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Cultură

Le dije que sí a todos los tipos que me intentaron ligar en la calle

Algunos se asustaron y otros me invitaron a una cerveza, pero también hubo ocasiones en las que tuve que salir corriendo.

Una foto de una pareja. (Foto vía).

Un sábado por la noche, mientras esperaba el tren en la estación Republique en la línea 3 de París, un tipo me preguntó "¿Y si salimos?"

"Está bien", le respondí. El tipo se quedó inmóvil y me miró como si sospechara que me estaba burlando de él.

"¿Es en serio?", dijo entre risas. "¡No estoy acostumbrado a eso!". La verdad, yo tampoco.

Decidí que iba a tratar de decirle que "sí" y platicar con todos los desconocidos que me coquetearan en la calle para ver qué pasaba. Quería saber quienes eran, si sus técnicas funcionaban y si comprendían que las mujeres están hartas de eso. El único límite iba a ser mi instinto. Siempre tenemos que escuchar ese ruidito dentro de nuestra cabeza que empieza a sonar en cuando nos sentimos incómodos con alguna situación, incluso si la persona te dice que todo está bien. Pero el tipo del metro no hizo sonar la alarma.

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Entonces empezamos a platicar. Me sentía un poco incómoda; yo parada como un poste de luz y él sentado en una sillita con las manos entrelazadas. Hicham, Judith, nos presentamos amablemente.

"Me gusta París porque las mujeres siempre usan vestiditos elegantes color rosa como el que traes puesto", sintió la necesidad de decirme. Me dijo que venía de Picardie y que juega futbol. Por desgracia, se horrorizó cuando supo que no era ninguna niña.

"¿Qué? ¿Tienes 29? No te creo", dijo decepcionado. Traté desesperadamente de revivir la conversación con todas las preguntas que se me ocurrieron: "¿Es difícil ser atleta? ¿De qué parte de Picardie eres? ¿Te gusta, am, algo?" Para ese momento, solo respondía con monosílabos. Qué triste.

"No te quiero retrasar, Judith, seguro tu novio te está esperando", dijo como último intento para zafarse de nuestra plática. Nos quedamos ahí parados, esperando el metro durante dos dolorosos minutos sin decir una sola palabra, sin saber dónde escondernos, como cuando tomas el elevador con tu jefe. Cuando por fin llegó el metro, me subí al vagón, me puse mis audífonos y vi cómo el sujeto escogía un asiento lo más lejos posible de mí. Este experimento de "decirle que sí a todos" empezó muy mal.

El domingo fui a correr y sudé mucho. Cuando iba de regreso a casa, un tipo se me acercó cuando estaba por abrir la puerta de mi casa.

"¿Eres deportista, linda?", dijo.

"Trato", le respondí, tal vez con demasiada amabilidad.

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Se veía cuarentón y traía puesta una chamarra larga color beige. Tenía ese "look de papá".

"¡Genial! Espero que te traigas el soporte suficiente, porque parece que sí. ¿Entiendes?"

Solo para dejar las cosas claras, el tipo usó sus manos para imitar el movimiento de los senos y se chupó los labios. "Si tuviera el valor, te diría que me dejaras tocarlos. A la mierda, ¡tengo el valor! ¿Puedo tocarlos? ¡Si quieres te doy dinero!" Ahí fue cuando lo interrumpí. Cuando pasa este tipo de cosas, soy educada pero no me mido con las palabras.

"No, señor, solo trato de regresar a mi casa pero usted me está incomodando mucho", le dije. Si el tipo me violaba y terminaba demandándolo, no iba a dejar que me acusaran por haber dado una respuesta "ambigua". Qué lástima que las chicas tengan que pensar de esa forma.

"Oh, no sabía que te sentías insegura con tu cuerpo", bromeó.

Me metí y azoté la puerta. Todas las mujeres se han topado con uno viejo como ese al menos una vez en sus vidas, si no es que más. Por suerte, he notado que mientras más años tengo, menos pervertidos atraigo. Entre los 14 y los 18 años, conocí a muchos de esos pervertidos. Algunos me decían que fuéramos al hotel o simulaban un cunnilingis con sus dedos mientras me miraban fijamente. Y para hacerme sentir aún más incómoda, a veces lo hacían cuando iba con mi mamá. Supongo que la fragilidad de las adolescentes es lo que más les atrae.

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No podía perder las esperanza. Después de este idiota, mi suerte cambió.

La siguiente persona que conocí fue un chico llamado Yacine. De hecho, la mayoría de los tipos que me hablaron en esas dos semanas eran árabes. Pensé mucho si era no conveniente mencionar esto porque no quería alimentar cualquier tipo de prejuicio racial ridículo que pudiera tener la gente pero es verdad. De hecho, hablé sobre eso con Yacine.

"Ah sí, ¿muchos de coquetean? ¡Seguro es porque tienen muy buen gusto!", me dijo entre risas. Con eso bastó para borrar mi pobre intento de análisis sociológico. Ya no me importaba. Yacine y yo estábamos sentados en una banca de metal en el parque Belleville con una vista perfecta de todo París. De todos los tipos que me habían hablado, él era mi favorito, por mucho.

Debo admitir que Yacine era muy guapo. Piel color caramelo con pestañas largas y negras, como si se hubiera puesto rímel. Su forma de aproximarse fue original, creo. Solo se acercó y me preguntó si quería un toque.

"Estoy tratando de desintoxicarme pero te acompaño con un cigarro", mentí.

Había mucha gente a nuestro alrededor, niños jugando, turistas, etcétera, por eso me sentí segura. Hasta cómoda. Tanto que hasta acepté el toque. Yacine dijo que vivía en un suburbio llamado Les Lilas, en Seine-Saint-Denis. También dijo que no suele hablarle a las chicas en la calle, excepto en "ocasiones especiales, cuando veo a una mujer tan hermosa como tú". Seguro ya tenía practicada esa frase pero qué importa.

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"Estoy tratando de ser serio y sentar cabeza. Quiero formar una familia y tener una casita, como mis padres. Es natural, supongo, ya no soy tan joven. Ya tengo 30 años". Confesó que no cree encontrar a la mujer de sus sueños en la calle pero que es divertido. A veces funciona, a veces recibe un "No" cortante.

"Seguro a las chicas les molesta que les hablemos así. Algunos tipos son muy irrespetuosos. Pero creo que yo lo entiendo un poco mejor. Mi ex siempre se quejaba de los 'tipos raros' que le decían de cosas pero también se quejaba cuando no le decían nada porque se sentía fea. ¡En serio!"

Es posible que estos novios se hayan conocido en la calle. Aunque no creo. (Foto vía).

No resultó desagradable escuchar a Yacine hablar sobre la complejidad de la relación entre hombres y mujeres. Se reía todo el tiempo. Me gustó que hablara tanto porque eso ayudó a evitar los silencios incómodos. No me preguntó muchos detalles sobre mi trabajo. Al contrario, estaba más interesado en los detalles, como en si me dolían los pies por los tacones o si me gustaba algún deporte. Él sí tenía algo qué decir. Creo que por eso me gustó tanto hablar con él. Hablamos por casi 40 minutos, nos despedimos de beso y hasta le di mi número. Obvio me llamó de inmediato para ver si era falso.

Con todos los demás, el tono de la conversación cambió en cuanto mencioné que era periodista. Por ejemplo, el martes por la noche conocí a un tipo en lo que estaba sentada en una banca esperando a un amigo.

"Por favor no me digas que estás esperando a tu novio. ¡Por favor!". Eso me hizo reír mucho. Abdelkarim dijo que tenía 23 años de edad y que vivía en Saint-Denis. Tal vez nunca sepamos más porque en cuando le dije en qué trabajaba, se cerró por completo.

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"¿En serio? ¿Eres periodista? ¿Entonces eres francmasón? No mientas, eres francmasón. ¿O tu papá es?"

Traté de esquivar su odio hacia los periodistas y de explicarle que no estaba involucrada en la masonería pero al final me rendí porque parecía que hablaba sola. Decidí que era hora de terminar la conversación.

Al día siguiente, me hablaron dos estudiantes de La Sorbona. Estaba sentada en la terraza cuando de pronto se acercaron y me preguntaron si quería ir por una cerveza. Los chicos —estudiantes de historia y ciencias políticas— se sorprendieron mucho cuando acepté. De nuevo, la situación cambió cuando revelé mi identidad. "Estás haciendo una artículo para VICE? Yo solo leo revistas internacionales, son mejores. Le Monde es de derecha y ni hablar de Libé", dijo uno mientras el otro asentía con la cabeza.

Cuando nos terminamos la cerveza, uno de ellos se despidió y tomó el autobús. Matthieu, el otro estudiante, iba al metro, igual que yo, así que nos fuimos juntos. Como no teníamos nada de qué hablar, solo nos reíamos de nervios. Matthieu siguió diciendo trivialidades sobre los canales de noticias, sobre la "dictadura de emociones", "las mismas imágenes que transmiten todo el día", etcétera. No le tuve tanta paciencia como a Abdelkarim. Cuando nos estábamos despidiendo, hizo el intento.

"¿Quieres ir a mi casa? Vivo cerca. Podríamos…", se detuvo.

Me quedé en silencio y esperé a ver si lograba reunir el valor para terminar la oración. Para ver qué atributos gramaticales utilizaría para disfrazar esa propuesta indecorosa. Estábamos en medio del Boulevard Saint-Michel, en pleno día, sobrios. Debo aceptarlo, fue un acto muy valiente.

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Seguí mirándolo sin decir una sola palabra. Seguro eso no le ayudó en nada.

Si fuera una buena persona, podría haber sonreído e insinuar que había entendido, o podría haberme negado sin dejar que terminara la oración. Incluso podría haber tenido la amabilidad de fingir que no entendía y escapar con la frase "¡Oh Dios, ya voy tarde!" Pero como soy una sádica, disfruté viendo cómo trataba de encontrar las palabras correctas.

"Podríamos… am… estar más callados", terminó.

Como se podrán imaginar, le dije que no.

"¿Entonces por qué fuiste a tomar con nosotros?", murmuró mientras se iba. "De todas formas, Judith es nombre de zorra". Desde luego no le costó trabajo decir esa última oración.

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