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Edith Grossman: la traductora que conectó América Latina con Estados Unidos

La estadounidense de ochenta y tres años ha traducido a autores como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Sor Juana Inés de la Cruz, y las dos partes de Don Quijote. El 98% de los lugares que conoce viene de los libros que ha leído.

Entra Edith Grossman al salón de clases. Llega con diez minutos de retraso. Las puntas de su pelo gris y alborotado parecen congeladas. Son las dos y veinte de una tarde de principios de enero de 2018. En una hora y media, cuando salgamos de aquí, ya habrá oscurecido en Nueva York. Pero por ahora Edith lleva las gafas con las que protege sus ojos azules del sol del invierno enredadas en esa maraña cabelluda. No se disculpa por la tardanza. Ella sabe que los ocho estudiantes de la maestría de escritura que estamos ahí reunidos hemos tomado su asignatura porque sentimos fascinación por ella. Pasaremos el semestre entero hablando más de su vida personal que de técnicas de traducción. En más de cuarenta años de trabajo, la estadounidense de ochenta y tres años ha traducido alrededor de sesenta libros del español al inglés, incluidas obras de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Sor Juana Inés de la Cruz. En 2003 se publicó su elogiada traducción al inglés de las dos partes de Don Quijote de la Mancha. Daniel Halpern, editor general de Ecco, un sello del gigante editorial HarperCollins, dijo entonces que ella era “la mejor de los mejores. No todos los traductores son iguales y ella es la menos igual a todos los que he leído”. Y la traductora lo sabe. Un año y medio después de aquel primer día de clases me dirá que si no creyera que es de las mejores hace rato se habría retirado.

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El salón de clases es frío y está repleto de un silencio tan intenso que nuestra maestra se siente incómoda y pasa con rapidez a la lista de lecturas. Leeremos, entre otros, a Álvaro Mutis y su Maqroll el Gaviero, al peruano Santiago Roncagliolo, un par de novelas de la cubana-puertorriqueña Mayra Montero, cuentos del guatemalteco Augusto Monterroso y cerraremos el semestre con el Quijote.

“Las mejores y [en algunos casos] las únicas traducciones al inglés que se han hecho de estos libros fueron hechas por mí. ¿Tuve un interés personal para hacerlas? En todos los casos la respuesta es sí”, dice con seriedad y todos la miramos como si nos hubiera echado brujería. “Damn, you’re mute”, continúa, y se ríe de nosotros, que no sabemos cómo responder a su burla.La intimidación irá mermando a medida que pasen las semanas. Por lo pronto, la clase termina luego de una introducción a la carrera de Álvaro Mutis, de quien habla en tiempo presente, aunque haya muerto hace media década. “Traducir a un autor es como casarse con él. Tiene que gustarte mucho”, dice, y se despide sin pararse de su silla. Ahí se quedará un buen rato negociando en su cabeza cómo salir del campus de la Universidad de Columbia a tomar un taxi que la lleve a diez cuadras, donde está su apartamento. Su paraíso.

A Edith Grossman no le gusta salir de casa.

Sale solo para dictar clases y a muy selectos eventos personales. Del mundo hispano conoce España, fue una vez a México y ha ido a un par de sitios en el Caribe. De resto, a la gran traductora del siglo XX, a la arteria literaria que conectó por décadas a América Latina con Estados Unidos, no le gusta salir del Upper West Side de Nueva York. “Siempre me sentí muy curiosa de conocer, pero no me gusta viajar. Me gusta dormir en mi propia cama y odio lidiar con funcionarios y el control migratorio”, dice. Meses después, Santiago Roncagliolo me contará por teléfono que una vez la invitó a cenar en un restaurante en Brooklyn. Edith le respondió: “ I don’t do Brooklyn, darling”.

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Tal vez he empezado con el pie izquierdo y a tan poco tiempo de presentarla ya Grossman parece arrogante. Después de todo y para muchos, la traducción es un oficio a la sombra del verdadero protagonista: el autor. Hasta para algunos traductores prestigiosos esa es la realidad del oficio. En una defensa de la traducción, Jorge Luis Borges —traductor de William Faulkner y Virginia Woolf, entre otros— hace una adenda en la que expresa que los versos de Evaristo Carriego “a un forastero no le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será menor”.

Sin embargo, detrás de cada libro traducido que nos ha consumido en su grandeza siempre ha habido dos profesionales: el que escribió el texto original y el que luego lo interpretó y con astucia supo soltar el diccionario cuando fue necesario para llevar al lector por tierras lejanas, no solo en geografía, sino en significantes. ¿Cómo le explicas la región subtropical a un gringo que nunca ha salido del norte de Estados Unidos?

Parte de esa respuesta la encontramos en la navegación soporífera y selvática de Edith Grossman por el Maqroll de Álvaro Mutis. En la segunda clase, un compañero francés dice que el narrador parece ser europeo, pero no identifica con claridad su lugar de origen. Una compañera de Boston comparte su incomodidad al leer la aventura sexual de Maqroll con dos indígenas (un hombre y una mujer) que en el libro parecen no tener nombre, voz, ni personalidad.

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“Mutis habría dicho: ‘me importa un carajo que no te guste mi trabajo’, porque él es así”, dice Edith. “A él le es indiferente quien no disfruta de su escritura”.

Nadie duda de la verosimilitud del mundo del autor, aunque ninguno en esa clase más que un compañero peruano y yo seamos algo cercanos a los Andes o a tierras amazónicas.

Para Edith, Maqroll es un personaje mágico porque siempre tiene la respuesta perfecta para hablar del estado del mundo, de mujeres y de la humanidad. “Ese es el hombre que yo quiero para mí”, pensó para sí la primera vez que lo leyó en La nieve del almirante. Incluso, recuerda que el poeta chileno Nicanor Parra (de quien escribió en su tesis de doctorado) le dijo a Mutis que si algo le pasaba a Maqroll, él mismo lo llevaría a la corte. Edith se ríe y hace una pausa larga. Se pierde en ese recuerdo, se muerde el labio inferior y luego continúa. “Maqroll es lo único real e importante en sus novelas”.

En la siguiente clase agrega que “en la ficción latinoamericana hay muy pocos personajes femeninos que son independientes de los personajes masculinos que las rodean. Eso cambia con Ilona”. Pensar en ese personaje de la surrealista Ilona llega con la lluvia hace que Edith recuerde a la ya fallecida actriz y bailarina Rita Hayworth. Cuando su memoria flaquea, siempre hay un personaje del Hollywood viejo que la trae de vuelta. Por ejemplo, para ella, Mutis es una de las personas más sexis que ha conocido. Para recordar ese detalle tuvo que pensar antes en Marlon Brando, el único actor del que se ha enamorado. De Brando aterriza en la imagen de Henry Fonda, los personajes de Fonda le recuerdan a Mutis.

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Alguien en la clase menciona el “realismo mágico” para relacionar al autor colombiano con su coterráneo Gabriel García Márquez. Con esas dos palabras se disipa el deleite de la traductora. “Me da indigestión ese término —It gives me the vapor—. No dice nada sobre las obras que describe”. Con esas palabras terminamos con Mutis.

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Parte del legado de Grossman está en hacer cercanos y navegables cosmos que podrían ser imposibles de acceder para lectores a los que no les gusta salir de casa ni saber lo que pasa fuera de ella. Si es cierto que existe un poderoso intercambio cultural entre América Latina y Estados Unidos, ese intercambio no es literario. Poco más del 3% de la literatura que se lee en Estados Unidos son traducciones. En ese micromundo compite la novela en español y es ahí donde Edith se construyó su trono.

Natasha Wimmer, traductora de Roberto Bolaño, nombre que ahora se afianza como autor de culto en Estados Unidos, me escribió en un correo electrónico que Edith será siempre recordada por su liderazgo y activismo para hacer traducciones en Estados Unidos. “Su libro Por qué la traducción importa es un testamento feroz e inspirador de su causa. Es valioso no solo para otros traductores como yo, sino para cualquier lector”.

Cuando a Edith le gusta un libro, a cualquier editor se le hace agua la boca. Por eso, la vez que se le acercó a Santiago Roncagliolo en una feria del libro de Miami a mediados de los 2000 y le pidió que firmara un ejemplar de su novela Abril Rojo, el escritor se sintió intimidado. “Yo recordaba haber visto un libro que decía en gigante: traducido por Edith Grossman, y en pequeño el nombre del autor: Gabriel García Márquez”. Una de las grandes victorias en la carrera de la traductora es que en todos los contratos que ha firmado aparezca la cláusula que establece que su nombre en la portada debe ser tan importante como el nombre del autor original.

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“Comenzar un texto con un personaje tan tonto como Chacaltana implica que el texto solo puede ir hacia arriba”, dice Edith en el salón de clases un día de febrero, cuando llegamos a la novela del escritor peruano. Grossman dice sentir un cariño maternal por Roncagliolo, pero su motivación para traducir Abril Rojo fue el interés que siente por la relación entre la violencia y el horror latinoamericano y su digestión a través del humor. “Es la única forma de no quitarle la cara”, dice. También se sintió intrigada por el uso del idioma. El lenguaje localista peruano, acompañado de fragmentos jurídicos de gran negligencia idiomática (adrede), hicieron de la pieza un reto para Grossman.

Sobre el espíritu político de la novela, Edith dice que “algunos creen que los ingleses eran mejores colonos que los españoles, pero esa idea es pretenciosa. La razón por la que Estados Unidos escapó de la trampa colonial es porque no fue un estado conducido por la religión”. Continúa luego: “Los latinoamericanos están gobernados por el catolicismo”. En lo último estoy de acuerdo, lo primero me parece cuestionable.

Diez cuadras y diecisiete meses más lejos de aquel día, contenidas las dos por la humedad de una tarde lluviosa de verano en la sala de Edith, le pregunto si ella cree que el español es un solo idioma o son varios dependiendo de la región donde se hable. He leído en un artículo de Eliezer Budasoff, exdirector editorial del New York Times en español, que “solo en América Latina hay más de quince palabras para nombrar las palomitas de maíz, por lo menos trece para los pitillos y diez para nombrar a una mariquita (el insecto)”.

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Edith no está de acuerdo. Para ella el español es solo uno. “Es mucho más uniforme que el inglés, por ejemplo. Entiendo que el español de Cuba es diferente al de México o al de España. Y en España, depende de qué región eres. Pero la estructura básica del idioma es la misma. Si hablamos de la literatura es otra cosa. Una de las tareas de un artista literario es crear un lenguaje. Creo que cada autor crea un idioma que se adapta a su intención artística y estética. Descifrar el idioma o lenguaje del autor es la parte más fascinante de mi trabajo”.

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Entre 2006 y 2016 Edith Grossman se ganó el premio de traducción PEN/Ralph Manheim, la Beca Guggenheim y la Orden al Mérito Civil otorgada por el Rey Felipe VI de España. Nada mal para una mujer que de niña odiaba el colegio. “Lo odié, odié, odié. La única profesora que me gustaba era la de español y me repetí muchas veces: lo que sea que esa mujer haga, yo lo voy a hacer. Imagínate si hubiera sido la profesora de física”, dice acomodándose en el sillón mientras levanta las piernas sobre la mesa de centro de su sala.

El mentado viaje a México vino después del colegio. Hizo trabajo voluntario cerca de Tijuana con un grupo de cuáqueros de Pensilvania, su estado natal, cuando tenía 18 años. Después vino la universidad. En su libro Por qué la traducción importa, Grossman escribe que cuando empezó a estudiar literatura pensó en ser intérprete porque le sugería un futuro emocionante lleno de viajes a lugares exóticos e incluso una carrera en las Naciones Unidas. De aquel deseo juvenil queda poco. “Entre más vieja me hago, menos ganas me dan de salir de este apartamento”, me dice. “Hubo viajes involucrados, pero no tantos. Es una idea muy ingenua esa de creer que tienes que ir a la región para poder traducir un libro sobre ese sitio. El 98% de los lugares que conozco vinieron de los libros que he leído”. Parte del arte del escritor es crear un mundo para el lector. El traductor entra en ese proceso a través del lenguaje.

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Algunos de los autores con los que ha trabajado están de acuerdo. Aún con vida y cordura, García Márquez afirmó que prefería leer sus propias novelas traducidas al inglés por Grossman y Gregory Rabassa. Roncagliolo dice que es mejor que el traductor no conozca la geografía que aborda el libro para respetar la experiencia que siente a través de la lectura. En una llamada telefónica, Mayra Montero dijo que “esa lejanía es otro de los valores de la traducción. Es la mirada de la historia colombiana, peruana, caribeña, desde otro lado del mundo”. Además, agregó: “Cuando me dices que Edith casi no viajó, me acuerdo de Lezama Lima. El único viaje que hizo en su vida fue en barco a Jamaica, creo. Él prácticamente no salió de su casa y tiene una obra que es universal”. Los dos, así como Wimmer, aseguran que lo que necesita un traductor es saber leer, hacerlo con pasión, y escribir con maestría. “Edie —así le dicen sus amigos— tiene alma de artista, temperamento propio. Ella sabe darles vida a los textos”, dice Roncagliolo.

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En las siguientes semanas se vuelve cotidiano que Edith llegue al aula sintiendo mareo y confusión. Ya todos sabemos que tiene que ver con el tránsito infernal entre su paraíso y el salón de clases. Insiste, sesión tras sesión, que sus semanas se han vuelto cada vez más extrañas. Un día de finales de febrero, nuestra maestra aterriza de ese mundo raro hablando de Haití. “Para mí es uno de los países más interesantes de las Américas. No fueron conquistados por los españoles, no son católicos y cuando le ofrecieron ayuda a Simón Bolívar, el libertador se negó porque jamás hubiera aceptado ayuda de gente negra”, asegura, aunque hay harta documentación histórica sobre la ayuda que entregó Alexandre Pétion, entonces presidente de Haití, a la campaña de Bolívar.

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Más allá de esa imprecisión histórica, Edith reconoce que el mundo afrolatino hace poca presencia en el trabajo de los autores del Boom Latinoamericano, pero es parte fundamental de la obra de Mayra Montero. Nuestra maestra ha traducido seis de sus catorce novelas. “Conocí a Edith hace más de treinta años cuando le pedí por medio de una carta que tradujera mi primera novela. Aún conservo su respuesta. Dijo que primero tenía que encontrar un editor que le pagara por la traducción”, dice la autora desde San Juan de Puerto Rico, donde se dedica a escribir columnas de opinión sobre la política de la isla.

La alianza comenzó más adelante gracias a Susan Bergholz, agente literaria de Montero en Estados Unidos y amiga de Grossman. Luego vino la amistad. “Me tocaba mandarle las notas por fax. Y en aquel tiempo no tenía fax en su casa, entonces mandaba las notas a una tienda de chinos que estaba al lado de su casa, ¡imagínate cuando era una novela erótica! Y los chinos leyendo todo aquello. Ella era una muy negada a la tecnología. Ahora por lo menos tiene correo electrónico”.

Edith aprendió muy temprano en su carrera que el mundo literario era un mundo dominado por hombres. Cuando a mediados de los setenta era estudiante de posgrado en la Universidad de Nueva York, un profesor le dijo que era una irresponsable porque su presencia en el programa le quitaba la oportunidad a un hombre que no abandonaría la carrera una vez encontrara marido y se convirtiera en madre. “De haberlo escuchado habría sido una idiota. La academia en ese tiempo estaba llena de estúpidos sexistas”. Pero no solo el mundo universitario. De casi dos decenas de autores, Edith solo ha traducido a tres mujeres: Sor Juana Inés de la Cruz, la maravilla catalana que es Carmen Laforet y Mayra Montero.

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“Había rumores de misoginia dentro de los autores del Boom, pero Mayra probó que había buenas autoras en la región. Ella escribe sobre mujeres, sobre negritud, sobre identidad. Leerla me hacía pensar que sus intenciones eran tan literarias como sociológicas”. Rumores, dice. Y asegura que vive sorprendida por la cantidad de acusaciones por acoso sexual que han salido del mundo de las artes y las humanidades en los últimos meses. “Era lo mismo cuando yo estaba joven y sobrevivimos. En todo caso, ¿qué tiene que ver la moral con el talento?”, se pregunta muy al estilo de Catherine Millet. A mí, su estudiante, me da curiosidad pensar si por esa desconexión en la que vive (del mundo exterior, de la tecnología) hay algo de anacrónico en la forma como Grossman entiende su materia prima, el lenguaje, y la influencia del mundo hispano en la cultura estadounidense.

Meses después, en su casa y casi graduada del programa, le pregunto si está familiarizada con el movimiento del reggaetón en español y cómo este género musical está informando culturalmente a la audiencia norteamericana. “No creo que esté cambiando la forma como la gente habla”, dice. “Yo no veo a nadie caminando por las calles diciendo chachachá, qué rico chachachá. De pronto entre los jóvenes hay una gran influencia, pero no conozco la movida de esta época. Yo soy lo que en inglés llaman un stick in the mud”.

Stick in the mud: una persona que prefiere no cambiar.

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Para Edith el mundo hispano de Nueva York en 2019 aún suena como la Orquesta Aragón de mediados de los 50; la Latinoamérica que conoce es la que leyó y tradujo en la literatura del siglo XX. La gobernada por caudillos, la tupida de verdes y azules infinitos, la que se sigue descifrando en medio del caos urbano de ciudades sobrepobladas. “Yo sé que no es lo mismo que ir al sitio”, dice. “Pero es el camino que he escogido”.

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Para poder leer Der Untergeher, de Thomas Bernhard, que en español se titula “El malogrado” y en inglés “The Loser”, tuve que pasar por una traducción. Si no lo hubiera hecho, me habría costado entender la notabilidad del comentario que hizo hace más de una década el crítico literario Harold Bloom sobre Grossman. Para él, mi maestra es la Glenn Gould de la traducción. Aunque para Bernhard las traducciones eran cadáveres irreconocibles, con su novela sobre este pianista canadiense hizo un guiño al arte de la interpretación. The Loser (el perdedor del título) no es Gould, sino un ficticio amigo cercano, también pianista, que escribe con admiración y envidia sobre el intérprete, quien pasó casi toda su carrera perfeccionando su mirada sobre la obra de Bach.

Para estimular mis neuronas y lograr los impulsos eléctricos que llevaron mi mente caribeña a conectar de alguna forma con el mundo austriaco y con la música clásica de la que no sé nada —para identificarme con la humanidad de quien toma un algo maravilloso y lo magnifica—, se necesitó el trabajo de un traductor. En este caso, Jack Dawson.

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Si Edith Grossman es la Gould de la traducción, se puede decir entonces que dedica sus horas encerrada en su caverna oscura de Upper West Side a perfeccionar hitos literarios escritos en español que luego serán leídos en inglés. Usa lo que para ella es su herramienta más importante: la intuición. Así sacó adelante la traducción de uno de los relatos más cortos de la historia del español: “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso. Cuando en marzo de 2018 llegamos a esta pieza (“Cuando se despertó, el dinosaurio seguía ahí.”), pasamos dos clases entendiendo, primero, si quien se levanta es el dinosaurio o si es un hombre que observa al dinosaurio y luego, entendiendo por qué, en inglés, Grossman se tomó una licencia literaria y asumió que quien observaba era un hombre y lo tradujo usando el artículo determinado masculino: When he woke up, the dinosaur was still there.

“Porque así lo quise”, responde cuando le preguntamos. “Nadie objetó. Ni siquiera Monterroso. Yo no le pregunto a los autores sobre el significado de una cosa o la otra. Sigo mi criterio y ya está”. Sin dudar en la autonomía de nuestra maestra, los ocho en el salón nos miramos sonriendo porque sabemos sobre sus largas conversaciones telefónicas con García Márquez y Vargas Llosa en las que discutían localismos y adaptaciones. Montero, por ejemplo, me dijo que una vez conversaron sobre el uso de la palabra zambo. Edith asumió que la autora se refería a una persona de mestizaje afro-indígena, cuando en realidad describía a un personaje con las rodillas juntas y piernas separadas hacia fuera.

Unas semanas más tardes, llegando al final del curso, Edith nos dirá que su trabajo nunca se hace más fácil. En especial cuando se acepta un reto como el de Don Quijote. Afuera, en los jardines de la universidad, ya no hay nieve. Los árboles están preñados de flores rosas y hojas nuevas que reflejan el sol deslumbrante de la primavera.

Para ella, la primera gran novela de la humanidad tiene un detalle deslumbrante y moderno: el amor entre dos hombres. “En esas últimas líneas en las que Sancho Panza le dice a Don Quijote que no muera, en las que le narra todas las cosas que podrían hacer juntos si se queda, eso es una escena de amor. Las narrativas recientes, las de las películas, están inspiradas en ese libro”, dice emocionada.

“Miguel de Cervantes Saavedra cambió mi vida”, confiesa. “Su trabajo es el universo entero, él creó el español literario. El siguiente momento más revolucionario para el idioma fue García Márquez y yo tuve la suerte de traducirlos a ambos”, alardea, y luego llega el silencio. Se muerde el labio inferior y agacha la mirada: “Chicos, disculpen. Ahora mismo tengo la cabeza llena de los acertijos que les contaba a mis dos hijos cuando eran niños”.

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Edith nos invita a su apartamento para la última clase. En mayo de 2018 fui por primera vez al sitio donde esperaré en el futuro a que merme la lluvia más torrencial del verano de 2019. En esa primera visita la sala, apenas iluminada por la luz de la calle, está repleta de sus libros. Tres de nosotros nos sentamos en el sofá, otros dos se sientan en un par de sillas, el resto toman posición en el piso junto a la poltrona en la que nuestra maestra se reclina. Sobre la mesa de centro hay vino español y algunas picadas. Junto a su asiento, Edith tiene una torre de libros y decide que nos va a dedicar el gran amor de su vida: la poesía. Ya enamorada del trabajo de Pablo Neruda y César Vallejo, en 1973 hizo su primera traducción, un cuento del argentino Macedonio Fernández. Siguió traduciendo en paralelo con su labor como docente hasta los noventa cuando empezó a traducir como oficio exclusivo. En privado, Edith escribía poemas. “¿Qué les parece si usamos este espacio para leer a García Lorca? Yo comienzo”, y lo hace en español: “Largo espectro de plata conmovida / el viento de la noche suspirando / abrió con mano gris mi vieja herida / y se alejó: yo estaba deseando”.

—Edith —le pregunto en julio de 2019, antes de que escampe— ¿qué pasó con tu poesía? Mi maestra sonríe de lado y responde con brevedad: —Las primeras veces que rechazaron mi trabajo como poeta me resultó muy difícil seguir insistiendo. No sé lidiar con el rechazo. No tengo el valor para aceptarlo. —¿Crees que tu éxito como traductora te ha hecho más difícil crecer el callo que acostumbran desarrollar algunos artistas? —Tal vez —responde—. Estoy llena de admiración por la gente que persiste, pero yo no tengo el estómago para hacerlo.

A Edith Grossman le gusta su zona de confort.

—La última vez que estuve en esta sala leímos a García Lorca, ¿te acuerdas? —le pregunto. —¿En verdad? No me extraña. “Verde que te quiero verde” —dice en español—. “Verde viento, verde ramas / el barco sobre el mar / el caballo en la montaña”. Afuera, un trueno detiene su recitar de memoria. —Espero que hayas traído paraguas —me dice mirando por la ventana. Yo giro la cabeza hacia la puerta y veo mi paraguas en el lugar donde ella me pidió que lo dejara cuando entré al apartamento. —Sí, le respondo. —Entonces mejor vete ya a casa antes de que regrese la lluvia —dice. Y antes de terminar la oración, Edith ya se ha levantado del sofá. Me da un abrazo y me acompaña a la salida. Mi maestra espera a que salga del edificio y cierra su portón como quien cierra las puertas del cielo.