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Foto por Susana Balbuena - Heñoi, Centro de Estudios y promoción de la Democracia, los Derechos Humanos y la Sostenibilidad Socioambiental de Paraguay. 
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La historia silenciada de las niñas esclavizadas en la dictadura stronista

Una de las caras más oscuras de los crímenes de la dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay sigue velada: se trata del abuso sexual cometido por el dictador y sus coroneles contra niñas que mantuvieron por años bajo esclavitud.

El Coronel Pedro Julián Miers, comandante del Regimiento Escolta Presidencial en Nueva Italia, se refirió desde el comienzo a Julia Ozorio Gamecho como “Pulguita”. Sostuvo ese apodo los dos años que la mantuvo secuestrada en la quinta de Laurelty, una de las cinco que se identificaron luego como centros de esclavitud, explotación sexual y tortura de mujeres y niñas durante la dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay, que duró entre 1954 y 1989.

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El 4 de febrero de 1968 Julia tenía doce años. Fue secuestrada por el Coronel y llevada a la residencia donde, de acuerdo a su testimonio y algunos que se sumaron luego del terror, se retenía a niñas como esclavas de los militares que por allí pasaban. Su sometimiento se extendió hasta el 10 de marzo de 1970. Y hoy, hablando desde la cuarentena en su casa de Buenos Aires, donde vive desde hace más de cuarenta años, resalta una cosa: “Me siguen persiguiendo”.

Para entender esta historia hace falta dejar en claro una cosa: Paraguay no tuvo procesos de memoria después de la dictadura como los que se desarrollaron en otros países del Cono Sur. No hablo solamente de los procesos judiciales que se iniciaron, por ejemplo, en Argentina, sino de algo mucho más profundo y cultural. Al abandonar la posibilidad de construir una memoria social, también quedaron olvidados los delitos sexuales y racistas que cometieron tantos miembros de la dictadura. La mayoría de ellos murieron impunes, muchos recordados como héroes. La dictadura de Alfredo Stroessner fue especialmente en contra de la organización campesina —agrupada mayoritariamente bajo la Liga Agraria, que fue una de las grandes resistencias al régimen— y la identidad guaraní. En los crímenes sucedidos dentro de las quintas donde Stroessner y sus secuaces perpetraron los delitos se conjugó el odio de género con el odio racista.

Julia Ozorio, como muchas niñas, fue secuestrada cerca de donde vivía en Nueva Italia, una ciudad cercana a la capital. “Llegamos y había soldados y civiles que estaban al cuidado del lugar”, cuenta. “Cuando me bajé amagué escapar. Pero [Miers] me paró y me dijo en tono militar: ‘un momento, Pulguita. Aquí no hay salida. Así que no intentes escapar de aquí’” . Cuarenta años después de su secuestro, en 2008 Julia publicó un libro llamado Una rosa y mil soldados. Allí contó su vida y, a pesar de haber hecho una denuncia en 2011 ante la Fiscalía de Derechos Humanos, Miers murió impune. El libro fue una forma de lanzar su testimonio hacia quien quisiera conocerlo. Allí cuenta que el Coronel Miers visitaba la quinta unas dos veces por mes, pero el resto del tiempo había militares de menor rango que habitaban el lugar. En su tiempo allí vio a otras niñas: tal vez el dato más aterrador que brinda en su testimonio es aquel en el que sugiere que, la mayoría de las veces, las niñas indígenas eran asesinadas. El relato de la mujer es uno de los pocos testimonios del sistema de violencia sexual que funcionó bajo el gobierno de Stroessner.

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Luego de su cautiverio, Julia Ozorio escapó a la Argentina. Tenía apenas quince años y trabajó de lo que pudo desde el comienzo. A pesar de que siempre deseó volver a su tierra, nunca lo pudo hacer. Recién lo hizo treinta y ocho años después de haber salido, invitada a presentar su libro por el gobierno del presidente depuesto en 2012, Fernando Lugo.

“Cuando estuve en Paraguay presentando mi libro me sentí huérfana. Cada vez que voy me salen nervios por los poros. Y mientras sigan los colorados, será así”, dice Julia.

“Los colorados” son los miembros del Partido Colorado, el mismo al que perteneció Alfredo Stroessner y que continúa ganando las elecciones en Paraguay. Hoy es encabezado por el presidente Mario Abdo Benítez.

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Un mediodía de 1975 Malena Ashwell, la hija de un diplomático estadounidense, estaba almorzando junto a su marido, un oficial de la Armada, en la casa de un superior de él. Fueron llamados por unos vecinos a la casa de al lado, donde encontraron los cuerpos inmóviles de tres niñas de entre ocho y nueve años sobre una pila de arena. Llevaban marcas de abuso sexual. La vida de Ashwell cambió para siempre a partir de ese momento: intentó por todos los medios llamar la atención sobre el asunto, pero el régimen la persiguió hasta encarcelarla. Durante su detención fue torturada e intentó quitarse la vida. Finalmente, su padre pudo arreglar su liberación a cambio de que ella viajara a Estados Unidos y no regresara a Paraguay.

Lo que denunciaba Malena Ashwell se relacionó luego con una casa residencial en el barrio de Sajonia, donde el Coronel Perrier mantenía a niñas campesinas que compraban de familias pobres. El testimonio de una víctima anónima en el documental “Calle de Silencio” (2017) revela las dinámicas de la casa administrada por Popol Perrier: fue vendida a sus 13 años por 31.000 guaraníes (menos de 5 USD) por su madre. Una mujer la llevó con ella a la casa del militar, quien la recibió con un vaso de agua y charlaron por unas tres horas. Le hizo preguntas. Luego pasaron a la habitación. La dinámica de esclavitud sexual se mantuvo a lo largo del tiempo; cada tanto la dejaban volver a su casa por una noche y la volvían a buscar en una camioneta al día siguiente. “Viví esperando a que me saquen”, recuerda en el documental, “y allí conocí al presidente”.

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Stroessner visitaba la residencia de Sajonia aunque ‘se sabía’ que el lugar donde con mayor frecuencia abusaba de niñas menores de edad era en Ití Enramada, un barrio ubicado al sur de Asunción. “El presidente venía y tomaban tereré, a veces almorzaban”, cuenta la víctima. Vecinos de la zona lo veían llegar de noche, manejando su propio auto, y estacionar en la casa unas dos veces por semana.

Muchas niñas murieron en la casa de Sajonia y no se sabe dónde fueron enterradas. La identidad de las tres niñas que vio Malena Ashwell nunca se pudo confirmar. Su destino tampoco.

Los silencios del presente

La socióloga feminista Kathleen Barry advertía en 1979 en su libro Female Sexual Slavery que el gobierno de Stroessner fomentaba la explotación sexual de niñas campesinas dentro del país y también en redes de trata internacionales. “La esclavitud de niñas y mujeres en Paraguay es atribuida a la dictadura militar corrupta de Alfredo Stroessner”, escribía Barry, “antes de su golpe, sólo había un burdel existente en toda Asunción”.

Y las marcas de naturalizar la esclavitud persisten al día de hoy. De acuerdo con los datos de la Dirección General de Estadísticas y Censos, casi 50.000 niñas y niños en Paraguay viven actualmente bajo condiciones de criadazgo: sus familias de origen los entregan a familias de sectores pudientes que los mantienen en su hogar y les brindan educación y comida a cambio de tareas domésticas. El sometimiento de las niñas y niños termina, con frecuencia, en abuso físico y sexual. Los relatos de quienes se animan a hablar luego de sufrir abusos en esos contextos no distan tanto de los testimonios de las niñas esclavizadas por militares durante el stronismo. Julia Ozorio asegura que la genealogía de lo que ella padeció y lo que padecen hoy tantos niños es la misma: ”Con esa mentalidad de la dictadura quedó la gente del campo, y en todas partes. Eso no debe ser más así, pero así es. La violencia que sufrí yo y la del criadazgo son racistas. Y el país entero sigue siendo racista”.

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Mientras en Argentina el objetivo de la dictadura fue aniquilar los focos de organización política de izquierda y peronistas, en Paraguay el centro estuvo puesto en ir contra la cultura guaraní e indígena. Y de acuerdo al informe que realizó la Comisión de Verdad y Justicia, los actos de violencia sexual se dieron especialmente contra niñas, generalmente en operativos militares y policiales en comunidades campesinas. El 37% de niñas sufrieron estas violaciones, de las cuales el 85,2% se presentaron en departamentos del interior del país, de mayoría guaraní. Durante un momento de su cautivero, Julia recuerda que apareció en la quinta un médico que era alemán, quien realizó estudios sobre los cuerpos de algunas de las niñas.

“Era Mengele. Ahora lo sé”, cuenta. “Cuando una nena de la quinta era despierta, inteligente, sabía escribir, ahí se daba cuenta. Yo escribía, escribía en la arena poesía y cosas cortitas. Y ahí dijo: esta niña va a ser despierta. Me ponía inyecciones, vacunas, para engordar y luego venderme”.

Si bien no hay pruebas de que Josef Mengele, el médico nazi al que se le atribuyó el haber ideado las cámaras de gas, haya estado esos años en Paraguay, sí hay muchos estudios que indican que el stronismo lo recibió en sus tierras por un tiempo entre la caída de Perón en Argentina, en 1955, y su muerte en Brasil, en 1979. Entre las historias alrededor del personaje se encuentra su obsesión con el estudio de cuerpos de niñas y adolescentes con características físicas que le llamaran la atención. En sus experimentos con cuerpos asesinó y enfermó a cientos de personas, además de los crímenes que se le atribuyen durante el régimen nazi.

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La historia de Julia Ozorio Gamecho permitió que se escribieran otros libros y se realizaran estudios sobre cómo la violencia de aquellos años persiste de distintas formas en el presente. Sin embargo, no muchas mujeres se animaron a hablar: pero Julia es insistente y mantiene una red con ellas.

“Se vendió a muchas nenas en mis tiempos”, dice. “Recuerdo nombres. Muchas me escriben hoy, incluso desde otros países donde las vendieron. A muchas se los dije: ‘yo voy a ser tu testigo’. Y las nombré en mi denuncia. Aunque luego no haya pasado nada”.

A pesar de las torturas que Julia sufrió siendo tan niña y de la violencia que significó el jamás ser escuchada por sus compatriotas, en la otra punta del teléfono, se entusiasma cuando le preguntan sobre su historia. Insiste en que ella quiere que se sepa todo, y hace énfasis en la palabra “todo”. En Argentina aprendió que hablar es el mejor antídoto contra el olvido.

”Yo hablé porque quería ayudar a muchas mujeres que estuvieron como yo”, cuenta. “No podemos ir con esta historia sin contarla, todo escrito con sangre se debe contar para que no vuelva a pasar en este mundo. Hay que descargar el monstruo que llevamos dentro. ¿Por qué seguir llorando? No inventamos nosotras esta historia. Éramos simplemente unas niñas”.

A Lucía la puedes contactar a través de su cuenta de Twitter @queendelqueso.