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Fotos

Una prostituta rumana nos cuenta su vida

Vive con otra chica en una caravana de un camping de carretera perdido en la costa levantina. Cobra 30 euros el completo, 40 si hay suerte.

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No es que me resulten especialmente desagradables, pero, siendo ésta la tercera cucaracha que veo en solo cinco minutos, empiezo a sentir cierta intranquilidad por lo que pudiera estar correteando a mi alrededor. Poca luz, suelos de madera acartonada, restos de comida fría y una humedad intensa y constante. Está claro que aquí son felices. Al menos, ellas. Tres botes de Cucal vacíos cogen polvo en un rincón. Vaya, allá va otra. Intento mirar hacia otro lado, pero mis ojos se topan con una mancha de aspecto amarillento y procedencia indeterminada que ocupa gran parte del pequeño sofá que sirve de perchero improvisado.

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Resuelvo no hacer un análisis más detallado y sigo buscando un punto donde descansar la vista. Huele a sudor, a tabaco negro y a comida china. También me llega un leve aroma a mandarinas. Empiezo a pensar en razas de perro, ordenándolas alfabéticamente. Es algo que hago siempre que necesito descargar tensión mental. No he llegado aún a boxer cuando me encuentro con la mirada culpable de la dueña del lugar. Es indudable que ha intentado maquillar el ambiente a base de vaporizar perfume barato. No lo ha logrado, pero tampoco he venido hasta aquí para juzgar el entorno. Vengo a hablar con ella. A que me cuente su vida. A que me relate la historia más dura, la más puta jamás contada; la suya. Se llama Ileana y es de Rumanía.

"Siempre quise ser una princesa. De las de verdad, de esas que salen en los cuentos, de las que llevan corona y zapatos bonitos". La primera, en la frente. Porque es una princesa, sí, pero de las otras. De las de mentira, de las del asfalto. De las de a 30 euros el completo. "O a 40, con suerte". Ileana vive con una compatriota en una caravana de un camping de carretera perdido en la costa levantina. Aquí duermen, cocinan, se asean y reciben a esos pocos clientes en los que todavía depositan algo de confianza. El resto pide hora en la calle. Delgada, pálida, ojos negros y esos pómulos hundidos típicos de quien se ha liado con la droga. En sus brazos, pequeñas cicatrices donde el pico ha logrado penetrar en la carne. Tiene veintiocho, pero podría tener cuarenta. Su padre, bosnio-croata, murió en las Guerras Yugoslavas. Ella se quedó con sus tíos, una pareja sin hijos. Allí empezó todo.

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"Era una habitación rosa. Yo tendría unos 9 o 10 años, aún jugaba con muñecas. Mi tío me leía cuentos, antes de dormir. También era él el que me daba el beso de buenas noches. Con el tiempo, empezó a acercarse más a mí. Me decía que me quería mucho. Una noche, se metió conmigo en la cama. Recuerdo dolor, mucho dolor. Sucedió muchas más veces". Aquello duró hasta los 16 años. Poco después de cumplirlos, decide marcharse y dejar todo atrás. No ha vuelto a pisar su país natal desde entonces.

"Estuve de camarera en distintos países; Moldavia, Ucrania, Eslovaquia y, finalmente, Austria. Allí conocí a Traian. Me enamoré de él enseguida". Se queda embarazada, claro. Una noticia que el futuro padre no recibe como ella había esperado. "Me dio una paliza tremenda, casi me mata. Me ha pegado muchas más veces, pero nunca como aquella vez". Como recuerdo; un tabique nasal hundido, un ojo izquierdo parcialmente ciego y un riñón a medio gas. "Mi hijo Fane nació a las pocas semanas de recibir el alta. Es lo único bueno que me ha pasado en la vida".

Juguetea con un cerdito de plástico. "Es igual a uno que tuve de pequeña. Se lo compré a Fane al poco de nacer. Siempre lo llevo conmigo. Bueno, menos cuando trabajo". Lo mantendrá entre sus manos durante el resto de la entrevista.

"Hablo con él cuando puedo. Cada dos días, más o menos. No quiero que sufra. Me ha visto muy mal. No quiero que me vea así. Él no sabe nada de esto. Es muy pequeñito y no lo entendería". Fane crece con unos amigos en Austria. Ella le envía todo el dinero que puede. Reserva para su hijo casi tres cuartas partes de lo que gana. Me lo demuestra enseñándome los comprobantes de envío. Subsiste con poco. Muy poco. También tiene que juntar algo para Traian.

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Joder con Traian. Por lo que me cuenta, ese pájaro es un verdadero pieza: Alcohólico, heroinómano, maltratador, jugador y pendenciero. También ha coqueteado con el narcotráfico y la trata de personas. Le sobran galones. "Él fue quien me metió en esta mierda. Se quedó sin trabajo y tenía muchas deudas. Me pegaba todos los días". Una noche, apaleada y con lo puesto, decide enviar a su hijo con sus amigos austríacos. Lo hace, claro, a espaldas del padre. Como pago, Traian le extiende un cheque en forma de violación múltiple: Durante horas, hasta cuatro sujetos la violan despiadadamente en un cuarto oscuro a las afueras de Viena.

Ileana cae en el refugio de la droga. "Me puse de todo. Heroína, cocaína… Olvidé quien era. Ya ni me dolían los golpes. Pensé que algún día podría matarme, pero me dejó de importar. Quería que todo acabase. Una noche, él me metió en un coche con gente que no conocía. Decidió que me fuera a Francia, a trabajar de chica de la limpieza. Creí que era una buena oportunidad para empezar de nuevo, lejos de allí".

Pero Francia es España. Y lo de limpiar pisos resulta en abrirse de piernas para un puñado de camioneros sudorosos. No puede dejarlo; Traian vigila. Sabe lo que hace a cada momento. Él manda. Vive de ella. Ileana me cuenta lo que se ve forzada a hacer entre esas cuatro paredes, sin escatimar en detalles. Lo hace todo. Sí, todo significa todo. A todos los niveles: Efluvios, posturas y rincones corporales. "Me piden cosas que no sabía ni que existían. Ya casi nadie se conforma con lo normal". Barra libre por poco más de lo que cuesta cenar en un restaurante de perfil medio. Y sin límites.

Suena su móvil. Ileana alarga el brazo y echa un rápido vistazo a la pantalla. Veo cómo palidece. La pantalla, a medio esconder entre sus dedos, escupe un nombre: Traian. No hay más tiempo, Ileana debe volver ya a ese particular infierno del que yo no formo parte. "Fuera en un minuto, que hay clientes esperando". Cojo mis cosas y salgo volando. Ya frente al coche, me paro un segundo a pensar. Porque, llegados a este punto, no sé qué agradezco más; si el tiempo que me ha dedicado Ileana tan desinteresadamente o el hecho de poder largarme para siempre de aquél inmundo lugar.

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