que “ser mujer” no se reduce a nuestros órganos sexuales; sé que involucra mucho más, pero al mismo tiempo, hay algo muy básico y primario en la feminidad que aporta nuestro sexo. Mi vagina, de pronto, se volvió algo esencial.

No he tenido sexo con tantos hombre, pero sí suficientes para ser “promiscua”. En mis peores momentos, llegué a pensar que quizá estaba siendo castigada por mis aventuras sexuales. NO hay parte de mí que realmente crea eso, pero acostada sola a las 3AM, empecé a sentirme muy sola y asustada.

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Estaba saliendo con un güey en ese momento, y tenía que decirle lo que estaba pasando porque no había forma de esconderle el hecho de que no podría tener sexo durante un mes. No me volvió a hablar (aunque cuando por fin lo contacté me dijo que había sido por otra razón), pero con mi imaginación volando a mil por hora, me hizo sentirme rechazada, y creo que hubo un punto en el que me describí como una “puta abandonada”. Sí, puedo ser muy melodramática.

El doctor me quemó el cérvix, y sangré durante una semana, y salían cosas horribles de mi interior que parecían granos de café cubiertos de sangre. Pero por primera vez, el sexo no era algo que me importara o en lo que pensaba. Aunque los calambres disminuyeron y eventualmente pararon, la idea del sexo empezó a resurgir en mi cabeza.

Lo quería con todo mi ser. Sólo quería coger. O masturbarme. O algo. Pero no había nada que pudiera hacer, y eso sólo lo hacía peor.

Pero durante la tercera semana, me invadió una especie de tranquilidad zen. La calentura se disipó. Empecé a apreciar no tener que compartir mi cama con un güey. Al terminar la noche, me gustaba poder decir: “Tengo la vagina descompuesta, así que tengo que irme a casa sola”.

Mi vagina ya funciona de nuevo (con una capacidad reducida, pero al menos funciona), y no perdí ni un segundo para empezar a meterle cosas. Porque aunque estoy consciente de que no “necesito” el sexo, también sé que es algo que me gusta mucho. Y quiero hacerlo, lo más que pueda.

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