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Cultură

Así es trabajar en una línea de apoyo para crisis emocionales

Desde adolescentes deprimidos y ancianas necesitadas, hasta hombres que no saben que son pedófilos, a todos debemos tratarlos por igual y tenemos prohibido colgar el teléfono.

No es la autora. Foto vía.

Así se lo relató Milou a Julie le Baron.

Antes de trabajar como voluntaria en una línea de ayuda telefónica para situaciones de crisis emocional, poco conocía sobre el funcionamiento de este tipo de centros. Imaginaba que el trabajo consistía en pasarse horas escuchando a personas abandonadas a su suerte y necesitadas de un poco de compañía o de apoyo emocional. Y así era, en muchos aspectos. Pero lo más insólito, además de la sorprendente cantidad de personas que llamaban pareciendo olvidar que eran pedófilos, era que había mucha "gente normal" que recurría a esta línea buscando apoyo. La verdad es que no tenía muy claro cuál era el perfil de usuario de este tipo de servicios, pero muchas de las personas con las que hablé podrían haber sido perfectamente amigos o familiares míos.

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La asociación para la que trabajo tiene docenas de centros por todo Francia. El centro al que me asignaron a mí se encuentra en un pequeño piso propiedad del ayuntamiento de París, con una cocina, un baño y un salón en el que se han instalado unos cuantos teléfonos. Varios de los 20 voluntarios del centro —u "oyentes"— llevan más de diez años trabajando allí. La edad media de los oyentes es de unos 30 años y el porcentaje de hombres y de mujeres está equiparado.

La primera vez que presenté una solicitud para trabajar allí, me rechazaron. Lo cierto es que resulta bastante complicado que te contraten, ya que es un trabajo que requiere más que tiempo libre y voluntad. Los empleadores tratan de ser bastante selectivos para evitar tener que malgastar el tiempo formando a gente que solo busca satisfacer su curiosidad o un alivio rápido para su conciencia y que probablemente dejarán el trabajo a los seis meses. Los candidatos que consiguen el puesto proceden de entornos muy diversos: desde estudiantes de sicología especializados en la soledad, la depresión y la locura hasta personas que consideran que es su deber ayudar a la gente a salir de su situación. Yo misma me preguntaba si habría buscado ese trabajo atraída por el morbo, pero acabé convenciéndome de que lo hacía por los motivos adecuados.


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Tuve que superar tres entrevistas realizadas por tres personas distintas. Me preguntaron por qué quería trabajar allí, qué disponibilidad tenía y si había estado deprimida alguna vez. Los trabajadores de la asociación parecen tener un ojo clínico para detectar las debilidades de la gente. Tras pasar las entrevistas iniciales, tuve que asistir a tres sesiones formativas de cuatro horas de duración cada una. Además, antes de poder atender llamadas, pasé un tiempo viendo trabajar a otros oyentes y tratando de desarrollar mi propio estilo. Todos allí tenían su forma particular de escuchar.

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Mi primera llamada fue la de una chica tunecina cuyo padre la había echado de casa por decirle a la gente que su hermano la había violado, algo que se suponía que debía ser un secreto de familia. La conversación duró unos 50 minutos y fue intensa desde el principio.

No podemos adoptar aptitudes moralistas ni arremeter contra el interlocutor, sea cual sea la gravedad de sus actos.

Las normas de la asociación establecen claramente que el oyente nunca puede terminar la llamada, así que traté por todos los medios de desviar la conversación hacia otros derroteros y evitar ir en círculos. Cuando eso ocurre, se nos aconseja que induzcamos al interlocutor a colgar con frases como: "Si estás de acuerdo, quizá lo mejor es que lo dejemos aquí por ahora". La gente tiende a prolongar las conversaciones unos minutos más o pidiendo hablar con otro voluntario, pese a que todos guardamos el más estricto anonimato.

Mi segunda llamada también fue muy extraña: un hombre que no podía soportar el hecho de que su hija se estuviera haciendo mayor. Más tarde averigüé que se debía a que la niña se negó a que su padre siguiera abusando de ella. Son situaciones complicadas, porque supuestamente estamos ahí para escuchar a gente de todo tipo. En estos casos, se nos permite preguntarles si son conscientes de que lo que están haciendo está penado por la ley, pero eso es todo. No podemos adoptar aptitudes moralistas ni arremeter contra el interlocutor, sea cual sea la gravedad de sus actos.

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Cada tres semanas, tenemos una reunión —supervisada por sicólogos profesionales— en la que debatimos las llamadas más delicadas que hayamos tenido durante ese periodo. Analizamos las conversaciones e intentamos definir un procedimiento para atender llamadas similares. Esas reuniones ayudan a aliviar parte de la presión que te llevas a casa.

A veces te topas con gente que quiere expresar su decepción o que directamente se vuelve loca al teléfono. Recuerdo una mujer en concreto: una noche estuvimos una hora hablando sobre el hecho de que sus hijos ya no iban a visitarla. La conversación empezó a estancarse, así que le sugerí que deberíamos dejarlo ahí. En ese momento, de repente, la mujer empezó a gritar obscenidades: "Si vas a ponerte así, me quitaré las bragas y las pondré en tu cara", dijo. También pasó varios minutos intentando convencerme de que se había quedado embarazada solo con escuchar mi voz. Al final se disculpó.

La llamada que más me trastornó fue la de un muchacho de 17 años de Sarcelles. Por cómo se desarrollaba nuestra conversación, estaba claro que era la primera vez que el chico utilizaba este servicio, ya que en lugar de conservar su anonimato, se dedicó a explicarme su vida con todo lujo de detalles. Me dijo que se sentía muy solo porque sus dos amigos se habían marchado a estudiar fuera y cada vez veía menos a sus primos. Técnicamente, era una llamada clásica, pero me entristeció pensar que aquel chico de 17 años estaba tan desesperado por tener compañía que había recurrido a una línea de apoyo emocional. Resulta conmovedor que estos problemas afecten a tanta gente. Realmente, cualquiera de nosotros podría estar al otro lado de la línea.

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También me sorprendió la cantidad de padres que llaman para lamentar que sus hijos no cuidan de ellos, o de chicas jóvenes que han perdido la fertilidad a causa de un cáncer y temen contárselo a sus amigas embarazadas.

Una vez, una mujer me llamó para decirme que estaba frente a su casa pero que no se atrevía a entrar porque estaba harta de su marido. Toda su vida giraba en torno a su marido y no sabía cómo dejarlo. En otra ocasión, hablé con una señora mayor que me dijo que nadie quería visitarla. Pese a que se estaba quedando ciega, vio a su hija robándole. No se atrevía a confrontarla por miedo a que no volviera más.

Curiosamente, siempre he logrado que estas confesiones no me abrumen. Por supuesto que es duro escuchar historias así, pero es importante no perder de vista lo mucho que significan estas llamadas para ellos. A veces mi interlocutor y yo acabamos riéndonos juntos. Otras, he llegado a sentir cercanía con ellos y me he sentido agradecida por poder ver una pequeña parcela de sus vidas.

Después de cada llamada, tenemos que escribir la hora a la que empezó y terminó, precisar qué tipo de conversación mantuvimos y resumir la llamada en unas pocas líneas. Estas notas tienen únicamente un propósito catártico para nosotros. El centro está abarrotado de archivos con detalles de todas y cada una de las llamadas, y debo admitir que más de una vez se me ha pasado por la cabeza leerlos. Al final nunca lo hago, y quizá sea mejor así.