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Salud

No he llorado en diecinueve años

Y ahora estoy aprendiendo a hacerlo.
Ayo Ogunseinde

Echando cuentas, calculo que estuve casi veinte años sin llorar.

Recuerdo llorar cuando era un niño, claro, por razones tanto físicas (como picaduras de abeja o juegos un tanto violentos con mis hermanos mayores) como emocionales (como caerme de la bici cuando estaba aprendiendo a montar). He escrito en otras ocasiones sobre la ansiedad que sentí en secundaria días antes de mi bar mitzvá, que me hizo romper a llorar al menos en dos ocasiones. (Podéis reíros de esto, yo lo hago).

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Pero entonces, por alguna razón, cuando tenía unos trece años, paré. Y aunque puede que haya alguna excepción ocasional, de verdad que no recuerdo ningún momento en el que tuviera una buena llorera entre 1998 y el año pasado, cuando tenía 32 años y lloré por una ruptura.


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Tres de mis abuelos murieron en ese periodo de tiempo y no lloré. Un amigo mío murió. Compañeros del instituto murieron. Tuve un verdadero ataque de pánico y varios episodios de depresión y de ansiedad. Vi películas tristes, leí libros tristes y escuché canciones tristes. Fui a bodas y a graduaciones. Tuve rupturas y rechazos sentimentales. Experimenté innumerables decepciones profesionales y desencantos políticos. Viví, como ciudadano, el 11-S, el huracán Katrina, la masacre de Newtown y otra infinita serie de tragedias sociales compartidas. Lo más cerca que estuve de llorar fue un nudo en la garganta, los ojos vidriosos, un leve temblor en los músculos de la cara o un quiebro en la voz. (Cuando eres uno de esos que no llora, te conviertes en un experto en las distintas etapas del casi-llanto). En ningún momento llegué a derrumbarme.

Entonces, hace más o menos un año tuve un episodio depresivo que dio un vuelco a mi vida. Aunque durante años fui un adicto al trabajo centrado de forma obsesiva en escribir sobre temas que no tuvieran que ver conmigo, de repente, me interesé por mí y por descubrir qué me había llevado a ser tan insensible.

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Empecé a analizar mi pasado para encontrar pistas que me pudieran haber convertido en la persona que soy ahora y a examinar mi presente para encontrar formas de mejorar mi bienestar. ¿Y si me compro un colchón nuevo? ¿Me cojo unos días libres? ¿Dejo de beber? ¿Como menos comida basura?

En algún punto de este periodo de autorreflexión, me topé con mi falta de llanto y me puse nervioso. ¿Diecinueve años entre llorera y llorera?

¿Es eso sano? ¿Puedo —y debo— aprender a llorar de nuevo?

Llorar es una súplica de ayuda codificada propia de la evolución

Lo seres humanos llevan mucho tiempo hablando sobre llorar. El poeta romano Ovidio escribió: “Es un alivio llorar; las penas se desahogan y son arrastradas por las lágrimas”. El versículo más corto del Nuevo Testamento dice: “Jesús lloró”. Y, por supuesto, en el siglo XXI, canciones de Jay-Z, gifs de James Der Beek, memes de Michel Jordan y páginas de wikiHow están dedicadas al tema de llorar.

Sin embargo, los estudios científicos y médicos rigurosos sobre llorar son bastante recientes. Ad Vingerhoets, profesor de psicología de la Universidad de Tilburg, en los Países Bajos, es una de las autoridades mundiales en este tema. En una charla TED de 2015 dijo a la audiencia que “el estudio de las lágrimas está aún en pañales y aún es un tema muy poco ahondado”. Todos sus artículos reflejan una idea similar, como uno de 2011 que dice: “Las llantinas se encuentran entre los comportamientos humanos más dramáticos y únicos, y aun así apenas tenemos un conocimiento sistemático al respecto”.

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Pero si echamos un vistazo a la bibliografía y a las charlas de los expertos, descubrimos un par de cosas concretas que pueden ayudarnos a aprender. Sabemos, por ejemplo, que llorar es una súplica de ayuda codificada propia de la evolución. “Llorar debió desarrollarse pronto como una petición de vida o muerte de unos cuidados básicos, no como la risa, que es un vínculo social menos crucial”, escribe Robert Provine en su libro Comportamientos curiosos: Bostezar, reír, tener hipo y más allá. “Llorar es una petición de cuidados y ayuda, y su principal incentivo va variando gradualmente de una herida física en la infancia a un trauma emocional en la vida adulta”.

Por lo tanto, tiene sentido que ver lágrimas tenga un “gran impacto en el cerebro” del observador, como me dijo Vingerhoets. En un estudio reciente en el que los sujetos miraban fotografías casi idénticas de personas con lágrimas visibles y eliminadas digitalmente, los investigadores descubrieron que “llorar despierta una necesidad de ayudar” y que “ver lágrimas genera sentimientos de conexión social”.

La creencia de que llorar es bueno para la salud está cogiendo fuerza. Primero, las lágrimas contienen una enzima que se cree que estimula nuestro sistema inmunitario. Pero aunque un artículo de 2011 analizó 140 años de artículos populares sobre llorar y descubrió que el 94 por ciento apoyaba la idea de que llorar era beneficioso, los investigadores actuales plantean un panorama menos claro. “Los datos empíricos son, como mínimo, inconsistentes, con varios estudios que demuestran que llorar no reporta ningún beneficio”, reza un artículo reciente.

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Sin embargo, en lo que respecta a cómo se siente la gente después de llorar (que no es lo mismo que si llorar tiene, objetivamente, beneficios observables sobre la salud), parece que la respuesta de una persona a sus propias lágrimas depende mucho del contexto. Llorar delante de tu madre no es lo mismo que llorar delante de tu jefe.

He aprendido cosas sorprendentes sobre mi propia experiencia mientras investigaba sobre las lágrimas. Sabemos que las mujeres lloran más que los hombres y, por lo tanto, como un tío al que le cuesta llorar, no soy tanto una excepción como podría parecer. Además, como la frecuencia con la que llora un ser humano suele disminuir en la adolescencia y en los primeros años de la edad adulta, he descubierto que mis años de sequía ocular entran más o menos dentro de la franja media de cuándo se llora menos y luego vuelve a aumentar.

Me sentí menos marginado cuando di con una copia del influyente libro de 1982 Crying: The Mystery of Tears (Llorar: el misterio de las lágrimas), en el que su autor, el bioquímico William H. Frey, escribió: “He recibido varias cartas de hombres de entre veinte y cuarenta y tantos años que no han llorado desde la infancia y quieren recuperar su capacidad perdida de llorar”. En un fragmento del libro, el mismo Frey apunta a que él eligió estudiar el llanto porque a sus veintitantos se dio “cuenta de que no había llorado desde que tenía unos doce años” y se preguntó “si su falta total de lágrimas era sana y normal”.

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Pero no todo lo que leí me resultó reconfortante. En 2017, Vingerhoets publicó junto a otros autores un artículo pionero, en el que estudiaron a casi 500 personas que decían haber perdido la capacidad de llorar y a 179 que lloraban “con normalidad”. Descubrieron que, aunque los que no lloraban no mostraban una sensación de bienestar inferior, su situación era… algo triste.

“En el total de la muestra, el grupo sin lágrimas se sentía menos conectado con los demás, menos empáticos y mostraban respuestas menos emocionales a casi todas las formas de arte y a la naturaleza”, se explica en el artículo. “Se mostraban menos conmovidos ante los sucesos de la vida humana, que son los que normalmente despiertan las emociones y el llanto”.

Yo no quiero vivir así.

Aunque mis padres nunca me recriminaron explícitamente expresar mis emociones, nunca tuve ningún modelo de adultos que lloran

Una mañana, hace poco, me desperté, miré el móvil y, unos segundos más tarde, me eché a llorar. Quiero guardarme algunos de los detalles de este momento, pero puedo decir que la noche anterior, un amigo mío más joven que yo había pasado por un problema profesional bastante intenso y público.

Esa mañana me desperté con un email suyo en el que me pedía ayuda y, cuando entré en Facebook, vi un largo hilo de comprensivas publicaciones de gente que le mostraba su apoyo. La combinación de compasión por mi amigo y la conexión personal con lo que acababa de pasar (mis veinte fueron una época de turbulencias personales y profesionales que aún estoy procesando) por lo visto desbloquearon algo muy profundo dentro de mí. Y ahí mismo, en la cama, antes de tomarme el primer café del día, rompí a llorar.

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A diferencia de otras ocasiones, en vez de pisar el freno, me dejé llevar. Relajé el cuerpo, me metí mentalmente en el momento y evité cualquier tentación de juzgarme a mí mismo. Desde fuera no hubiera parecido algo terriblemente dramático: unos sollozos contenidos y unas pocas lágrimas; duró solo dos minutos, pero para mí, fue una liberación.

Estoy seguro de que gran parte de esto fue porque me había pasado los últimos meses llevando a cabo exhaustivos análisis de aficionado intentando averiguar las razones por las que llevaba tanto tiempo sin llorar. Y me di cuenta de cuántas razones había. A pequeña escala, vengo de una familia hiperintelectual que apenas llora.

Así que, aunque mis padres nunca me recriminaron explícitamente expresar mis emociones, no tuve ningún modelo de adultos que lloran. A esto hay que añadirle el hecho de que soy un hombre en Estados Unidos, y aunque las costumbres sobre llorar están cambiando —véanse los artículos de opinión del New York Times y del Washington Post—, aún queda mucho camino por recorrer para que el hombre puede liberarse emocionalmente. Estoy seguro de que yo absorbí algo de eso.

Quiero dejar de entrometerme cuando siento una ola de emoción, quiero desaprender todas las maneras y razones que he acumulado para no llorar

Después hay otras cosas sobre mí que han limitado mi capacidad para llorar. Por ejemplo, me guío más por el cerebro que por el corazón; verbalizo mis sentimientos en vez de convivir con ellos; soy una persona con ansiedad que vive en un estado permanente de hipervigilancia en el que no me relajo lo suficiente como para llorar; soy periodista, y por lo tanto, parte de una cultura profesional que pone en valor la compostura y el estoicismo; y, como muchos hombres, tras años de dolorosas experiencias profesionales y personales, he construido un muro entre mis emociones y yo que acabo de empezar a derrumbar.

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Además de todo eso, cuanto más tiempo pasaba sin llorar, más miedo me daba esa extraña situación que, entre otras cosas, representaba la falta de control. Ambas cosas —lo desconocido y lo incontrolable— desencadenaban mi ansiedad, por lo que suponían dos razones más para no llorar.

Empecé a trabajar en este artículo porque estaba interesado en explorar si podía enseñarme a llorar. Pero en algún punto del proceso me di cuanta de que llorar no es lo que busco, simplemente quiero dejar de entrometerme cuando siento una ola de emoción. Quiero desaprender todas las maneras y razones que he acumulado para no llorar.

Mi objetivo cuando escribo esto no es presentarme como una especie de evangelista del llanto. Puede que algunos de los que estéis leyendo esto tengáis una relación sana con las lágrimas, mientras que otros tengáis problemas por llorar “demasiado”. (Como apunta Provine en Curious Behavior, llorar de una forma extraña es un poco mejor que reír de una forma extraña, que puede “dar miedo, parecer raro o diabólico”, lo que tiene peores consecuencias sociales). Yo lo único que sé es que, ahora mismo, abrazo el llanto.

Esto es más que nada sobre el significado y el simbolismo de llorar. En uno de sus artículos, Vingerhoets y su equipo escriben que llorar puede tener el valioso propósito de “recordar a la persona que la situación o el suceso por que el que está pasando es algo que importa de verdad”. Dicho de otra forma, llorar puede ser un mensaje de nuestro subconsciente sobre heridas y valores, y si lo ignoras o lo rechazas, pierdes esa conexión contigo mismo. Tras años escribiendo “Devolver al remitente” en las cartas que me mandaban mi mente y mi cuerpo, estoy preparado para empezar a abrirlas y a leerlas.

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Si llorar delante de alguien que me importa conlleva conectar a un nivel más profundo con ellos, entonces claro que quiero llorar. Si llorar implica rechazar las estúpidas ideas sobre la masculinidad, entonces me apunto

Para mí llorar representa también un paso adelante en muchas de las formas en las que quiero crecer. Me cuesta ser vulnerable, pedir ayuda y desconectar de mi hipervigilancia con ansiedad, y llorar es la materialización de todas esas cosas. Llorar es también un estado físico de comunicación abierta con mis sentimientos. Consulté con una experta, Amy Blume-Marcovivi, editora del libro When Therapists Cry: Reflections on Therapists' Tears in Therapy (Cuando los terapeutas lloran: reflexiones acerca de las lágrimas de los terapeutas en terapia) si llorar es saludable y ella me respondió que depende de la situación.

“Si alguien, mediante la introspección, se da cuenta de que siente un rechazo por llorar como forma de evitar las emociones o de reprimirse, aprender a llorar y dejar que las lágrimas salgan como forma de tener un contacto más directo con su verdadera experiencia emocional sin importar lo que duela puede ser saludable para ellos”, apunta. Bingo.

Este último año me ha dado la oportunidad de analizar mi actitud frente al llanto y de cambiarla para acercarme a la persona que quiero ser. Si llorar delante de alguien que me importa conlleva conectar a un nivel más profundo con ellos, entonces claro que quiero llorar. Si llorar implica rechazar las estúpidas ideas sobre la masculinidad, entonces me apunto. Si llorar es un ejercicio de conciencia que requiere estar presente en el momento en vez de hablar, pensar o distraerme, entonces acepto el reto.

Hacia el final de mi conversación sobre el llanto con Michael Trimble, profesor de Neurología en el Instituto de Neurología de Londres y autor de Why Humans Like to Cry: Tragedy, Evolution, and the Brain (¿Por qué a los seres humanos les gusta llorar?: Tragedia, evolución y el cerebro), le pregunté por qué había invertido tanto tiempo y esfuerzo en investigar el llanto. Me dijo que le interesaba el hecho de que los chimpancés y los simios no lloran por razones emocionales mientras que los humanos sí lo hacen. “En algún punto de la evolución, las cosas cambiaron y llorar se volvió un código para una característica concreta del comportamiento que tenía que ver con conectar a los seres humanos entre ellos”, explica.

Por lo tanto, no llorar —ya sea en una boda, en la ópera o tras un trauma personal o una tragedia— es un acto de “reprimir esta parte tan, tan importante del comportamiento humano y, a mi parecer, un rasgo distintivo de ser un Homo sapiens, de ser humano”, me dice.

Así que puede que la razón más convincente por la que quiero llorar es algo más elemental, más primitivo. Me acuerdo de una idea del libro de Provine: “La exclusividad de las joyas de la corona de la humanidad —el lenguaje, la risa y el uso de herramientas— se ha visto cuestionada, pero el llanto emocional sigue siendo un rasgo único del ser humano”.

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