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¿Tienes fuego?

Alma en llamas

¿Puede un grupo de prisioneros salvar California de los incendios?

Fotos por James Pogue, collages de Winston Smith.

Uno siempre debe declararse culpable. Estadísticamente hablando. Literalmente no hay fin —esta mañana en los periódicos vi la declaración de un tipo cumpliendo una sentencia de por vida por robo a mano armada— a lo que puedan hacerte si luchas contra eso, ya que la mayoría del tiempo tienen documentos, videos de vigilancia, una pistola debajo del asiento del copiloto y tú tan solo debes aceptar los años que te den. Porque el número de años a los que te sentencian —“diez años más la mitad”, “ocho años por ocho”… es muy barroco— es solamente el principio. Entre más alto el número de años, más difícil la prisión, y en California este tipo de prisiones —nivel tres, nivel cuatro— equivalen a un castigo aparte.

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Justin se declaró culpable, y nunca había escuchado del programa del Campamento de Conservación cuando él y su esposa Kelly fueron sentenciados en el condado de Fresno, California, por operar un fraude hipotecario.

“Llegaron a la corte vestidos como gente normal”, decía una nota local sobre la audiencia en la cual Justin fue sentenciado a más de diez años en prisión, “pero salieron esposados”. El artículo se publicó con una foto de la pareja en la corte: Kelly ve directo al juez, siniestra y desafiante. Justin, viendo miserablemente a su esposa, encorvado en una polo verde mientras sobresalía su panza y se ve destrozado.

Cuando lo conocí en agosto, Justin —que me pidió no usar su apellido— estaba vestido con un uniforme de preso color naranja, a pesar de que estuviéramos a 32 kilómetros de la prisión más cercana. Él estaba sentado en una mesa en el puesto de mando de Tuolumne City, una estación de bomberos construida apresuradamente en un parque en el centro de la pequeña ciudad de Tuolumne, a la orilla del Parque Nacional Stanislaus en las faldas occidentales de la Sierra Nevada de California.

Un tercio de la base tenía tiendas de campaña blancas, cada una albergaba a 32 reclusos. El resto de la base funcionaba como un centro de operaciones y hogar para miles de bomberos y grupos de apoyo trabajando para combatir el incendio Rim, que arrasaba con el Bosque Nacional Stanislaus y el Parque Nacional Yosemite, a unos kilómetros de nuestra ubicación. Había camiones de bomberos estacionados en las calles estrechas —una precaución contra la posibilidad de que las llamas llegaran al cañón cercano y se extendiera al pueblo—. El humo era tan espeso que quemaba mis ojos. “Mis hijas saben que su padre está en la cárcel”, me dijo Justin. “Pero si les preguntas, ellas dicen: ‘Mi papi es bombero’”.

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Justin es parte del programa del Campamento de Conservación de California, una gran pero muy poco conocida colaboración entre el Departamento de Corrección y Rehabilitación de California y el Departamento Forestal y de Protección contra Incendios de California (Cal Fire). El programa, creado en 1946, elige a 4,200 delincuentes de las abarrotadas y peligrosas prisiones y los traslada a los 42 campos, ubicados en áreas rurales expuestas a incendios, situados desde la frontera de Oregon hasta el condado de San Diego. Dado el hecho que Cal Fire sólo tiene 4,700 empleados de tiempo completo, los equipos de reclusos como en el que trabaja Justin representan una gran parte de la capacidad de los servicios de bomberos estatales. Los reclusos pasan la mayor parte del año cumpliendo su sentencia en los campos, construyendo parques y haciendo otros trabajos, pero cuando ocurre un incendio, son despachados y viven en una base cerca del incidente hasta que el incendio es contenido.

Don Camp observando cómo se incendian unos pinos.

Los reclusos son la fuente principal del estado para trabajo obrero y pertenecen a equipos que desempeñan las labores más difíciles —y quizá más peligrosas— de los bomberos: ellos son los que se adentran a las profundidades de los bosques, donde no llegan los camiones de bomberos ni excavadoras. Ahí usan sierras eléctricas y herramientas para crear una línea de contención, que básicamente es una trinchera que el fuego no pueda saltar. Los equipos que hacen este trabajo para el gobierno federal son reconocidos como hotshots, o chingones, y son vistos como héroes, al igual que las 19 personas del equipo hotshot de Granite Mountain que murieron el junio pasado combatiendo un incendio en Arizona.

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Los incendios no controlados han aumentado en tamaño y frecuencia en el oeste estadounidense; lo que ocasiona un problema en California, con sus grandes áreas rurales y poblaciones semiurbanas esparcidas entre los bosques, praderas y desiertos a través de todo el estado. La combinación atrae desastres, como lo corrobora Cal Fire con el ya conocido “Gran Fuego del 2003” del sur de California, conformado por 14 incendios, y que dejó como resultado 24 muertos; 1’870,000 hectáreas consumidas; 3,710 hogares destruidos y mil millones de dólares en daños.

Mientras tanto, los cortes presupuestales en programas de rehabilitación y nuevos criterios de sentencia han hecho del sistema penitenciario un desastre fiscal y moral. El gasto en prisiones se ha elevado un 486 por ciento, ajustado por la inflación, desde 1980, y el sistema está ahora en bancarrota después de que un fallo de la corte dijera que el hacinamiento en las prisiones equivalía a un castigo cruel e inusual. Pero California siempre ha sido un estado que se ha reinventado fácilmente y encuentra buenas soluciones, y cuando escuché por primera vez del programa de Campamento de Conservación, terminé fascinado con eso por ser un intento californiano de buscar solución a dos problemas muy del siglo 21 que enfrenta el estado: tomar el sobrecupo de prisioneros y utilizarlo para luchar contra el exceso de incendios forestales.

Recientemente me mudé a California, y terminé interesado en los intentos del estado de atender sus distintas políticas y desastres ecológicos. Cuando el incendio Rim —nombrado así por Rim of The World Vista en la carretera 120, haciendo referencia, en inglés, a la carretera de la orilla del mundo— empezó en uno de los lugares más hermosos de la Tierra, la preocupación se convirtió en una obsesión. Sin esperar una tarea periodística o al menos una confirmación de los oficiales del estado de que podría convivir con los prisioneros o ver el fuego, preparé mi camioneta y manejé a la sierra.

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Para cuando llegué a Tuolomne City, el fuego ya se había extendido a un ritmo inconcebible: árboles incendiados en un área de entre 75 mil y 125 mil hectáreas de fuego —las llamas consumieron el bosque—. Un incendio de 125 mil hectáreas es algo conocido por el Servicio Forestal de Estados Unidos como “zona de desastre”. El incendio Rim consumió más de 625 mil hectáreas, convirtiéndose en el tercer incendio más grande en la historia de California. Los ecologistas que monitoreaban la sección de la sierra oeste ya lo estaban nombrando The Big One.

Un preso al que le están haciendo trenzas en la base de Tuolumne City.

Conduje de Los Ángeles, e hice una llamada telefónica en una parada de autobuses en Modesto; logré ponerme en contacto con el Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California y hablé con el teniente Dave Fish, capitán de un campo residencial de presos llamado Baseline. La idea no pareció encantarle pero me dijo que podía acompañarlo.

Había un total de 623 presos combatiendo el incendio cuando llegué al lugar, la mayoría dormía en tiendas de campaña blancas en la base del incidente, pero el teniente Fish tenía varios equipos de 17 hombres viviendo en el campo de Baseline, a 32 kilómetros de Tuolumne City. El camino es hermoso. Se pueden ver montes con árboles y campos con paisajes. Durante el viaje vi letreros escritos a mano, de tamaño considerable, que decían: GRACIAS A LA POLICÍA + BOMBEROS y TU VIDA VALE MÁS QUE MI CASA.

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Si acaso tenía una idea preconcebida del sistema de rehabilitación, mi llegada al campo Baseline cambió mi opinión. Atravesé las puertas del estacionamiento; el campamento no parecía una prisión sino un lugar con casas de campo. No había una cerca de seguridad alrededor del sitio, y aunque había una caseta de seguridad a la entrada, no había personas cuidándola, mucho menos me hicieron una revisión al entrar.

Cruzando las puertas había un jardín con una alberquita con peces koi, diseñado, construido y mantenido por los presos que vivían en los dormitorios ubicados alrededor del patio; los 17 hombres en el equipo de bomberos dormían juntos, para fomentar compañerismo. El teniente Fish, de estatura normal y con una actitud bastante oficialista, me recibió en el patio.

Fish, como me dijo que le llamara, me mostró el lugar y me presentó a un preso llamado Washington, un hombre negro de San Diego. Tenía 32 años de edad y estaba a meses de cumplir su sentencia de 12 años por robo a mano armada. Él hablaba muy amablemente y en voz baja, tanto que se me hizo difícil que mi grabadora pudiera captar su voz, y explicó que la libertad que existe en el campamento lo sorprendió.

"Cuando llegué aquí pensé: ¿No hay muros?", dijo Washington. "¿Después de una década?” Él, como el resto de los presos, fue sometido a un proceso de calificación para entrar al campamento y se tomó en cuenta la gravedad de su delito y el comportamiento en la prisión. Asesinos, violadores y, claro, pirómanos son excluidos. A la mayoría de los presos les restan dos días de sentencia por cada día que trabajan en el campamento, pero el juez de Washington dictó que él debería de cumplir por lo menos 80 por ciento de su sentencia. “Fuera o dentro del campamento, yo ya pasé la mayoría de mi vida adulta en prisión. De hecho, nunca he ido a un antro para mayores de edad”.

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La parte sur del incendio Rim.

El contrabando era un problema, explicó Fish. “Tus compas vienen acá, te traen un teléfono celular, cigarros, drogas, lo que se, lo dejan en los arbustos. Luego se puede usar el teléfono celular para planear una fuga, ataques a los guardias, lo que sea. Si alguien tiene un celular en el campamento, lo expulsamos. Hemos encontrado muchos. Hubo un tipo al que descubrimos con un celular bajo las sábanas. Un guardia vio la luz del celular. El tipo saltó, golpeó al oficial en la cara con el codo, y huyó corriendo. Ahora ya está de regreso en prisión, y le añadieron años por intento de fuga y por golpear a un oficial. Aquí no durarás si no sigues las reglas”.

El equipo de Washington se estaba preparando para entrar al incendio, así que Fish y yo condujimos de regreso a la base en Tuoloumne City donde desayunamos con otro teniente, el capitán del campamento Mount Bullion, a 95 kilómetros sur de donde estábamos en el condado de Mariposa. Él fungía como representante del Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California y era la persona de planta encargada de todos los capitanes del campamento y los equipos de bomberos. Su nombre real era Chris Dean, pero todo los presos se referían a él como El Loo. Era grande, con cabeza rapada, lentes de sol y barba de candado, por su aspecto pareciera que habría podido ser motociclista o ser quien es, pero no otra cosa.

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“Pregúntale a los federales”, dijo Fish mientras desayunábamos unas papas, huevos y fruta fresca, una comida preparada por presos concineros para todo el campamento. “Dicen que estos tipos hacen el mismo trabajo que los hotshots”.

“Pero cuando hay cosas que hacer, como lavar la ropa”, agrega Lou, “y los tipos de Cal Fire esperan que la ropa de los presos esté limpia, ¿no crees que hay resentimiento contra nuestros chicos? ¿nuestros prisioneros? Así que tenemos que cuidarnos de esas cosas. Intento que nuestros chicos entren al comedor antes que nadie, así para quitarnos del camino de los profesionales”.

Fish me contó una historia acerca de un preso que murió en el sur de California cuando un equipo fue golpeado por una Subaru que se les cruzo. “Se volcó y cayó en un barranco y un chico se abrió la cabeza. Claro, si hubiera sido un bombero profesional, se hubiera considerado héroe. Murió en cumplimiento de su deber. Perp el chico fue visto diferente por la gente. Aún así, alguien tenía que avisarle a su mamá”.

Incendios fomentas un sentido general de compañerismo, casi como una fraternidad; los hombres hacen nuevos amigos rápidamente y se enojan fácilmente también. Cuando estuve ahí, por lo menos un preso se peleó con su capitán y fue enviado de regreso a prisión, también regresaron a un equipo de bomberos importantes de Oregon después de que un compañero perdió el control y le escupió la cara a un oficial, aunque varias historias circulan. “No sólo los presos se meten en pleitos”, dijo El Loo mientras nos terminábamos nuestra comida, “aunque sí se pelean mucho”.

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Fish interrumpió: “El punto es que estos son grupos de hombres. Juntos. Los hombres se pelean”.

Detrás de su firme exterior de biker El Loo era sabio e intuitivo y supuso que yo estaría interesado en Justin, el prisionero cumpliendo una sentencia por fraude hipotecario, a quien conocí en la base esa misma tarde. Él era calvo y tímido, el tipo de persona que se le describiera como “dulce”. Creció en Clovis, la ciudad hermana de Fresno. Sus padres eran maestros de preparatoria. Él era estudiante en la Universidad Estatal de Fresno. Vivió ahí y trabajó como maestro en una secundaria. Vivía en un departamento en los suburbios. Era entrenador en la liga infantil de béis.

Justin llevaba lo que parecía ser una vida muy ligera, hasta que conoció a Kelly, la mujer que se convertiría en su esposa y cómplice. Él tenía 28; ella 23 y vivía en el mismo edificio que él. Kelly parecía detonar algo en él, algo que le era imposible explicar. “Era hermosa”, confesó Justin. “Hicimos todo muy rápido. Dos meses después de conocernos ella se mudó a mi casa. Dos meses después de eso, compramos una casa juntos”. Kelly trabajaba como vendedora de bienes raíces. “Dos meses después de eso me presentó a la gente para quien trabajaba”. Estos hombres aparentemente eran colombianos, y fue lo único que me pudo contar acerca de ellos. Les pidieron mudarse a Temecula, entre San Diego y Orange County, para abrir una oficina. “Nos convertimos en otras personas. Compramos coches, casas”. Le pregunté qué clase de coches. “Ay, pues tú sabes, Lincoln Navigators”. Lo anoté en mi libreta. Luego Justin pensó un poco más. “También tuve un Lamborghini Gallardo. También un Porsche Speedster 1957. Cuando tienes dinero haces ese tipo de cosas”.

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Después de un par de años Justin y Kelly regresaron a Fresno para empezar su propio negocio. Operaban una oficina de bienes raíces y le otorgaron préstamos a decenas de personas que no tenían dinero para pagarlos, también préstamos que la gente no sabía que había firmado. En una ocasión falsificaron la firma de una mujer y sacaron un préstamo para un lote de estacionamiento bajo su nombre, según los noticieros. El préstamo era de un millón de dólares.

Mientras tanto ellos vivían una vida algo descabellada: iban a la iglesia, él empezó a ser entrenador de béisbol otra vez. “Era loco”, dijo Justin. “Había agencias de bienes raíces involucradas, compañías de títulos involucradas, bancos involucrados…” En el punto más exitoso de su negocio tenían 50 empleados. Él contrataba a gente que hablara español. “Tenía el deseo de que ellos me temieran. Estuvimos firmando muchos préstamos bajo el nombre de la misma persona. Cuando nos andaba buscando la tira, nos acusaban de dirigir nuestro negocio a la comunidad latina. Así es como fuimos enjuiciados”. Fueron acusados de 180 delitos cubriendo todos los aspectos de su operación. Eventualmente se declararon culpables de robo y admitieron defraudar a la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC, por sus siglas en inglés).

Se les ofreció un acuerdo; la sentencia de 16 años otorgada inicialmente a Justin se reduciría a casi diez años y podría hacer la mitad con libertad condicional por buen comportamiento, siempre y cuando Kelly se declarara culpable y aceptara pasar por lo menos dos años y medio —debido a la sobrepoblación en el sistema estatal— en la prisión del condado de Fresno. Parece que él tuvo que convencerla. Ella aceptó el trato, y ahora se comunican por escrito una vez al mes. “Le quiero decir acerca de dónde estoy”, afirma Justin, “pero quiero escribir sobre los venados y los paisajes, y ella responde ‘¿Sabes el tipo de infierno en el que estoy viviendo?’ así que me guardo ciertas cosas”.

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Justin encabeza la fila con otro recluso, Jonathan Portillo.

Después de ser sentenciado, Justin fue enviado temporalmente a Wasco, una prisión al norte de Bakersfield, antes de saber a cuál cárcel iría a pasar el resto de sus cinco años de sentencia. “Wasco no es un chiste. Llegué ahí y vi las torres de seguridad, bajo el sol ardiente, y pensé: Esto es en serio. Lo bueno es que hubo un motín. Unos tipos fueron apuñalados. El resto fue enviado a celdas de aislamiento, así que yo me quedé en la mía a solas”.

Él escuchó acerca del programa del campamento por conversación en las celdas. Descubrió que tendría que pasar tres años en un piso de seguridad nivel tres para poder calificar ya que tenía una sentencia de 16 años, pero a esta altura él calificó de inmediato. Le escribió cartas al Loo desde Wasco, pidiéndole ser aceptado en el programa. “Uno escucha cosas, como quién es un buen capitán, y dónde uno quisiera estar”. Él fue aceptado en el programa del Campamento de Conservación y semanas después fue enviado a Jamestown para una capacitación. “Así que de una sentencia de 16 años, se me redujo a diez con la mitad de ese tiempo en libertad condicional y el tiempo en el campamento me redujo hasta dos años y medio. Eso es maravilloso”.

Hablamos por horas, con El Loo compartiendo la mesa viéndonos detalladamente a través de sus lentes de sol, ocasionalmente aclarando algunos detalles sobre la vida en prisión. El Loo recordó las cartas. En tono afeminado imitó: “‘Por favor, teniente Dean, por favor, por favor, ¿puedo trabajar en su campo?’ Algo así me dijo”.

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Terminamos y me fui a Sonora, la ciudad más cercana. Había estado bebiendo un límite estricto de seis cervezas Coors cada noche en la taberna Zane’s Iron House, en el centro, y para ese entonces todos los clientes frecuentes del bar ya me conocían, si no por mi nombre por ser el chico maricón con botas de vaquero de Los Ángeles. Mi rutina era salir de Zane a medianoche y conducir de regreso pasando la base hasta llegar al casino Black Oak Indian, donde apostaba para recuperar lo que había gastado en cervezas; lograba 239 dólares en mi cuenta de banco, no me ajustaba para rentar una habitación de hotel, ya que todos los precios se habían inflado por la llegada de bomberos. Así que conducía hasta Stanislaus donde encontraba un camino y dormía en el bosque. Estaba evitando mostrar mis hábitos a Fish y El Loo porque ellos eran hombres serios con incendios serios bajo su responsabilidad, pero yo hedía y se me dificultaba ocultar mis crudas. Ellos lo gozaban.

Un hotshot proveniente de Arizona utiliza una antorcha para encender la paja.

Al siguiente día, Fish y El Loo ayudaron a facilitarme las cosas para poder acompañarlos y ver a Justin combatir el fuego. O —como método de extinción— provocar un incendio para combatir otro, una táctica contra toda lógica que se puede esperar en un caso como éste.

Llegué a la base como a las diez de la mañana y conocí a un gran y serio oficial de Cal Fire llamado Don Camp, a quien se le pidió que me llevara donde estaba trabajando el equipo de Justin. Nos fuimos en su camioneta Chevy Silverado de Cal Fire y nos salimos del camino para buscarlos; era un camino hecho por una excavadora en medio del bosque en la sierra oeste, la zona a la que se llega justo antes de topar con el paisaje montañoso. Pasamos por pinos, cedros, robles y árboles a través del bosque. Condujimos por tres horas y nos perdimos en los estrechos sin posibilidad de ubicarnos en el mapa que se nos había entregado. El manual de emergencias era una advertencia que se entrega a diario, un mapa que nos advertía dónde se ubicaba el incendio principal —a un par de kilómetros— con posibilidad de lanzar chispas o pequeñas llamas a nuestro alrededor y provocar fuego. Si sucedía lo que advertía este plan de acción, el pequeño fuego y el incendio principal, que busca extenderse y crecer, se unirían y consumirían todo a su camino. Es a lo que llaman los bomberos: “algo que nos pueda causar problemas”.

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Al final, encontramos al equipo de Justin a kilómetros de la carretera principal, trabajando en una operación de fuego, que significa que combaten fuego con fuego. El propósito de eso era debilitar el ataque e incendiar el terreno forestal para que llegara un punto en el que el incendio Rim no se alimentara de los árboles que pudieran incrementar las llamas.

Este estrecho del bosque era el punto crítico del incendio. El desastre había sido contenido por todas partes menos en la región montañosa llamada Emigrant Wilderness, y era muy probable que se detuviera el incendio con las rocas. Pero las llamas amenazaban la línea de contención que protegía los pueblos a la altura de la carretera 108.

La cuadrilla de bomberos estaba preocupada de que la línea protectora de la carretera o línea de contención, hecha por equipos de presos y excavadoras a través del bosque, pudiera fallar y siguiera su camino, lo que resultaría en un incendio de los pueblos cercanos. Se podía poner peor, el manual nos advertía que el nivel de humedad de los árboles del bosque, los cuales podían estar en llamas durante semanas, había alcanzado un absurdo nivel de seis por ciento, lo que significaba que los árboles tenían el potencial de prenderse en llamas como si fueran un conjunto de paja.

Un preso camina por una sección ya quemada del Parque Nacional Stanislaus.

Justin estaba al frente de un equipo de presos ubicados en la línea de contención. Él había sido nombrado el swamper —un puesto de prestigio entre sus compañeros— la persona responsable de darle seguimiento a las órdenes del capitán y asegurarse que el equipo tenga todo bajo control. Nos dimos la mano, y se tornó en un momento de celebración el momento en que saqué mi cámara y empecé a tomar fotos: él y el equipo se amontonaron y posaron mientras los árboles ardían en llamas. Había un par de pandilleros que eran de Echo Park y Boyle Heights, cerca de donde yo vivo en Los Ángeles, y entramos en una conversación detallada sobre la posibilidades de los Dodgers en los playoffs. La plática hizo que Don y el capitán Barajas, de Cal Fire, nos regañarían a Justin y a mí.

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Barajas, un hombre amable de Monterrey Park en Los Ángeles, era junto con Justin y otros dos capitanes de Cal Fire, el encargado de la operación, y la única persona supervisando el equipo. No había guardias y El Loo y Fish ya habían regresado a la base. “Cuando uno de estos chicos empieza a armar desmadre y ocasiona un problema”, me dijo Barajas, “ni tengo el tiempo para batallar con él. Más bien no puedo. A estos chicos les damos armas”.

Como ejemplo, Barajas me señaló a los presos que estaban alineados detrás de Justin, marchando y cargando un arsenal de armas que bien podrían usarse para levantar un pueblo. Era difícil entender si la situación de estos hombres era un ejemplo del maravilloso instinto de solidaridad humana o un ejemplo de la corrupción del sistema. Quizás era una combinación de ambas.

“Muchas veces un chico que actúa de forma rebelde llega al siguiente día con moretones en todo su cuerpo”, decía Barajas. “Y dice que se cayó en la regadera. Pero la verdad es que recibió una paliza por parte de los otros hombres. La verdad es que ellos quieren darlo todo. Pero si algo sale mal, incluso pueden morir”.

Para llegar aquí, el equipo tuvo que bajar un par de caminos empinados del bosque y acercarse a la parte norte del incendio de la carretera 108, y cuando el vehículo ya no dio más, ellos caminaron; cada uno cargando bolsas con más de 20 kilos de peso y vestidos en trajes antifuego de color naranja, cargando herramientas para combatir el fuego. Estaban trabajando un turno de 24 horas (el estándar para los equipos de Cal Fire) sin garantía de que tuvieran la oportunidad de dormir. A veces los equipos trabajaban tres días sin dejar la operación. “Después de tres días”, dijo Barajas “se les ordena que se bañen”.

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En teoría capitanes como Barajas no tienen nada que ver con modelos correccionales. Si un reo va al baño y termina fugándose hacia el bosque no habría nadie para detenerlo y, de hecho, nadie con la responsabilidad de intentarlo. Le pregunté a Don y Barajas sobre esto. Al unísono señalaron el bosque y dijeron: “¡Observa alrededor! ¿A dónde va a ir?”

Un día más de vida carcelaria.

Entonces Don contó una historia. “Me presenté en el campamento un día y había un oso negro en medio del jardín. Estos güeyes son de las calles, y no sabían qué hacer. Así que fui a ver y lo que había pasado es que el oso se había robado una bolsa de basura llena de pruno”. Pruno es un “vino” producido de forma ilegal en las cárceles. “Se emborrachó hasta las nalgas, y colapsó, en medio del campamento. Todos estaban aterrorizados. Estos pandilleros de la ciudad nunca habían visto a un oso tan cerca”.

Junto con Don y Barajas estaba también un alto e impresionante capitán de Cal Fire llamado Loren, sirviendo como supervisor en la operación. Él era el único que conocí que sentía que llevaba desprecio hacia los presos.

Cuando él quería que un par de tipos prendieran un árbol, llamó a Justin, quien le gritaba a un equipo de aserradores para que vinieran con él. Todos los que había visto en la operación hasta entonces habían estado caminando, y eso porque es difícil correr con una mochila de 22 kilos en la espalda y una sierra mecánica en la mano. Así que caminaron. Loren rió un poco. “Muévanse muchachos, vamos ¿qué es esto?” dijo. Empezaron a trotar como patos. Se rio otro poco. “Eso está mejor”.

En este punto nos estábamos moviendo muy rápido, marchando en línea, titubeantes, iluminando brochas con unos pequeños dispositivos tipo lata que goteaban una mezcla flamable de gasolina y aceite de motor. Marchando, cortando y quemando, una y otra vez. Estábamos logrando una quema inesperadamente caliente y completa (“limpia”, en términos de bombero) dadas las condiciones. Don dijo que era una de las mejores operaciones de quema que había visto.

Mientras caminábamos convivía con Justin, que al parecer el calor no le molestaba en lo más mínimo ni el hecho de que no se había sentado en seis horas. Un pino se incendió, y se escuchó whoosh, en medio segundo, hasta estar totalmente en llamas. Los muchachos estaban todos animados, echándole porras al fuego.

“No mames”, dijo Barajas. “Me encanta este sonido”.

Ya se estaba poniendo oscuro, y Don y yo teníamos que pensar cómo regresar a nuestra camioneta y salir del bosque. Loren hizo un gesto a Justin. “Quédense con nosotros”, dijo. “A él y a otros 30 hombres les encantaría mantenerte caliente”. Justin no reaccionó ante esto, si es que lo escuchó, y ni a Don ni a Barajas les pareció graciosa la broma —como tampoco le hubiera parecido al Loo o Fish, si la hubieran escuchado— y eso es realmente el único anuncio que necesito hacer del programa del campamento o la mayoría de los hombres involucrados con él. Justin y yo le estrechamos la mano formalmente. Yo pregunté si iba a dormir algo esa noche. No parecía preocuparle.

Don y yo manejamos de regreso a la base del incidente y pasé un par de noches más durmiendo en el bosque, visitando el campamento Baseline y pasándola en el camino de Sonora, un pequeño pueblo montañés lleno del tipo de gente que prefiere vivir en las montañas y eso difícilmente te desagradará.

El incendio Rim seguía consumiendo todo. Yo estaba tan comprometido con el programa como un símbolo de todos los sueños y pequeñas fallas del estado, y con la narrativa de la reinvención salvaje personal de Justin que sólo era cuestionada por los abruptos clientes frecuentes de Zane, que se me ocurrió pensar en lo que realmente había aprendido de mi experiencia.

Todo el programa de Campamento de Conservación levanta ciertas interrogantes obvias sobre control social, el espíritu humano y la naturaleza de la prisión. Lo primero que pregunta la mayoría de la gente cuando escuchan sobre presos arriesgando sus vidas para combatir incendios es algo similar a “¿No es eso incivilizado?” y la segunda “¿Por qué no se escapan?”

La respuesta a la primera pregunta básicamente parece ser que no, porque la respuesta a la segunda pregunta esencialmente es que la mayoría de los muchachos en el programa quieren estar ahí. No hay delincuentes inocentes en los campamentos. Las razones para esto tienen que ver, en parte, con el hecho de que tienes que entrarle al juego solamente para lograr entrar al programa, y en parte tiene que ver con la naturaleza escalofriante de las cárceles en California. El Loo y Fish me dieron largas pláticas sobre cómo las cosas no son tan malas como escuchas, pero lo que escuchas es muy malo: apuñalamientos, violaciones sexuales, divisiones raciales más profundas que en cualquier otro sistema del país, así que tal vez podemos poner las cosas en su lugar.

De cualquier forma, todos los que conocí están conscientes de los peligros y requerimientos físicos que se deben tener para combatir estos incendios. Estaban felices de estar ahí, y se resistían a ser rebotados a la cárcel. Esto era una verdad para los ladrones, delincuentes relacionados con drogas, tipos que habían estado en el sistema por la mayoría de sus vidas.

La rehabilitación fue un poco desconcertante al ver en acción, porque de cualquier forma que lo veas, el efecto parece haber sido que la capacidad de voluntad humana y resistencia, se han desmoronado a través del trabajo y la empatía con autoridades solidarias, y escuchas al Loo o a Fish decirlo, el sentimiento realmente se mantuvo con los muchachos una vez liberados. “Escucho a muchos tipos que me preguntan: ‘Oye, Loo, ¿cuando regrese puedo venir a tu campamento otra vez?’ y yo estoy como: ‘Güey, no estás entendiendo nada’” Pero de todos modos te hace preguntarte cómo un programa estatal y serio como éste puede ser tan poco conocido y tan raramente usado como parámetro para otros programas de rehabilitación y readaptación para prisioneros.

Por algunos parámetros que el Departamento de Correcciones y Rehabilitación de California que no ha establecido a detalle, el Programa de Campamento de Conservación tiene unos doscientos presos debajo de su capacidad. El método mejor conocido para resolver la sobrepoblación de las cárceles es enviar delincuentes de bajo nivel a instalaciones privadas fuera del estado, lo que parece una enorme oportunidad desperdiciada. “Todavía tengo esa ambición”, me había dicho Justin en algún momento, hablando de los impulsos más oscuros que lo habían llevado al campamento. “Pero ya me he calmado. Ahora lo que quiero hacer cuando salga… es unirme a Cal Fire”.