En los años cincuenta, alguien tuvo la feliz idea de convertir lo que era un pacífico y tranquilo pueblo de pescadores en una sucesión de gigantescas torres de apartamentos de hormigón, brutalismo de macrohoteles con piscinas y jardines, campos de mini-golf, locales comerciales que se comen las aceras y parques de atracciones extraños.Fue en ese momento cuando nació realmente Benidorm. En una década todo cambió, y la calma chicha de esta localidad de la costa alicantina se transformó cada verano en jolgorio, guiris, paellas precocinadas, coches tuneados y 2x1 de garrafón en las discotecas.
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Pero, cuando llega el invierno, son los abueletes quienes toman las calles de la ciudad y la arena de la playa. Se hacen fuertes montados en sus motocarros, forzando el cuerpo en clases de gimnasia junto al mar y bailando bailes de salón en restaurantes reconvertidos en salas de fiesta.Desde hace diez años, hay una semana entera en la que estos veteranos energéticos conviven con los jóvenes que acuden al Low Festival. Benidorm parece una enorme zona de acampada y los fans de María Jesús y su acordeón se miden las caras con los de Oblivians, Dwarves o Melange.
El mañaneo se confunde con el madrugón, el power walking se mezcla con la caminata a por provisiones a la gasolinera y el primero en clavar su sombrilla coincide con el pionero en usar una toalla como cama.Hemos salido a la calle para retratar a estos dos grupos de guerreros y, sin duda, son los más vetustos quienes se llevan la palma. Si el futuro de la humanidad dependiera de alguien, ellos deberían ser los seleccionados. Al menos si la batalla se celebra en Benidorm.
