FYI.

This story is over 5 years old.

Cultură

Aquila non capit muscas – Contra la guirificación

Casi media centuria ha volado desde que en 1968 Pedro Lazaga abortara El turismo es un gran invento, infradesarrollada comedia cinematográfica precisamente urdida al servicio del desarrollismo tecnócracta franquista. Salvo por ese detalle, nimia anécdota cronológica, ninguna compulsa notarial podría suscribir que el apotegma expuesto en dicho título se haya visto alterado lo más mínimo durante tan prolongado lapso. Adquiere en pleno S. XXI dimensiones irracionales la vocación de esbirrismo para con el turista, ancestralizada a su vez en Bienvenido Mr. Marshall, que el ministerio entonces bajo la férula de Fraga inculcó en la supraconciencia nacional. Hipertrofiado el nefando modelo sol-y-playa, aggiornato con reclamos altogastronómicos o hipotéticamente culturales, cuando no directamente lúdicos en el sentido más bigardo de la palabra, ha arrasado el turismo con litoral y secano, degradando y apoderándose no solo de esas reservas apaches ungidas en quemaduras solares, apócrifas paellas y mefíticas sangrías, sino corrompiendo también hasta el tuétano ciudades presuntamente civilizadas y sus respectivas ciudadanías.

Publicidad

Todo ello en connivencia con una población nativa demoscópicamente favorable a esa plaga, por desgracia ya de abasto planetario, y todavía asida a la creencia colectiva de que el turismo es positivo y necesario, porque crea puestos de trabajo, genera divisas y, en época chupiglobamulticultural, enriquece nuestro acervo humano, ese vertedero, visto lo que con él hacemos y nos reporta.

Ciertamente, habiéndose afianzado un sistema de drogodependencia económica en un país que acostumbrado a mendigar ha hecho del sector servicios su principal fuente de avituallamiento monetario, en detrimento de industria y ciencia, son muchos los que, sin computar carteristas, proxenetas, tahúres, descuideros y camellos, sobreviven o se lucran a expensas de los “bárbaros con sandalias”, como definía Malcolm Lowrey a la turistada. Paradigma de esa lamentable premisa es Barcelona, donde hace poco una poderosa empresaria admitía sotto voce que allí el único futuro laboral posible es el que pasa por atender al turismo. Barcelona, donde la realidad amenaza con devenir más siniestra que ficciones como la fabulada por Sebastià Jovani en su segunda novela, Emet o la rebelión, que muestra al distrito de Gràcia licantropizado en una Ciudad Erasmus y tomado por corporaciones de diseñadores suecos.

En Barcelona, villa que se precia y se vende de moda, eternamente dividida en una esquizofrenia que tan pronto la troca latina como mediterránea, nórdica como brasileña, neoyorquina como sudanesa, lo que sea menos ella misma con tal de arrancar unos euros a cambio de los últimos despojos de su dignidad, la mentalidad de tendero ha causado estragos, haciendo de identidad y costumbres locales, y no hablo precisamente de las catalanistas, becerro sacrificial para adorar a otro bóvido, el de oro que Moisés pulverizó. Una barata codicia que pasa por someter al barcelonés a un acoso parecido al que sufría Polanski en El quimérico inquilino, persuadiéndole de que el extranjero es él y encima está de más. “Mi ciudad no me acepta/Ya no me siento bienvenido aquí”, que cantaba Elvis. Día a día la psicogeografía de mi barrio se transforma. Aunque alejados de ese centro urbano devastado a semejanza de la vandálica Sodoma auspiciada en Lloret de Mar, la proliferación de hoteles y pisos patera para supuestos estudiantes yanquis o comunitarios, cuando no edificios enteros, ha redundado en una ineluctable mutación del mío y de otros hasta ahora a salvo de la pandemia. Así, en una campaña de gentrification turística que ni la Daley Machine en sus tiempos, los precios en dichas zonas se van duplicando; con o sin diseño, sus bares y restaurantes se parecen cada día más a chiringuitos “english spoken”; brotan como esporas los comercios con ínfulas para visitantes adinerados; y el tejido social se disuelve en un segundo correlato sub-espectacular de la realidad, mientras la orografía urbana acaban de desfigurarla bazares, fruterías, figones y badulaques chinos o pakistanís, que también se expanden cual psoriásico sarpullido gigante.

Así las cosas, en cada vez más calles cuesta cada vez más trabajo oir hablar español, no digamos ya catalán, registrándose la paradoja de venir fomentada esa usurpación por las mismas fuerzas punificadoras de aquellos que no rotulan sus comercios en la lengua de Pompeu Fabra. Es ese doble rasero por el que  la administración autonómica promueve a palos la normalización lingüística al tiempo que emplea el inglés, errores gramáticales incluidos, empavesando las farolas con carteles anunciadores de “international meeting points” o “fashion weeks”, muestra exponencial de lo profundamente que se ha inoculado el virus de la idiotez en lo que antaño entendíamos como cultura autóctona. Refuerzan esos barbarismos, prolijamente utilizados también en prensa y televisión, otra faceta de la invasión turística y el vasallaje que se le rinde, la de los que aquí se instalan destacados por la multinacional de turno o en pos de una existencia diletante, atraidos por la reputación jaranera, pseudo-bohemia y permisivamente buenrollista que ha convertido a las Ramblas en retrete internacional, destino masivo de despedidas de soltero/a venidas de allende. Está creando el guiri en su conjunto de perfiles, de paso o residente, low o high cost, ilustrado o analfabeto, currante o cantamañanas, guetos lingüístico-culturales que permean distintas capas de nuestro habitat, sean el ocio o la educación, pues hasta el colegio de mi hijo, donde abundan los padres apátridas y las familias con pasaporte mixto, me invita a un “bookcrossing”, lo que antes en cristiano habríamos llamado un mercadillo de libros.

Se da justamente cerca de ese centro educativo, para más señas en la confluencia de la plaza Kennedy con el paseo de San Gervasio, uno de los más lamentables ejemplos de la guirificación y los abusos y canalladas que el consistorio comete en su nombre. Una parada del bus turístico lleva lustros emplazada al lado de un paso de peatones, constantemente gaseado por el tubo de escape de los vehículos que en ella se estacionan con el motor encendido, todo y que niños y viandantes cruzan por allí a discreción. El gran invento del turismo consiste pues no ya únicamente en humillar  a aquellos que de él viven sino en cambiar la vida para peor a todos lo que sin pedirlo ni quererlo lo sufren a diario en un número de aspectos progresivamente mayor de su existencia cotidiana. Poco podemos hacer para impedirlo, ni siquiera para exiliarnos mentalmente o resarcirnos de tanta impertinencia y fastidio, como no sea enviar a los guiris en dirección contraria a la que nos preguntan o apartarlos a codazos y sin contemplaciones cuando entorpecen el paso. Me comentaba alguien su recalcitrante deseo de que sea en Cataluña donde finalmente Eurovegas aposente sus reales, para así reventar de una vez. Poco importa, me temo, que sea aquí o allí el enclave elegido como sede de tan catastrófico complejo. Pase lo que pase tenemos todas las de perder.