Gilmer Mesa escritor sentado
Fotografía de Julián Gaviria
literatura

"Escribir sobre las muertes de mi familia no me tranquiliza"

Con su segunda novela, Gilmer Mesa se acerca a la historia de violencia de la familia de su madre. 

Luz Mila Sepúlveda le contó la historia de su abuelo a su hijo Gilmer cuando entendió que ya estaba grande. Era guapo y de ojos azules. Vivía en Las Travesías, una finca que él construyó luego de conquistar un territorio virgen cerca de Ituango, al norte de Antioquia, Colombia. Tenía dos familias: una con su esposa y otra con su hermana. Fue asesinado. Gilmer, fascinado por la habilidad de su madre para narrar, encontró en ese relato lo que le emocionaba de la literatura, en la que se estaba adentrando como lector. Ahondar en esa historia familiar, tan llena de sangre como de amor, se volvió un ritual que los unió más, pues cada pregunta y respuesta los acercaba a las vidas de sus antepasados. Cuando decidió ser escritor, Gilmer tuvo esa historia en cuenta, quería contarla y con literatura rellenar lo que su madre no sabía. Veinte años después de que Luz Mila compartiera con él esos recuerdos llegan de nuevo en forma de novela y de ficción: Las Travesías, publicada por Penguin Random House. 

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Gilmer Mesa (Medellín, 1978) recuerda esta historia entre caladas de cigarrillo, a las afueras del Jardín Botánico de Medellín, donde en los últimos días se celebró la Fiesta del Libro. Apareció con un sombrero que ensombrecía su rostro y le permitía moverse de incógnito, vestido con blazer y una camisa, abierta en su pecho. Ahora, más relajado, y con su cabeza rapada al descubierto, alterna el cigarrillo con tragos de Coca-Cola. Su voz rotunda se impone sobre los anuncios de guarapo y confites de alrededor, y se torna cálida cuando uno que otro transeúnte lo reconoce y le agradece. Las Travesías es su segunda novela. La primera fue La Cuadra (2016), la historia de cómo fue crecer en Aranjuez, al norte de la ciudad, en los ochenta. Es un retrato íntimo y detallado de la violencia a la que se enfrentó desde que nació —y de la que fue partícipe y víctima su hermano mayor, Alquivar—contado desde las vísceras y con todas las emociones contradictorias que explotan en un contexto en el que solo hay dolientes. Al final nadie gana.   

En Las Travesías casi todos mueren, desde el inicio hasta el final del libro; sería más spoiler contar quién logra sobrevivir. El primer capítulo que Mesa escribió fue el de Martín, el hermano de su madre que fue asesinado. A partir de ahí, a pesar de que no estaba seguro de si podría escribir una novela tan ambiciosa y polifónica, se devolvió hasta su bisabuelo, Cruz María García. Y lo que empieza como un melodrama rápidamente deviene masacre. Nadie está a salvo. La novela se acerca a las distintas ramas del árbol genealógico de la familia García hasta que llega a Luz Mila, la bisnieta de Cruz, que a su vez fue el molde que el autor usó para hacer a los demás personajes de mujeres que no pudo conocer. El tronco del árbol está roído por una violencia inescapable, destino y maldición. Los bandos se transforman; de liberales contra conservadores pasan a

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guerrilleros contra paramilitares, pero el doliente universal se mantiene: se suman los muertos, las injusticias, el sufrimiento y las familias rotas. 

A mitad de camino entre la agilidad de la tradición oral y el peso de la inevitabilidad de una tragedia griega o un libro de la Biblia, Mesa reflexiona sobre la violencia a lo largo de Las Travesías. Se sumerge en la Colombia rural del siglo XX, y a través de las vidas de sus parientes aborda la colonización, el despojo, la violencia partidista y el boom de la hoja de coca. Las grietas del proyecto de nación colombiano se ven enormes desde tan cerca. Sobre todo, Mesa se adentra en los detalles de la violencia y obliga a reconocerla y mirarla a los ojos, en su manifestación cotidiana y en su carácter universal. Sobre esto y más hablamos con él.

Por momentos, Las Travesías se siente como una tragedia griega: no se puede escapar del destino, en este caso una muerte violenta. Y, por ahí, el libro también se siente bastante bíblico, con Cruz como un Adán con una descendencia perseguida por el pecado original. Hablemos de estas influencias, si existen, y qué papel cumplen en el libro. 

Es muy difícil zafarse de la tragedia griega. No porque quiera escribir algo así, sino porque estoy convencido de que Esquilo y Sófocles ya escribieron lo que había que escribir. Uno lo único que hace es amoldar eso que ellos dijeron a las realidades de uno. Después de Edipo Rey, Los siete contra Tebas y Antígona me parece que hay muy poco que decir sobre la condición humana. En esas tres está el fatum, el destino, la imposibilidad. Ese es el sentido trágico del hombre, luchar contra su destino, como si estuviésemos signados. 

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Yo creo que Colombia de alguna manera responde a ese patrón del fatum, un destino impuesto del que nosotros no hemos podido salir por ese sino de Caín que tenemos: esa imposibilidad de entendernos con los hermanos y terminar matándonos entre todos. Eso es muy jodido y esa es la indagación profunda que hace la novela, el porqué de esta jodidez en la que llevamos todo el tiempo desde que estamos habitando este territorio. 

Y el tono bíblico me gusta mucho porque no es el tono de la épica griega, con su heroicidad, sino el de la gente condenada. Nosotros arrastramos una culpa ancestral que es obviamente fruto de 2.500 años de judeocristianismo. Y en Colombia nosotros somos muy bíblicos. Eso de no poder comunicarnos sino a través de la violencia es muy bíblico, es todo el Antiguo Testamento. 

A lo largo del libro, todos los bandos matan y buscan víctimas para hacerlos vengadores que dejan más víctimas que luego serán vengadores. Son una guerra y un doliente eternos. Esto también está presente, aunque de otra forma, en La Cuadra. ¿Cómo entiendes tú la violencia? ¿Por qué surge y por qué no se detiene? 

El ser humano es muy violento básicamente porque es muy fácil, no requiere ningún proceso mental. Es casi que impulsiva, orgánica. Basta con que miremos los comportamientos de los niños, que son muy violentos. Educarlos, de alguna manera es redirigirles esa energía para que participen de la sociedad. Considero que la violencia está muy asociada a la falta de educación; no solo la de las escuelas, sino la de la vida.

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Hemos sido un país gobernado por unas élites a las que les va muy bien cuando la gente no piensa, no se educa, es violenta. Porque la violencia también permite que se maneje muy fácil a la gente. Basta con tener más fuerza. Entonces las élites han mantenido lo que les ha servido, como dicen en el barrio: equipo ganador no se cambia. La violencia tiene un propósito político y no ha habido las condiciones para salir de ella. Más bien se incentiva su incremento. Por eso también seguimos manejados por esa élite, no hay forma de salir de ahí. 

Si sigue primando entre nosotros la violencia, estamos lejos de entendernos como seres humanos. Lo fácil es seguir siendo así, detenerlo es lo que es difícil. Por eso creo que la paz es tan difícil, porque es hacerle la guerra a la guerra propia que tenemos todos. Si no paramos la violencia que tenemos entre todos, contra el planeta, contra las instituciones, contra todo, estamos prontos a extinguirnos. Y a la Tierra le importa un carajo, tiene para vivir 40 millones de años melo; es más, si nosotros nos vamos va a vivir mejor. 

Casi toda la familia de tu madre es asesinada en Las Travesías. Tú te detienes en esos asesinatos, así como en el sufrimiento que generan las torturas con el “raspado”, las violaciones, los cadáveres con el corte de florero, y escarbas ahí con detalles explícitos y abundantes. ¿Por qué? 

Nosotros hemos sido muy permisivos con la violencia, al punto de estar casi acostumbrados al horror. Una vez vi una noticia, en uno de esos canales miserables que tenemos, en la que Macaco estaba rindiendo declaración. La gente estaba muy molesta porque no le decía dónde tenía a sus familiares, y el man dijo “Yo no sé, son tantos que yo no sé”. Hablaba de 3.500 o 4.000 personas, y yo pensaba: “¿Cómo que un man sale a decir en televisión que mató a 4.000 personas, un genocidio, y acá no nos dice nada?”. O un tipo como Popeye, que dijo que había participado en 2.500 homicidios y la gente se tomaba fotos con él. No, es hora de que le pongamos cara y rostro a esa violencia. Y si hay que verle la cara al diablo, entonces mirémosela. Que esto al menos sirva para que traigamos a la mesa ese tema. 

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El paso que sigue después de acostumbrarnos al horror es alcahuetearlo. Uno ve a un man que lo están atracando y se hace el güevón; a un man que le casca a una vieja y se hace el bobo. La violencia política, aunque esté ahí, no la vemos a la cara. Porque eso pasa en La Chinita o en Bojayá, no nos tocó acá en el Jardín Botánico. García Márquez decía que la literatura de la violencia era un inventario de asesinatos, pero es que estamos tratando de quitarle la sábana a esos fantasmas para empezar a hablar de esos temas. Eso es lo único que me interesa a mí con esta novela. Aquí somos muy dados a esconder las cosas debajo de la alfombra, a trapear por donde pasa la suegra. Ya es hora de meternos a las piezas y a los sótanos, de levantar la alfombra. Hablemos de esto. Lo que escribo no trae respuestas, pero sí deja abiertas un montón de preguntas. 

Dentro de toda la desesperanza que el libro evoca, hay varios gestos de amor que destacan, como la relación de Carolina y Crucito, o de Fidel con Fidelito. Estos puntos brillan y dan algo de esperanza. Para ti, ¿dónde está la esperanza en Las Travesías? ¿La hay? ¿Debe haberla?

La vida se encarga de quebrar el optimismo de la gente, pero tiene brillo: el afecto. Vivimos y somos por él. Es el afecto cotidiano, el de las personas que tenemos alrededor, el que lo sostiene a uno cuando le pasan las cosas jodidas. Estar en la buena es muy fácil, lo que es difícil es continuar estando en la mala, cuando uno de verdad quiere tirar todo para el carajo. Ahí es donde aparecen y florecen esas luces que lo mantienen a uno. La vida me ha confrontado con muchas cosas que me han hecho pensar que es una mierda. Pero ahí mismo aparece eso: el afecto de un amigo, de una novia, de un familiar, de mi mamá siempre constante, de mi papá. Y yo decía “No, la vida es chimba”. Es bueno, y yo lo he estado haciendo, dejarles saber que uno los quiere y está agradecido. Eso es lo que ha valido la pena y lo que hace que uno diga, pese a todo lo demás, “Bueno, soy capaz de seguir”. Y eso creo que está en la novela. Somos muy maleducados en el afecto, no nos han enseñado a expresarlo ni a mantenerlo ni a cuidarlo, pero, a la brava y a mala, es lo que sostiene el mundo. 

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¿Crees que hay paralelos entre los mundos de La Cuadra y Las Travesías? El de Ismael podría ser un combo de un barrio, por ejemplo. Y a los niños se los traga la violencia y les roba la infancia. 

Los barrios populares hemos sido rurales. Primero, porque hay mucha migración y muchos comportamientos rurales que se repiten en los barrios. Pero, hablando metafóricamente, las ciudades lo son en el centro y los dos o tres barrios que crearon esos mismos que vivían en el centro. De resto es ruralidad porque nunca ha llegado el Estado y nos hemos tenido que inventar formas paralelas de convivencia, solidaridad, gobierno, justicia, en fin. Hay mil países en el mismo país. Esa marginalidad sí la comparten tanto la ruralidad como los barrios periféricos. Es claro que se repiten varias dinámicas, como el sentido de pertenencia, porque a los ejes centrales del gobierno no les interesa llegar hasta allá. Tienen lo bueno y lo malo. 

Al final del libro, los sobrevivientes de la familia García se preguntan si los persigue una maldición, y huyen buscando romperla. Años después, en Medellín matan a tu hermano mayor, Alquivar, suceso central de La Cuadra. Tu obra no solo es violenta sino que narra la violencia que ha sufrido tu familia, que has sufrido tú. ¿Cómo llevas ese peso? ¿Qué hace esa narración en ti? ¿Por qué escribes de esto y no de otra cosa?

En realidad hay un solo muerto, el muerto eterno. Creo que fue Céline el que dijo que uno se la pasa escribiendo el mismo libro; bueno, no hay sino un solo muerto. A mi familia la rompió el asesinato de Cruz, pero no olvidemos que él también había asesinado a un montón de gente. Y a la siguiente generación la rompe el desenlace de Abraham e Ismael. Y después Jorge y Manuel. Y después Martín. Y después mi hermano. Y bueno, no sé, para eso nos tiene que servir el arte, para tramitar lo que la vida le va poniendo a uno delante. Yo no sé qué tipo de persona sería yo si no tuviera la literatura. Quién sabe que otras formas de expresión hubiera encontrado. La violencia es la forma de expresión más fácil. Pero como digo al principio de La cuadra: hay unos que viven la historia y otros tomamos la foto, o escribimos los libros. 

Escribir sobre las muertes de mi familia no me tranquiliza, yo escribo por la intranquilidad que tengo. En el lanzamiento de La cuadra alguien me dijo que no notaba una catarsis final en el libro. Es que no la hay y no la puede haber. El día que yo ya sienta que saqué lo que tenía, no vuelvo a escribir. A mí me mantienen vivo la incomodidad y el dolor constante. Escribir es una forma de tramitar el dolor, de irlo llevando. Yo he sentido la culpa de Raskólnikov, (de Crimen y castigo de Dostoyevski). No puedo pensar ni sentirme como un habitante de Rusia del siglo XIX, pero sí he sentido la culpa, sé mucho del dolor. Por eso esa obra me sigue enloqueciendo. Lo mismo que con Mario Escobar Velásquez, lo mismo que con Rubén Blades. Pero la muerte sigue ahí, ¿sí o qué? Pa’ mí la muerte fue la muerte de mi hermano, pero en todos los ciclos hay una.

Tú concluyes que escribes como forma de vida y luego te corriges: escribes como forma de muerte, porque narras la muerte de tu familia y, así, la tuya. ¿Cómo así?

A mí la literatura me cambió la vida: encontré un destino y la mejor forma de estar en el mundo. Pero también entendí, escribiendo el epílogo del libro, que yo, con cada renglón, estoy acabando mi vida. Estoy muriéndome a medida que escribo. Dejé de medir la vida en años, la mido en libros. Este es el segundo y ya escribí el tercero. Vamos a ver cuántos más me alcanzan. Es más, ya sé cuál va a ser la última novela que voy a escribir, lo que no sé es cuándo. Cada libro que voy escribiendo, cada historia en la que me meto, es como el agónico tic tac de una bomba. Esto va a estallar en algún momento. Llegará el punto final de los finales: se acabaron los puntos suspensivos. Tener esa certeza es chimba. Yo ya tengo un destino, que es escribir. No sé qué, no sé cómo, pero es escribir. Y no voy a dejar de escribir nunca en la vida.