FYI.

This story is over 5 years old.

deportes

Empate a cero, el marcador de la frustración brasileña ante México

A los mexicanos ya no los quieren en Brasil desde el empate con el anfitrión.

Hasta el martes por la tarde todo era un idilio con sabor a caipirinhas entre los brasileños y los miles de aztecas que arribaron a tierras cariocas con disfraces del Chapulín Colorado, el Santo, Blue Demon y sombreros de mariachi que cobran vida cada 4 años y refuerzan el autocriticado estereotipo mexicano ante el mundo del paisano fiestero, borracho y madreador.

Pero del amor al odio reprimido en la tierra de “Tiradentes” sólo hay un partido de futbol de diferencia, y en el juego nacional por excelencia la costumbre de ganar para Brasil se vuelve obligación, y si el Mundial es en casa, la obligación es mandato divino. Cuando esto no pasa, algo enrarece el ambiente, y en Brasil vaya que se puso raro con los mexicanos después del partido en el que Neymar lloró escuchando su himno nacional, imagen que después sirvió como meme para argumentar que las lágrimas eran por la imbatibilidad del portero azteca.

Publicidad

En mi caso, entre mi paranoia y una realidad que mutó en cuestión de horas, percibí que el portero del edificio desde la mañana del miércoles apenas me saluda y bota el seguro de la entrada ya sin preguntarme quién soy. “Otra vez el pinche mexicano”, ha de pensar. El de los “sucos” ya no intenta ser ameno cada vez que llego por mi mezcla de vitamina y se pone a hablar un portugués inentendible con los güeyes que atienden el local. “Me ha de estar mentando la madre o cagándose de risa de las babas que me estoy tragando”, pienso mientras bebo la espuma del jugo. Días antes, hasta con ganas de aprender español lo veía.

Y es que el mandato de deus que parecía cuestión de trámite ante los ratones verdes no ocurrió y los brasileños cambiaron el gesto cálido y amigable que habían tenido con el mexicano en general hasta antes del partido por uno indiferente, irritado y, en algunos casos, de un encabronamiento reprimido que en el plano de la civilidad que exige ser anfitriones de una Copa del Mundo no encuentra un pretexto válido para manifestarse. La histeria reprimida es el peor veneno para un pueblo generalmente alegre.

Ante esta bomba de emociones negativas contenidas, los mexicanos nos convertimos en el enemigo público del brasileño promedio que después del partido no encontró más que pagarnos con la moneda de la indiferencia: de pronto andar disfrazado del Chapulín Colorado dejó de ser cool, el sombrero de mariachi se volvió excesivo y el loop del “canta y no llores” se comenzaba a volver irritante hasta para los mismos paisanos. Las máscaras se volvían tan innecesarias como traerlas puestas un martes en Paseo de la Reforma. Algo del embrujo que había mantenido un idilio desde “México 70” entre cariocas y aztecas se había roto, al menos por unas horas… o días.

Publicidad

Y es que si de orgullo se trata, los brasileños son campeones del mundo, por lo que demostrar abiertamente su enojo significaría aceptar la terrible derrota moral que sufrieron ante el equipo de “Guillermo Ochoa y 10 más”, y muchos, la gran mayoría, prefirieron llevarse una digestión pesada a la cama antes de demostrar su frustración, algo que agradezco infinitamente porque en el FanFest de Copacabana, de haberse armado los putazos (uno de las tantas connotaciones de la palabra favorita de la FIFA en estos días) nos hubiera tocado como de a cien brasileños por mexicano —sin contar todos los Marcelos, Neymares y Hulks que pudieron bajar de las favelas— en caso de que a Andrés Guardado se le hubiera ocurrido meter ese tiro de larga distancia en el último minuto, gesto técnico que yo no le veía desde que jugaba en el Atlas.

Si bien se logró consumar el histórico empate, marcador que además ponía en una zona de “neutralidad” a “torcedores” y springbreakers mexicanos —para bien y para mal, porque una derrota nos hubiera enchilado y vuelto altamente susceptibles ante las burlas brasileñas—, sabemos que en la arena futbolera un empate entre México y Brasil es como un 2-0 a favor de los norteamericanos del tercer mundo, pero esto nosotros lo festejábamos en maliciosa complicidad y en un español indescifrable pero previsible ante la sarcástica euforia de decenas de mexicanos que prefirieron ver el juego entre shorts a media nalga, bañadores brasileños, cerveza y un atardecer a metros del Atlántico que viajar hasta Fortaleza (la punta del carajo norte brasileño) para ver un 0-0.

Publicidad

Por fortuna para mi y mis paisanos atrapados entre esa ola verdeamarelha de 70 mil personas en las arenas de Coapacabana, para este pueblo después del fútbol siempre llega la samba, y así, bailando su ritmo más peculiar y explotado en el mundo como parte de su estereotipo nacional, las endorfinas invadieron los cuerpos de las meninas y los garotos hasta que en la quimera de la danza fueron olvidando poco a poco el empate con sabor a derrota y a esos pinches mexicanos que le gritaban "puto" a su portero en cada despeje de portería, el mismo grito que ahora se ha convertido en trending topic mundial gracias a la doble moral de la FIFA que prohíbe actos homófobos en los estadios, pero que organizará un mundial en un país donde la homosexualidad es condenada: Qatar.

Por lo pronto, Brasil tendrá que esperar hasta el juego contra Camerún para olvidarse de un Chapulín Colorado llamado Guillermo Ochoa que les amargó la fiesta en un día que se volvió feriado para ver a su equipo, que causó caos vial en Río y en Sao Paulo paralizó la ciudad de tal forma que las filas de tráfico llegaban a ser de más de 40 kilómetros. Esta vez ni el árbitro ni los rayos rubios en el pelo de Neymar pudieron contra los once ratones verdes que mordieron cada hueco de la cancha.

“No contaban con su astucia”.

Sigue a Víctor en Twitter:

@Victorleaks