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Género

Sufrí un intento de violación y nunca me ha costado tanto escribir algo como ahora

A diferencia de muchas mujeres quienes por miedo o vergüenza prefieren callar, Fabiana ha hecho su caso público, contado por ella misma.
Ilustración de Tatiana Mazú

Artículo publicado por VICE Argentina

Siempre he tenido muy buena memoria. A veces puedo recordar detalles sin importancia, como la ropa que llevaba puesta un día concreto, el caramelito de limón que encontré en un bolsillo, la canción que estaba escuchando la persona que se sentaba a mi lado en el micro. Incluso, hace unos años, me inventé un juego sin darme cuenta: Cuando esperaba en colas o cuando caminaba a casa, pensaba: “¿qué fecha es hoy? ¿qué hice en un día como este el año pasado? ¿y el anterior…?, ¿y el anterior…?”. Y así iba con mi memoria años atrás, recordando lo que había almorzado, las calles por las que había caminado o el gorrito que llevaba puesto tal o cual señor, que tanto me había llamado la atención. ¿Por qué entonces no puedo recordar ese nombre a pesar de que intenté grabármelo en la cabeza?, ¿Por qué tengo que buscarlo entre unos apuntes, para poder tipearlo aquí?, ¿Por qué cuándo en la comisaría me mostraron su foto, su rostro me resultaba borroso?

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En verdad, sé la respuesta: los recuerdos de ese día se mezclan, se desvanecen y se hacen confusos porque, por un lado, me hubiera gustado hacer como si nada hubiera pasado. Olvidarme de todo, creer que tan sólo había sido una pesadilla horrible. Pero es imposible. Por eso, aunque me cueste mucho, escribo.

Wilbert G. 55 años.

Eran las 8 PM del 28 de diciembre de 2017, en un bus de Oltursa que iba de Arequipa a Cusco. Estaba muy emocionada porque nunca había ido y me iba a quedar en casa de Nicolás —un amigo—, junto con otros amigos. Estaba sola, en el asiento 52, pegado a la ventana. Un hombre al que no le presté mucha atención se sentó a mi izquierda. Me dijo “buenas” y yo también lo saludé. Ese día estaba un poco enferma y cansadísima, así que tomé unas pastillas, me tapé con una chompa, una casaca, una frazada y me dormí muy profundamente.


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Eran más o menos las 4 AM y seguía en el bus. Me desperté y sabía que algo terrible estaba pasando. Estaba echada, apoyada en el lado derecho de mi cuerpo. Sentía un aliento caliente y una respiración agitada, justo detrás de mí. Alguien me había sacado la casaca, la chompa y la frazada que llevaba encima. Alguien me había levantado la blusa hasta casi tocarme el cuello. Y, aunque no podía creerlo, y no quería creerlo, alguien me estaba frotando un pene húmedo por toda la espalda.

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Alguien: Wilbert G. 55 años.

Me quedé congelada y sólo cerré los ojos con toda la fuerza que pude. “Esto no está pasando, esto no está pasando…” ¿Y si sigo durmiendo y hago como que no ocurrió nada? ¿Y si sólo ignoro todo? ¿Y si esto no es real?

Empecé a temblar, aunque quise ponerme de pie, no pude. Él empezó a frotar su pene más rápido, a jadear más, a pegarse más a mí. Entonces, sentí algo viscoso: él acababa de eyacular sobre mi espalda y yo sentí náuseas.

De pronto, empezó a bajar sus manos. Tocó mi piel. Tocó mis nalgas. Tocó mi ropa interior. Tocó mis jeans. Empezó a jalarlos hacia abajo. Pero en ese momento, al fin pude reaccionar. Me paré de golpe y lo increpé: “¿Qué está haciendo? ¡¿Qué está haciendo?!” “Yo no he hecho nada”, me respondió. Empecé a pedir ayuda, preguntando en voz alta si alguien por favor, podía cambiarme de sitio. El terramozo estaba al costado, pero no hizo ni dijo nada. Vi cómo algunas personas se despertaban, murmuraban entre sí, volteaban para mirarme. Pero, nuevamente, nadie hacía ni decía nada. El ómnibus no se detuvo. Aunque yo seguía pidiendo ayuda. Aunque pedí y pedí que me dieran otro asiento. Aunque yo sentía como si mis piernas se fuesen a quebrar de lo mucho que estaba temblando. Aunque se me salían las lágrimas.


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Después de un rato, Germán y Diego, dos estudiantes, menores que yo, que iban sentados en los dos asientos contiguos; fueron las únicas dos personas en ese bus —con más de 50 pasajeros— que me ayudaron. Germán me dijo que no me preocupara, que Diego me iba a cambiar de sitio. Yo agarré mi mochila, traté de tomar mi casaca, mi chompa, mi chalina, los alfajores de café que había comprado en Arequipa para Nicolás y su familia. Pero no podía tomar nada, todo estaba muy borroso y yo sólo quería salir de ahí. Le pedí a Germán que por favor sacara mis cosas y corrí al baño. Ya no pude contener más las náuseas, así que vomité y luego empecé a lavarme la espalda, rascándola tan fuerte que hasta llegó a arderme. Luego me gasté casi toda mi colonia, rociándomela y rociándomela, como si con ella pudiera, aunque sabía que no era posible, borrar lo que acababa de suceder.

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Wilbert G. 55 años.

Salí del baño y apenas podía caminar. Estaba mareada y las rodillas se me doblaban. Vi que Diego me había cambiado de sitio. Me senté al lado de Germán, un completo extraño. Un desconocido que me escuchó, me tomó la mano, me abrazó, me dijo que todo estaría bien y me prestó sus auriculares para escuchar música y distraerme, aunque sea, un poquito. La indiferencia de todas las otras personas, que nunca se acercaron a preguntarme si necesitaba ayuda, que sólo voltearon porque les picaba tal vez, una morbosa curiosidad, ya no me importó. ¿Qué será, no? De repente, en casos como estos, las personas se desconciertan o se paralizan. Quiero creer que es eso y no que, en realidad, no les importa. Lo que sí sé es que las veces en las que me ha tocado presenciar algún tipo de violencia hacia otra mujer, dentro de lo que he podido, he hecho algo. Insultar al agresor, que luego saldría corriendo del micro. Preguntarle a la mujer si estaba bien. Abrazarla. Decirle que ella es fuerte. Cualquier gesto, hace mucho tiempo decidí que nunca, nunca, iba a quedarme callada.

Por eso es que días después, y hasta ahora, he sentido momentos de culpa. ¿Por qué me quedé congelada? ¿Por qué no reaccioné antes? ¿Por qué no insulté o golpeé a ese monstruo para defenderme? ¿Por qué yo, que defiendo a otras, no pude defenderme de ti, Wilbert G.?


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No pude dormir el resto de viaje y, a partir de ese momento, todo empezó a hacerse confuso. Unas dos horas después, Germán me dijo que había hablado con el terramozo. Me preguntó si quería hacer una denuncia. Aunque en esos momentos me sentía débil, enferma y que no lograba entender bien casi nada a mi alrededor, le dije que sí. Aunque sabía que sería duro, no quería que ese asqueroso tocara a otra mujer. Nunca más. Germán me explicó entonces que, en ese caso, al llegar a la terminal de Cusco, yo sería la primera en bajar. Luego, unos policías subirían para llevarse al sujeto.

Como yo bajaría primero, tuve que esperar al lado de la puerta mientras el bus seguía avanzando. Le escribí a mis papás diciéndoles lo que había ocurrido. La primera reacción de mi papá fue decirme: “Fabiana ves, te dije que no viajaras en bus”. Como digo, fue su primera reacción. Tal vez ante la impotencia, la frustración, ante el hecho de que no podía hacer nada. Luego le escribí a Nicolás: “Nico voy a demorarme, me pasó algo horrible. Un viejo asqueroso en el bus me tocó y voy a denunciarlo”. El terramozo vino a mi lado y me dijo: “Señorita, ¿lo va a denunciar? Esto es bien serio, ¿está segura de lo que pasó?” Sentí mucha rabia en mi interior. Es decir, además de no haberme ayudado cuando se lo supliqué, me preguntó si estaba segura. Sí, sólo me pareció que un hombre desconocido me levantó el polo. Sólo me pareció que me pasó su pene caliente por toda espalda mientras se pegaba a mí. Sólo me pareció que eyaculaba en mi espalda. Sólo me pareció que me empezaba a meter mano y a bajarme el calzón y el pantalón.

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Le dije que sí, que estaba completamente segura.

Cuando por fin llegué a la terminal, eran a las 7 AM. Bajé antes que los demás pasajeros y unos policías subieron para llevarse al hombre. A partir de este momento, todo empezó a hacerse más confuso para mí. Nicolás y Mateo —otro amigo— estaban llegando a la comisaría de la terminal para verme. Los dos me abrazaron mientras veía sus caras de preocupación. Germán y Diego, diciéndome que se quedarían conmigo y que testificarían. Las personas saliendo y entrando. El agua de azahar y la manzanilla, que no sirvieron de mucho porque no paraba de temblar. Mateo agarrando mi dedo índice, hundiéndolo en la tinta y poniendo mi huella digital por mí en un papel, porque me temblaba tanto todo el cuerpo, que no podía hacerlo sola. Los policías diciéndome que tenía que ir a la comisaría “Viva el Perú” y realizar ahí la denuncia. La larga espera en dicha comisaría, innecesaria además, porque posteriormente, me informaron que la denuncia tenía que hacerse en la comisaría de turismo. Las abogadas llegando. Mi hermana mayor llamándome, diciéndome que todo estaría bien pero que tenía que ser fuerte y tranquilizarme.

Después de horas, al fin, me tomaron la declaración. Tuve que contener las ganas de llorar porque sabía que, si empezaba, ya no podría detenerme. Al final, el policía me preguntó si tenía algo más que agregar. Yo le dije que estaba muy asustada, pero que estaba realizando todo el proceso porque no quería que ese asqueroso intentara violar a otra mujer nunca más.

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El miedo te congela. ¿Qué hubiera pasado si no hubiera podido reaccionar a tiempo?

Germán y Diego ya habían dado sus declaraciones y habían tenido que irse. Yo le pregunté a la abogada si podía irme también, por el momento. Me dijo que sí, que fuera a descansar. Me sentí muy aliviada porque sólo quería salir, abrazar a mis amigos y olvidarme de todo por un momento. Al salir de la comisaría de turismo, estaban todos esperándome: Nicolás, Mateo, Mauricio, Claudia. Los abracé y les dije que estaba bien, que no se preocuparan. Lo dije porque me sentía profundamente culpable y no quería causarles más problemas.

Culpable por haber viajado sola.

Culpable por no haber reaccionado antes.

Culpable porque “todos habían pasado un mal rato por mi culpa”.

Culpable, culpable, culpable.

¿Por qué somos nosotras, siempre, las que nos sentimos culpables? ¿Mi intención no era, acaso, viajar, conocer Cusco, divertirme con mis amigos? ¿No será que la sociedad en la que vivimos nos bombardea por todos lados y nos enseña a sentir culpa desde que somos pequeñas? ¿La culpa no será, en realidad, tuya y sólo tuya, Wilbert G.?


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Camino a casa de Nicolás, vi un video que se había compartido en Facebook respecto a mi caso. No pude verlo todo porque me dio muchísima rabia. En él aparecía el fiscal que, sin saber mucho acerca de lo ocurrido, opinaba que el eyacular en la espalda de una mujer e intentar bajarle el pantalón era tan sólo un tema de “tocamientos indebidos” y no una tentativa de violación, como restándole importancia.

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¿Para usted qué es, señor fiscal, un intento de violación? ¿Wilbert G. tendría que haber terminado de bajarme el calzón y los pantalones? ¿Wilbert G. tendría que haberme penetrado? ¿Qué tiene que pasar para que nos hagan caso? Y, además, como me dijo un amigo: se le ha asignado un significado social muy fuerte a la penetración, pero, ¿no basta con que se dé un acto de este tipo, sin previo consentimiento, para que pueda ser considerado como un caso de violencia? ¿No basta con que me haya sentido en peligro, vulnerada, sucia, asquerosa, humillada?

Cuando llegué a casa de Nicolás, sus papás me abrazaron. Anita, su hermana de 8 años, me abrazó también. Me mostró sus juguetes, me hizo una cartita con stickers, me dijo que me había estado esperando. De pronto, sentí que podía sanar.

Es cierto que me divertí mucho en el viaje. Es cierto que reí, bailé, pinté y bailé. Pero también es cierto que, desde ese día, me cuesta conciliar el sueño y tengo que tomar pastillas para dormir. También es cierto que, de cuando en cuando, vuelvo a sentir culpa, que lloré de frustración sola, el 4 de enero, día en el que me enteré que habían soltado a Wilbert G.

Es cierto que yo pensaba que ya había superado todo, hasta que empecé a escribir todo esto. Como dije al principio: nunca me había costado tanto escribir algo. Mientras he redactado esto, he sentido náuseas, rabia y he llorado mucho. Me di cuenta que, para no poder continuar el viaje y para no preocupar a nadie, reprimí y callé muchas cosas. Pero decidí que YA NO MÁS.

Esta rabia la voy a utilizar para seguir luchando, por mí y por todas. Porque este no es un caso aislado. Todos los días las mujeres somos violentadas. Pero estamos hartas y furiosas y ya no vamos a quedarnos calladas. Y aquellas que opten por el silencio, porque como dije antes, el miedo te congela, no importa: las que podamos intercederemos por ellas. Finalmente, toda esta mierda a la que tenemos que enfrentarnos, sólo nos servirá para unirnos y hacernos más fuertes.

Para que pseudohombres como tú, Wilbert G. de 55 años, y muchos otros, no puedan salir impunes ante este tipo de actos.